Cuatro de agosto © [MEMORIAS...

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No conocí a Rachel en las circunstancias más comunes.

La conocí en un bar, así como inician tantas historias de amor urbanas que escuché en mi juventud. Ella estaba sirviendo tragos detrás de la barra. Traía un uniforme muy sugerente, una falda corta sobre esas curvas tan delineadas y una cola de caballo en la rubia cabellera.

Me tomé dos tragos dobles antes de hablarle por primera vez.

—Hola —le dije.

Me dedicó una sonrisa coqueta antes de responder.

—Qué tal.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Rachel —mordió su labio inferior y se acercó a mí por sobre la barra para decirme algo. Pensé que me preguntaría el mío, pero lo que pasó fue un tanto distinto—. Salgo a las cinco. Te espero por la puerta de atrás.

Y así como así se retiró meneándose alegremente para atender a más clientes que esperaban sus respectivos tragos muy cerca de mí.

Pasé el resto de la tarde debatiéndome y luchando conmigo mismo entre tragos y más tragos, miradas coquetas y sonrisas por parte de ambos. Me pasé horas pensando y tratando de discernir si estaba bien aceptar la propuesta de la bella mujer que solo tenía ojos para mí esa noche. ¿Era correcto? ¿Debía hacerlo? ¿Luego me arrepentiría de haberlo hecho?

Nunca me respondí. Lo único cierto es que a las cinco en punto estuve en la puerta trasera y Rachel salió a recibirme con una sonrisa cargada de sensualidad.

A los quince minutos estábamos en otro bar bebiendo un poco. Ella tenía veintinueve años, mientras que yo acababa de cumplir los treinta y tres. En medio de la conversación me fui dando cuenta de que era una mujer apasionada, inteligente, perspicaz, muy astuta y ruda. Sabía lo que quería. No hablamos de la familia, lo cual fue mucho mejor para mí, y parecía que también para ella, por alguna razón.

Luego de algunas rondas terminamos en un hotel dando rienda suelta a nuestros bajos instintos.

Estábamos en medio del asunto sumergidos en la penumbra de la habitación, cuando mi tacto percibió algo en su piel que no pude dejar de notar. En su vientre, a primera vista plano y terso, había una cicatriz de cesárea.

No me detuve mientras le preguntaba acerca de eso. Ella me dijo, entre susurros y jadeos, que efectivamente tenía un hijo. No se me ocurrió preguntar nada más hasta terminar.

Rachel estaba un poco pasada de copas, así que, mientras descansábamos uno junto al otro sin más cobertor que una sábana blanca, terminó contándome que en realidad estaba casada y tenía un niño de seis años. Dijo que vivía en una "casa de mierda" en un "barrio de mierda", que su hermana era una chismosa, su hijo una rareza y su marido un bueno para nada, un soñador sin aspiraciones, un pobre diablo, un muerto de hambre que no servía para nada más que para calentar su lado de la cama.

Esa revelación me impactó. Como si no fuera suficiente haber terminado en un hotel con una mujer a la que apenas acababa de conocer, descubría en ese momento que esa mujer era casada y tenía un hijo.

Antes de quedarse dormida, Rachel me dijo que ese encuentro había sido lo mejor que le había pasado en mucho tiempo.

La dejé ahí ya bien entrada la noche, dejándole dinero para pagar el hotel y una nota agradeciéndole por todo. Luego, tranquilo, satisfecho, pero cargado de infinito remordimiento al mismo tiempo, volví a casa con mi esposa.

Nunca me había creído a mí mismo capaz de una bajeza como ser infiel, mucho menos a una mujer tan maravillosa y extraordinaria como mi esposa Adele. Y por más que se me ocurría razón tras razón que podía tratar vanamente de exculparme, ninguna era suficiente para tratar de convencerme a mí mismo de que podía remediar mi error.

Pasaba que Adele y yo llevábamos diez años casados. Éramos un matrimonio feliz y floreciente. Adele era la mejor del mundo. Era una mujer inteligente, dulce, elegante y maternal. Me amaba, me protegía, cuidaba de mí. Y era hermosa, muy hermosa. Además, tras diez años de un matrimonio maravilloso, habíamos decidido que era hora de completar la familia y tener herederos.

