Noche de tormenta (completa)

By yosoyunodos

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Ela soñó que un extraño de ojos verdes asesinaba a su hermana gemela y, al despertar, descubrió que no había... More

Advertencias + Mapa de la ciudad
Capítulo I: El asesinato
Capítulo II: La nueva vida sin Ada
Capítulo III: Las fotografías en la cabaña
Capítulo IV: La ropa de la cabaña
Capítulo V: Los archivos del pueblo
Capítulo VI: No paso solo en Lontford
Capítulo VII: El patrón de las muertes
Capítulo VIII: Precauciones absurdas
Capítulo IX: ¿Noche de miedo?
Capítulo X: Más cerca
Capítulo XI: Desaparecido
Capítulo XII: Conversaciones clandestinas
Capítulo XIII: El estudio de Norman
Capítulo XIV: La verdad de los demonios
Capítulo XV: Diario olvidado
Capítulo XVI: Cómo vencerlo
Capítulo XVII: La verdad sobre Caleb
Capítulo XVIII: Confrontaciones
Capítulo XIX: La historia de Ludo
Capítulo XX: La utilidad de los cuerpos
Capítulo XXI: La desaparición de Pandora
Capítulo XXII: Muertos
Capítulo XXIII: Plazo final
Epílogo: Las próximas en la lista
Extra
Extra 2: Dejarlo ir, dejarlos ir
Segundo libro
Extra 3: Familia

Prólogo: La cabaña en el bosque

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By yosoyunodos


Corría en lo profundo del bosque. La inmensidad del paisaje me confundía. El pánico se apoderaba de mí. Tenía la respiración agitada, irregular. Mi ritmo cardíaco iba en ascenso, sentía como el corazón me latía desenfrenado y retumbaba en mi interior. El frío aire nocturno se me estrellaba contra el rostro de una manera en la que se sentía como gruesos látigos que laceraban mi piel.

El temor y la desesperación no me dejaban pensar en nada más allá de lo poco que podía apreciar del terreno. Estaba aterrorizada, de mi cabeza no escapaba el pensamiento de que algo malo iba a sucederme.

De la nada, una intensa luz iluminó mi huida, luego el sonido aturdidor de un trueno me hizo tropezar. Las gotas heladas de lluvia no tardaron en caer. Las nubes negras terminaron de tapar lo poco que quedaba de la luz de la luna. Estaba a ciegas en un lugar completamente desconocido para mí.

Ya no estaba segura de por qué me escapaba, ni de quién, pero mi cabeza me impedía parar, me gritaba que siguiera, porque, si no lo hacía, me atraparía y no habría vuelta atrás. Y, por mucho que intentara acallarla, una voz extraña en mi interior me decía que de esto no había escapatoria, que mis esperanzas eran en vano.

Otro relámpago destelló en el cielo y pude divisar, demasiado tarde, el tronco tumbado ante mí. Tropecé y caí de rodillas sobre las ramas y hojas secas del suelo. Sentía como las manos y las piernas me ardían. De la boca se me escapó un pequeño gemido de dolor.

No se suponía que fuera a pasar esto, la noche debía ser perfecta.

Un ruido a mis espaldas me alertó e intenté ponerme de pie. No obstante, volví a caer por culpa de que uno de mis zapatos se había roto. Desesperada, y con movimientos vergonzosamente torpes, me descalcé y volví a pararme. Un dolor intenso se apoderó de mi pierna, mas no permití que eso me detuviera. Sin importarme las astillas y piedras que se me clavaban en las plantas de los pies, seguí trotando, esta vez mucho más lento.

Las lágrimas no tardaron en acumularse en mi rostro. Y volví a caer. Me raspé la cara con las rocas, la tierra me entró por la nariz y el vestido rojo se rasgó a la altura de mi muslo derecho.

Otro sonido se escuchó a mis espaldas. Pronto, tuve la sensación de que esto se trataba de un juego, uno mortal para mí. Porque lo que me perseguía parecía relajado, nunca se acercaba demasiado, esperaba a que yo cayera para hacer ruido. Se estaba divirtiendo con mi pánico, con el sentimiento indescriptible que me invadía al escuchar sus suaves y delicadas pisadas.

Una vez más, me levanté con todo mi esfuerzo y corrí con la lluvia estrellándose contra mi piel, con la sensación de que miles de pequeñas cuchillas cortaban allí donde el agua me tocaba. Mis latidos eran tan acelerados que ya no era capaz de distinguir el sonido de mi entorno. Los relámpagos seguían guiándome a las profundidades del bosque, donde nada parecía tener color. Me estaba hundiendo en una monocromía vieja y aterradora. Las ramas, delgadas y quebradizas, se estrellaban y se clavaban en mi rostro y brazos. Las piedras del suelo destrozaban mis pies. El olor a sangre se filtraba en mi nariz, pero ya no sabía distinguir de qué parte de mi cuerpo provenía.

