Capítulo 34: Las compras

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Pasé toda la noche sentada en aquella ventana. A ratos me quedaba dormida, —aunque se asemejaba más a perder brevemente el conocimiento del cansancio—, pero la incomodidad me despertaba al poco tiempo. Podría haberme ido a la cama pero todo aquel cuarto me parecía hostil. Estar allí era una especie de castigo por contrariar a Vincenzo y sentía que lo único que podía disfrutar era la ventana, el hermoso paisaje que ofrecía la noche italiana fuera de aquella casa en la que siempre acababa deprimida y con un sabor agridulce tras cada encuentro con el hombre que amaba.

Aquella mañana pude ver el amanecer. No era algo que alguna vez hubiera valorado pero en aquella situación me pareció agradable. Podía entender la belleza que se ocultaba en algo tan simple como lo era ver cómo, poco a poco, se iba iluminando el cielo tras la oscura noche. Y me resultó curioso ver que los pajarillos empezaban a cantar antes de que para mi vista fueran apreciables los primeros rayos, como si en realidad no les despertara el nuevo día sino que fueran ellos los encargados de invocar al sol.

Una vez que la noche empezó a desvanecerse se llevó con ella toda esperanza de dormir. Mi cuerpo estaba alerta, esperando que la puerta se abriera de un momento a otro. No sabía si para indicarme que volviera a mi búnker o si Vincenzo querría tratar de arreglarse conmigo visto lo cambiante de su humor, pero ya no pude relajarme lo suficiente para dar ninguna cabezada más.

Creí oír ruido al otro lado de la puerta, en el dormitorio de Vincenzo, pero las paredes eran demasiado recias como para dejarme escuchar nada y me pareció demasiado demente pegar la oreja contra la madera para espiarle. Me moriría de la vergüenza si abría y me veía ahí agazapada.

Cuando el cielo estuvo totalmente claro empecé a pensar que había imaginado los sonidos y mi cuerpo empezó a quedarse lacio de nuevo a falta de estímulos. Pero cuando parecía que iba a poder dar otra cabezada contra el cristal unos nudillos llamaron a la puerta. 

Parpadeé desorientada. El sonido venía de la puerta doble, la que comunicaba con el pasillo.

—¿Sí? —contesté cuando el sonido se repitió con más fuerza segundos después.

Mis hombros cayeron bajo el peso de la desilusión que no me molesté en ocultar al ver a Dante abrir la puerta.

El italiano tampoco ocultó sus pensamientos. Su mirada vagó con el ceño fruncido de la cama sin deshacer hasta la ventana donde estaba aovillada, como si fuera un complicado puzzle. Cuando mi silencio fue toda la respuesta que obtuvo a la pregunta no formulada volvió a su rictus de malhumor habitual.

—Tienes un aspecto horrible.

Se me escapó una carcajada amarga y sarcástica, seguida de un par más. Aquello ya era surrealista.

—Parece que tú tienes el mismo de siempre: como si hubieras desayunado vinagre.

Estaba tan harta de todo que me daba igual ser insolente. Pero aquel extraño hombre que vivía enfadado no reaccionó a la pulla. De hecho, me pareció que trataba de contener una pequeña sonrisa mientras me dejaba algo de ropa dentro de una funda de plástico enganchada en el picaporte.

—Date una ducha y ahora te subo el desayuno. Salimos en una hora, así que espabila.

Me quedé repentinamente fría. ¿Ir a dónde? ¿Me devolvían a Londres? Un atisbo de pánico se filtró en mi torrente sanguíneo y empezó a calar en mis huesos.

—¿A dónde vamos? —pregunté ansiosa antes de que la puerta se cerrara.

—De compras.

* * * *

Tal y como había anunciado, una hora después vino a recogerme a la habitación. Me había arreglado el pelo en un intento de ofrecer una buena imagen a pesar de mis ojeras, que hice todo lo posible por ocultar con el maquillaje que había en aquel baño y que decidí usar sin permiso. Sonará tonto, pero después de tanto tiempo encerrada sentía que tenía que arreglarme para salir al mundo exterior, como si fuera una ocasión especial.

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now