En realidad, no sabíamos cuántos hijos queríamos tener, pero la idea nos parecía de lo más encantadora. Así que lo intentamos. Y lo intentamos. Y lo seguimos intentando. Lo intentamos por meses, y nuestro bebé jamás apareció.

Fuimos al médico para que nos ofreciera una explicación que pudiéramos comprender. Él nos dijo que Adele padecía de lo que llaman en lenguaje coloquial "útero hostil". Nuestros bebés podían crecer en su interior, pero antes de cumplir siquiera un mes, su cuerpo los rechazaría.

Esa tarde regresamos a casa en completo silencio. Dejé a Adele en nuestra habitación y luego salí directamente a un bar a desahogarme.

Y entonces conocí a Rachel.

Pasé semanas jurándome que se lo iba a confesar a mi esposa. No sabía si me lo perdonaría. Después de todo había cometido el peor error de mi vida en el peor momento posible. Le había fallado y eso era algo que yo sabía muy bien. Pero si me lo perdonaba, yo sería otro hombre. Era algo que solo quedaría como un error de una vez en toda mi vida.

Sin embargo, nunca se lo dije. Por el contrario, luego de unos días, volví a buscar a Rachel.

La busqué en el mismo lugar y a la misma hora de la primera vez. Yo creía que a lo mejor no le resultaba demasiado grato verme por el hecho de que, a pesar de que le había dejado una nota y todo lo demás, no había sabido de mí en varias semanas, pero ella fue tan cordial conmigo como si nada hubiera pasado.

Rachel y yo tuvimos una relación clandestina tan confusa que ni yo mismo la comprendía. Ella me había contado de su matrimonio y yo del mío, pero aun así seguíamos juntos, encontrándonos en hoteles, en bares, o en lugares ocultos que ya no recuerdo. Aunque lo mío con Rachel alimentaba mi espíritu y me devolvía la vida, no podía dejar de pensar en Adele. No podía dejar de pensar en lo que le estaba haciendo sin importarme nada.

Así que planeaba terminar con Rachel. Pero no podía. La necesitaba. Me había acostumbrado a ella, la quería, la deseaba, deseaba tenerla y estrecharla a todas horas del día.

Así que callé, y la tuve junto a mí. La culpa me mataba, pero trataba de ignorarla.

Incluso llegué a encontrarme con ella en su propia casa. Ella calculaba la hora exacta en la que ni su esposo ni su hermana estarían presentes, así que ambos nos colábamos en su habitación y ahí perdíamos la razón. En la cama que ella compartía con su esposo. Sé que me debía evocar cierto respeto hacia él, pero por el contrario yo tenía que admitir que lo encontraba emocionante.

Conocí a su hijo. Nos encontró una vez que volvió temprano de la escuela. Era un niño silencioso, muy callado y curioso. Parecía un títere cuidadosamente diseñado para parecer un ángel. Recuerdo que cuando lo conocí algo dentro de mí se remeció. Por un momento vi a ese bebé, a ese niño que tanto esperé por tanto tiempo y que nunca llegó a mi vida. Llegué a imaginarme a mí, a Rachel y al niño siendo una familia. Sin embargo, me tragué mis pensamientos.

Rachel nunca me dejó convivir demasiado con el niño. La primera vez que nos vimos ella le dijo que si se atrevía a decirle algo a su padre o a su tía, ella se pondría muy triste. Se veía que él era un niño muy sensible y amaba a su madre, porque aceptó de inmediato.

De ahí solo me lo encontré algunas veces. Me miraba y saludaba a veces, pero nunca tuvimos tiempo para entablar algún tipo de conversación.

Mi doble vida me tenía absorto en su totalidad. Por las mañanas, yo era de Adele. Desayunábamos juntos, reíamos y bromeábamos como si nada hubiera cambiado. Yo estaba muy enamorado de ella, y sentía que era mi familia.

Aun así, por las noches, el asunto era distinto. Yo iba a buscar a Rachel y juntos vivíamos aventura tras aventura sumergidos en vórtice interminable de desenfreno y pasión. No sabía cómo pararlo. Muy en el fondo no quería pararlo. Quería que todo continuara como estaba hasta que a mí la vida se me acabara. Soy consciente de que era un pensamiento egoísta y terriblemente erróneo. Solo ahora soy consciente de ello.