Un rayo cruzó el cielo y yo terminé varada en el medio de un claro. El lugar estaba alumbrado por los débiles rayos lunares que lograban filtrarse entre las opacas nubes de tormenta.

Giré de un lado a otro, desorientada. No conseguía distinguir de dónde había venido y hacia dónde debía ir.

Las gruesas partículas de agua seguían cayendo sobre mí. Estaba dejando de sentir las extremidades a causa del frío calador.

Otro relámpago, seguido de su trueno.

El sonido aturdidor de mi corazón.

Y el silencio sordo de la tormenta.

Cerré mis ojos, en busca de algún sonido que me indicara el camino. Una risa grave y mórbida retumbó entre los troncos grises de los árboles. El inmenso follaje me impedía reconocer su ubicación. Parecía que la naturaleza gozaba de participar de esta cacería.

Guardé silencio a la espera de otro sonido. Unas pisadas retumbaron a mi derecha, de una forma casi imperceptible. Escapé hacia el lado contrario y la risa monstruosa me llegó del frente. Me detuve, estaba respirando de manera superficial por la velocidad de mis inhalaciones. Mis ojos volaron de un punto a otro y solo captaron manchas negras que podían ser cualquier cosa. Las pisadas se oyeron más cerca.

Sin pensarlo más, me encaminé a la derecha con movimientos cada vez más rígidos y torpes. Avancé varios metros hasta que la tormenta me liberó, de manera momentánea, de la ceguera. Los pasos a mis espaldas eran cada vez más cercanos, aunque la risa seguía atacándome por todas direcciones. Estaba tan mareada que, cuando vi la luz a lo lejos, no dudé ni un segundo en aventarme hacia allí.

Con cada paso que daba, podía distinguir con mayor claridad la silueta mohosa de una vieja cabaña. Las paredes eran grises, con manchas negras por todas partes. Tenía una pequeña terraza de madera techada a la que se accedía al subir una destartalada escalera, la cual no titubeé en utilizar. Era una estructura de dos pisos, aparentemente construida en su totalidad con troncos y tablas de madera.

Golpeé la puerta con fuerza y pegué gritos llenos de espanto que en realidad parecieron horribles chillidos, como los de un animal en un matadero. La puerta cedió ante mi peso y se abrió con un chirriante sonido. Entré, cerré de un portazo y apoyé mi espalda contra la gruesa madera.

Los pasos del desconocido no tardaron en escucharse sobre las tablas sueltas del exterior. Volteé mi rostro hacia la ventana con el marco podrido, acababa de darme cuenta de que se encontraba allí. Una mano más pálida que la mía se estampó contra el vidrio. En otra situación, como en una película, me habría parecido un movimiento dramático, incluso forzado, pero en ese momento no. Comenzaba a comprender el terror que les inducía a los protagonistas de las innumerables historias que me encantaba juzgar.

Junté toda mi valentía y fuerza de voluntad, tomé una honda bocanada de aire y corrí escaleras arriba. Uno de los escalones se rompió bajo mi pie y este se escabulló por el agujero. Sentí como la carne del tobillo y de la pantorrilla se me desgarraba. Sin embargo, no tenía tiempo para prestarle atención al escozor; había escuchado como la puerta se abría con una lentitud tortuosa. En medio de un grito, destrabé mi pierna, lo que profundizó los cortes, y seguí subiendo.

Mis pasos eran cada vez más cortos, no podía apresurarme más. Iba tan lento que distinguía con claridad las paredes que me rodeaban, forradas con papel tapiz amarillento y descascarado.

Tardé unos segundos en distinguir el olor a podredumbre, como el de la carne descompuesta, que impregnaba el lugar.

Las escaleras se me hacían interminables.

En las paredes había fotos, unas más nuevas que otras. A simple vista parecían plagadas de niños, siempre gemelos.

Seguí subiendo. Llegué al final de la interminable pendiente y troté por el extenso pasillo.

La luz parpadeaba. Busqué los focos en el techo, luego en las paredes, no había nada que estuviera encendido. Sentí como mi corazón se salteó un latido y luego retomó su ritmo acelerado. El pasillo seguía sin terminar y solo podía distinguir una puerta en el final que se veía inalcanzable.

El desconocido seguía subiendo las escaleras. Lo hacía lento, tranquilo. Sabía que me tenía acorralada. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que era una trampa.

Él volvió a reír, con ese mismo sonido, tan frío, tan cruel, lleno de gozo.

Mi piel se erizó.

A pocos pasos de la puerta, del único lugar en el que creía que podría salvarme, volví a tropezar. Rodé por el suelo, me torcí el único tobillo que tenía medianamente sano, y abrí la puerta con un golpe de mi cabeza. Me arrastré hasta estar por completo adentro y cerré. Retuve cada grito de dolor y me alcé hasta que logré girar el pasador. Me dejé caer, cerré los ojos y apoyé mi cabeza palpitante sobre la madera astillada que imaginaba que me mantendría segura.