Así que todo se prolongó. Se prolongó a tal punto en que las semanas se volvieron meses y los meses se volvieron años. Siete años. Siete años yendo y volviendo, enamorado de dos intensas y maravillosas mujeres. Uno pensaría que era un estilo de vida que jamás se acabaría.

Pero acabó. Y acabó de la manera más inesperada posible.

Estaba yo una mañana saliendo de casa, despidiéndome con un beso de mi esposa Adele, cuando, con una sonrisa resplandeciente, me señaló una pequeña cajita de color beige sobre la mesa de la cocina. Le sonreí con ternura y me dispuse a abrirla. En el interior había un par de tiernos zapatitos de lana.

Al contemplar mi expresión de incredulidad, se regocijó. Entonces me confesó que había descubierto que estaba embarazada y que tenía más tiempo de embarazo del que su condición le permitía.

No me di cuenta de por qué sentía aquella frescura en mi rostro hasta que comprendí que lloraba, y lloraba de alegría igual que ella.

Me tomé el día libre y me la pasé con Adele haciendo planes, pensando en el futuro, comprando una cuna, osos de peluche y cosas para decorar esa habitación vacía en nuestra casa que por fin tendría el mejor de los usos.

Rachel me llamó esa noche para preguntarme si estaba bien, por el hecho de que no había ido a buscarla. En ese momento tomé una decisión.

Ella me dijo que podíamos vernos en su casa justo en ese momento. Su esposo hacía un turno extra y su hermana dormía bajo los efectos de algún narcótico con el que había decidido automedicarse. Le dije a mi esposa que iba por un postre para compartir, pero en realidad fui a ver a Rachel.

Le dije que no podíamos continuar viéndonos. Le dije que mi esposa tendría un bebé, que quería estar solo con ella y vivir con mi familia de ahí en adelante. Rachel me dijo que ella también era mi familia. Yo me disculpé. Ella me dijo que no podía hacerle algo como eso. Yo le dije que lo sentía, pero era una decisión tomada. Lloró mucho. Aún lloraba arrodillada sobre el suelo cuando di media vuelta y me alejé de ella para siempre.

Al verla ahí, agazapada, vulnerable y sollozante, lo único que quise fue agacharme, abrazarla, decirle lo mucho que lo sentía, y quedarme con ella sirviéndole de abrigo humano hasta que, de alguna forma, pudiera compensar todo el daño que le había hecho, que le estaba haciendo, que nunca dejaría de hacerle. Pero solo me alejé sin mirar atrás... y nunca la volví a ver.

Adele y yo nunca quisimos averiguar el sexo de nuestro hijo en los ultrasonidos. Lo único que nos importaba era lo que nos decían los doctores: el bebé estaba completamente sano, cálido y seguro descansando en el vientre de mi hermosa esposa.

Decoramos la habitación del bebé aún sin saber si sería niño o niña. Pero lo hicimos con tanto amor e ilusión que tal parecía que ya lo supiéramos todo sobre él (o ella).

A la hora del parto lo descubrimos. Fue una niña, una niña hermosa que pareció iluminar la sala de partos en cuanto llegó al mundo a deslumbrarnos con su preciosa presencia. Me llamaban ridículo, pero yo veía en ella la viva imagen de su madre. Tenía en la cabecita el rastro incipiente del cabello rubio y los ojos tan azules como los de Adele. Tal parecía que solo hubiera procedido de ella.

Lucy, ese fue su nombre. Era nuestra luz. Mi luz. Mi adoración.

Lucy fue el centro de mi vida desde el momento en que nació. Y desde que comenzó a cobrar conciencia de su dulce existencia, se convirtió en mi mejor amiga. Yo la amaba y estaba tan loco por ella que no había nada que no pudiera concederle. Aun así, Lucy no era una niña caprichosa. Era tan bondadosa y dulce como su madre. Era inteligente, siempre con una pregunta en la boca, siempre con una sonrisa para regalarle a su padre. Era solitaria, pero muy alegre. Era capaz de hacerte reír sin la necesidad de demasiadas palabras. Era creativa, muy linda, muy vivaz, se robaba tu corazón a los pocos minutos de haberla conocido.

Yo amaba a Lucy sobre cualquier otra cosa.

Y se lo repetí por enésima vez esta mañana cuando su madre y yo, con un pastel de chocolate entre las manos, su favorito, entramos a su habitación a despertarla dulcemente y a felicitarla por su quinto cumpleaños. Ella, como todos los días, se levantó con una sonrisa de oreja a oreja en la cara y las dos bellas cortinas de cabello dorado colgando a ambos lados de su bonito rostro. Abrazó primero a su madre y luego a mí. Le dijimos que la amábamos. Luego le di la sorpresa.

Lucy siempre ha querido acompañarme al trabajo y ver lo que hago todos los días. Nunca he podido permitírselo por varias cosas, ella está a veces en la escuela, o en las clases de arte, o en cualquier otro lugar importante, y a pesar de que a veces va a visitarme como parte de un paseo al zoológico junto con su madre, nunca ha sido como ella ha querido. Hoy sí lo es.

Emocionada, Lucy se levanta de la cama y canturreando con una ternura tan suya elige el mejor de sus vestidos. Desayunamos todos juntos, le pongo el abrigo a mi hija, la subo al auto, le pongo el cinturón y nos dirigimos al zoológico cantando su canción favorita. Al pasar por la puerta de entrada George me saluda y felicita también a mi hija por su cumpleaños (siempre tan atento, nada se le escapa, por eso es uno de mis favoritos). Luego dejo mi auto en el estacionamiento y Lucy y yo caminamos de la mano hasta mi oficina.

Le enseño lo que hago. Le muestro cómo son las cosas en el zoológico, las cosas que nadie sabe. La sonrisa en ningún momento se aparta de su rostro, ni siquiera en las partes de mi narración que yo considero que le pueden resultar un poco aburridas.

Le gusta inmediatamente el sofá rojo que está al fondo de mi oficina, el más cómodo que hay aquí. La dejo permanecer ahí mientras yo relleno algunos papeles, prometiéndole que luego iremos por un helado de fresa, que también es su favorito.

—¿Alguna vez has tocado a un león, pá?

—No, cielo, los cuidadores se encargan de eso.

—¿Pero te gustaría?

—En realidad no lo sé. ¿Cómo podría tocar a un león si no está la princesa Lucy para protegerme?

Ella ríe.

—Pá.

—¿Sí, mi amor?

—¿Tú me quieres?

—Yo te amo, preciosa.

—¿Cuánto?

—Mmm, mi amor por ti es mucho más grande que el elefante.

—¿Más grande?

—Sí, y tan largo como el cuello de esa vieja jirafa que está más allá.

—¿Sí? —ríe otra vez—. ¿Y llega tan alto como los canguros?

—Mucho, mucho más alto —le digo—. Mami y yo te amamos tanto que nada es más grande que nuestro amor por ti.

—Y yo también los amo a ustedes —me sonríe ella.

Se acuesta de cabeza sobre el sofá y sus rizos rubios cuelgan de su cráneo hasta casi llegar al piso.

—¿Si me quedo así se me irá toda la sangre a la cabeza?

—No lo sé, mi amor.

—¿Quién puso las nubes en el cielo?

—Me imagino que fue Dios.

—¿Y el pasto del zoológico? ¿Quién lo sembró?

—Los jardineros, hace mucho, mucho tiempo.

—¿Por qué las jirafas tienen el cuello tan largo?

—Dicen que antes no lo tenían, pero como los frutos y las hojas de los árboles estaban muy altos, tuvieron que estirarse cada vez más hasta quedar como están ahora.

—¿Por qué la luna me sigue a casa?

—Nos sigue a todos, cariño. Es tan grande que a todos nos parece lo mismo.

—¿Tú crees que soy bonita?

—Tú eres hermosa.

—¿Tanto como la luna?

—Mucho más que la luna.

A Lucy le gusta sonreír, así que eso es lo que hace, y lo hace una y otra vez entre preguntas e interrogantes hasta que he terminado por fin con mis papeles y me levanto de mi silla.

—¿Nos vamos, princesa? —le sonrío ceremoniosamente.

Asiente con la cabeza.

La tomo de la mano y ambos salimos de la oficina de gerencia cantando otra de sus canciones. Mi teléfono vibra en mi bolsillo y lo saco solo por si es algo urgente. Suelto la mano de mi hija. Ella me dice que se atará los cordones de los zapatos, yo avanzo unos pasos más con la vista pegada a la pantalla del teléfono.

—¿Richard Cole?

Levanto la mirada. Me quedo paralizado.