Cuando por fin me animé a observar mi entorno, mi vista primero se clavó sobre mis piernas. Aún con la poca iluminación, pude distinguir los cortes profundos, el barro y la carne destrozada de mis pies. Mis ojos fueron subiendo y me sorprendí al hallarme casi desnuda. El vestido se había rasgado en tantos sectores que, de la cintura para abajo, lo único que me cubría era la ropa interior.

Tragué con fuerza y aguanté la respiración, ya sin soportar el olor nauseabundo del cuarto que se mezclaba con el de la sangre y la suciedad que me envolvían. No quería seguir viendo, deseaba que todo fuera una pesadilla más. Pero sabía que no era así. Nunca antes un dolor tan agudo se había apoderado de mi cuerpo mientras dormía.

Volví a enfocar los ojos y esta vez le di un vistazo al cuarto. Las paredes estaban cubiertas con el mismo papel que el pasillo y las escaleras. El techo se encontraba protegido con una fina capa de pintura descascarada en amplios manchones de humedad. Y no había ventanas. Ni un solo resquicio del exterior se podía vislumbrar, ni siquiera por las grietas de la pared. Aquí no había escapatoria.

Los ojos se me anegaron de lágrimas al mismo tiempo que las pisadas del exterior desaparecieron. Mi vista siguió vagando por el cuarto. Las paredes estaban desprovistas de adornos. Había tan solo tres muebles en la habitación: una cama de metal, con el colchón destrozado, del que sobresalían sus resortes; a su lado, una pequeña mesita de luz que se encontraba casi por completo destartalada y cubierta de una densa capa de polvo; para finalizar, frente a mí, a unos dos metros, había un enorme escritorio de madera maciza. Sobre este último se vislumbraban un montón de telas desperdigadas, con manchas oscuras de lo que sospechaba que era sangre.

Un escalofrío me hizo recordar el dolor de cada miembro de mi cuerpo. Tosí por culpa del polvo que se levantaba con las corrientes de aire que llegaban por debajo de la puerta.

La risa espantosa se volvió a escuchar.

Mis dientes titiritaron ante una repentina oleada de frío.

Volví a observar el techo. Una vez más, el cuarto se había iluminado, a pesar de que no había ni un solo foco o vela prendida dentro de la habitación.

Incliné mi cabeza a un lado al sentir unas imperiosas ganas de vomitar. Todo el alcohol que había ingerido esa noche quedó regado por el suelo. Cuando estaba por volver a acomodarme, mi cuerpo se quedó paralizado. Un portarretrato había aparecido de la nada a pocos centímetros de mí. Lo tomé con las manos temblorosas y lo aproximé a mi rostro, creía que la distancia estaba jugándome en contra. Conocía esa fotografía, yo misma la había tomado pocas horas atrás. Éramos mi hermana y yo. Elma tenía su usual rostro inexpresivo y yo sonreía, feliz por el inminente inicio del año escolar.

—¿Có... cómo fue que llegó esto aquí? —le pregunté a la nada, sin dejar de tiritar por el gélido ambiente.

La risa volvió a retumbar, ya no venía del exterior.

Me cubrí el rostro con las manos, aterrorizada. No quería ver, no podía hacerlo.

Los pasos ahora resonaban delante de mí.

No podía verlo, ni siquiera sabía cómo era su aspecto, pero sentía, adivinaba, la enorme sonrisa que estaba plasmada en su rostro. Yo lo estaba entreteniendo como nadie en mucho tiempo, algo en mi interior me lo decía. Él estaba disfrutando verme de esa forma, doblegada, sin ser capaz de enfrentar mi destino, el destino que él había elegido para mí.

Y él aún estaba lejos, no se había acercado, ni siquiera se había inclinado. Sin embargo, eso no impidió que un agudo dolor se instalara en mi vientre. Mis ojos se posaron, sin mi consentimiento, en ese sector y observé con horror como mi piel se abría sola en un largo tajo. Sentí la misma laceración en los muslos y las mismas heridas aparecieron, sin que nada tocara mi pálida piel. Dolía más de lo que podía soportar.

Una mano se posó sobre el corte en mis piernas. No podía ver su rostro, estaba demasiado lejos y con mucho esfuerzo lograba enfocar lo que se encontraba a pocos centímetros de mis ojos.

—Esta fotografía llegó de la misma manera que tú —susurró una voz grave en mi oído—. Yo la traje.

Y, segundos antes de que mis ojos se cerraran, un rostro borroso se inclinó sobre mí. Un rostro que contaba con unos hipnotizantes iris verdes.


Como regalo por haber llegado a esta parte del capítulo, les dejo una ilustración que hice de la escena donde Ada encuentra la foto.

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