Frente a mí se encuentra un muchacho. No es extraño para mí ver a todo tipo de gente por aquí a diario dado el lugar en el que trabajo, desde bebés recién nacidos hasta adultos mayores sonriéndoles con ternura a sus nietecitos.

Pero este chico es distinto. Me mira con inexpresividad. Trato de hallar un poco de amabilidad en su rostro, en sus facciones, en sus ojos, pero no la hallo jamás.

Oigo los pasos de mi pequeña.

—Lu, quédate atrás —advierto.

Mi niña obedece.

—¿Se te ofrece algo? —hablo con precaución y cortesía.

—¿Richard Cole? —vuelve a preguntar.

—Sí, soy yo, ¿se te ofrece algo?

Entonces saca un arma del bolsillo de la polera negra que lleva puesta y me apunta directamente al pecho.

Mi hija deja escapar un grito de horror.

—Espera, espera... —pongo las palmas frente a él para tranquilizarlo.

—¡Papi! —grita Lucy.

—¡Mi amor, solo quédate atrás! —digo, sin siquiera voltear.

El chico es alto, pálido, sin luz en la mirada. El brazo ni siquiera le tiembla para sostener la pistola y tiene la ropa negra llena de tierra y sangre seca. Parece salido de alguna película de terror o misterio.

—Dígame qué es lo que quiere —digo con suavidad, aunque aterrorizado en el interior—. Por favor, puedo darle lo que usted quiera.

—No puede —espeta de forma hosca.

—Siempre se puede —insisto—. Mire, tengo dinero. Tengo dinero, y un auto que...

—¡No todo se puede solucionar con su maldito dinero! —grita, y las lágrimas saltan de sus ojos.

Quita el seguro a la pistola.

—¡Pá, no! —chilla mi pequeña, aún detrás de mí llorando desconsoladamente.

—¡Tranquila, cariño, yo te prometo que todo va a estar bien!

Pero nada parece prometer que va a ir bien.

Nunca me había puesto a pensar cómo, cuándo, dónde, en qué circunstancias sería el momento de mi muerte. No se siente bien. No se siente cómodo. Es una sensación inquietante, de sofoco, de desasosiego. Es un frío helado que recorre mi espina y cada una de mis terminaciones nerviosas. Mi estómago da vueltas y vueltas incontrolables y mi cabeza está estallando, tratando de maquinar algún plan para poder escapar, para tomar a mi hija y salir de aquí, para sobrevivir y estar a salvo con ella en algún lugar muy lejos de aquí.

El muchacho pone un dedo en el gatillo.

—¡Espere! —mi hija responde con un grito—. Solo... ¡solo deme un momento!

Su entrecejo se frunce con furia.

—¡Por piedad! —suplico—. ¡Solo un momento!

Lo piensa por un momento.

—¡Rápido! —grita entonces.

Me vuelvo hacia mi niña. Ella yace de pie con las rodillas dobladas, las manos entrecruzadas, el rostro colorado y empapado en lágrimas y los cabellos despeinados.

Trato de memorizarla. La amo tanto...

—¡Lucy, mi vida! —le digo amorosamente—. ¡Preciosa, necesito que hagas algo por papi!

—¿Sí? —dice ella con la voz entrecortada.

—¡Date vuelta, linda! —le pido—. ¡Date vuelta mi amor, mira hacia el otro lado, por favor!

—¡Pero pá...!

—¡Hazlo por papá, hermosa!

Mi niña me mira por última vez y da la vuelta. Yo me vuelvo una vez más hacia el chico, sintiendo un intenso nudo en la garganta.

—Está bien —acepto—. Hazlo, pronto.

Levanto las manos al cielo y aprieto los ojos con fuerza. Espero con angustia el impacto. Sé que va a doler, así que trato de prepararme para ello.

También sé qué puedo hacer luego de ello. Si la bala no me ha matado y el agresor se ha ido escapando de la policía (que con seguridad alguien tiene que haber llamado ya) puedo pedir a mi hijita que les indique en dónde estoy. Puedo sobrevivir. Puedo ir a casa con mi esposa y mi hija y vivir feliz para...

El disparo suena como un trueno. No siento dolor.

Abro los ojos, y el alma se me va del cuerpo.

Porque esa bala no ha sido para mí, sino para mi hija. 

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