La subjetividad de la belleza

De RavenYoru

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Elías es tímido y solitario. Samuel es espontáneo, risueño y brutalmente honesto. Por azares del destino, es... Mais

Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
La subjetividad del amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo

Capítulo 1

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De RavenYoru


El día que lo vi por primera vez, el sol del mediodìa calentaba la tierra del valle del sol, el pueblo que me vio nacer. Llevábamos más de dos meses sin lluvias, y para mí, que detestaba muchísimo el calor, eso ya significaba demasiado tiempo.
 
Mi madre me había sacado temprano de la cama porque quería que la acompañara al mercadillo para comprar algunas frutas frescas. Tal vez si había algo que odiaba más que el calor insufrible, era levantarme temprano. Pero ella sabía cómo jugar sucio y me había hecho prometerle la acompañaría. Yo nunca rompía mis promesas. 

Cuando regresábamos, vi el camión de la mudanza estacionado frente a aquella casa vieja y medio destartalada que llevaba vacía desde hacía meses. Admito que sentí mucha curiosidad por saber quiénes habían sido los valientes que decidieron mudarse allí; la gente solía decir muchas cosas sobre esa casa, y aunque casi nadie sabía cuál de todas era cierta, el rumor popular era que aquel lugar estaba habitado por fantasmas. Sin embargo, aquello no pareció afectar demasiado a los recién llegados —o tal vez los rumores no habían llegado hasta ellos—, yo solo esperaba que no salieran huyendo como solía pasar en las películas de terror yankees. 

—Hay que saludar a los nuevos vecinos y preguntarles si necesitan algo. —Mi madre me habló desde la cocina, mientras sacaba las frutas de las bolsas plásticas y las metía dentro del lavabo para enjuagarlas.

Me había tumbado en el sofá, con el ventilador en la cara. El calor me tenía bastante picoso, y de solo pensar en la cordialidad exagerada de mi madre y que encima quisiera arrastrarme con ella solo hizo que mi humor empeorara. 

—Nop, olvídalo —dije a secas, acercando el ventilador con el pie. 

—No seas tan anti, Elías. Van a ser nuestros vecinos. 

—Ajá, déjame adivinar: ¿nunca voy a saber cuándo voy a necesitar una taza de azúcar o algo por el estilo?

Escuché a mi madre soltar un resoplido desde la cocina, luego sus pasos zapateando en las baldosas que cada mañana lustraba con tanto esmero. Se paró frente a mí con un repasador en las manos; tenía esa expresión en su rostro que solía poner cuando yo me ponía picoso y ella no tenía ganas de lidiar con mi adolescencia. Yo la conocía bien, y en ocasiones me gustaba hacerla enojar. 

—Yo no crié a un maleducado, ¿qué te cuesta acompañarme? me da vergüenza plantarme yo sola en la puerta de su casa, además, me gusta que te conozcan para que sepan que no eres ningún malandro.

—¿Tengo pinta de malandro? —pregunté, fingiendo indignación. 

Ella me lanzó el repasador con el que se estaba secando las manos, luego refunfuñó otra vez. 

—Voy a preparar una tarta de manzana y cuando baje el sol los voy a saludar, y tú me vas a acompañar, o te olvidas de pedirme cualquier otra cosa.

—Tú eres quien me pide cosas a mí todo el tiempo, mamá. 

Y de nuevo vi esa mirada. No abrió la boca, pero me lo dijo todo, y yo no era 
ningún tonto. Sabía cuando debía callarme. 

Esa tarde, me metí a la ducha por cuarta vez en el día, y a pesar de que me había bañado con agua fría, comencé a sudar inmediatamente después de haber salido de bañarme. 
Detestaba el calor.

Detestaba la idea de tener que acompañar a mi madre a saludar a los nuevos vecinos, pero mi parte curiosa me animó a ir, más que nada para conocer esa casa por dentro. 

En un abrir y cerrar de ojos, ya nos encontrábamos en la puerta de la casona. Sentí el aroma a tarta de manzana de mi madre y por un momento se me cruzó por la cabeza la idea de robársela y salir huyendo, pero sabía que eso iba a significar una muerte segura. 

Tocamos la puerta apenas dos veces, y una mujer salió a recibirnos. Tenía un tono de voz muy dulce y suave, su forma de vestir me recordó a las mamás de las películas yankees. Sí, tengo una obsesión por las películas yankees, es como una especie de amor-odio que no me permite dejar de verlas. 

Mi madre nos presentó, les dio la bienvenida, luego les ofreció la tarta. Yo solo me quedé parado allí con una sonrisa un tanto robótica que se borró inmediatamente cuando mi madre me hizo un gesto. Ella se esforzaba por que yo fuera alguien sociable, pero simplemente no me salía, no me gustaba relacionarme con la gente porque siempre llegaba ese momento incómodo en el que no sabía qué más decir. 

La mujer nos invitó a pasar, disculpándose por el desorden. Había cajas a medio vaciar en el suelo y sobre la mesa del comedor. Algunos muebles cubiertos con sábanas y un par de bolsas de compras encima de la mesada de la cocina.

—Con mi esposo tenemos la idea de comenzar a remodelarla cuanto antes —comentó la mujer a mi madre—. Siempre nos gustaron las casas antiguas, y cuando nos ofrecieron esta supimos de inmediato que era nuestra oportunidad para cumplir nuestro sueño. Además el barrio es precioso, y tenemos la escuela cerca. 

—¿Tienen hijos?

Yo pensé la pregunta, mi madre la dijo. 

—Sí, Samuel. Tiene quince años. 

—¡Igual que Elías! —exclamó mamá. 

Yo solo asentí, tensando los labios en algo que quiso parecerse a una sonrisa. Leí las intenciones de mamá de inmediato, ella siempre estaba buscándome amigos, como si yo fuera un ser incapaz de establecer relaciones con otras personas. Ella de verdad creía que yo era alguien asocial, y en ocasiones se preocupaba demasiado por mi vida, alegando que no estaba disfrutando lo suficiente de mi juventud.
Supongo que siempre fui bastante exigente y selectivo con mis amistades; tanto, que ni siquiera tenía amigos de verdad. Pero tampoco era algo que me mortificara. A veces pensaba en ello y me preocupaba que hubiese algo mal conmigo, pero al final, llegaba a la conclusión de que los adolescentes son demasiado básicos y su forma de ser es muy distinta a la mía. Mamá siempre me dice que es una cuestión de crianza, y en eso sí que estamos muy de acuerdo.

Mientras mi madre y la vecina charloteaban sobre las cuestiones del barrio y los arreglos que planeaban hacer, me dediqué a mirar a detalle la vieja casona. A decir verdad se veía mucho peor por fuera, pero no estaba tan mal en el interior.
Nada que algunas reparaciones no pudieran solucionar. 

Dirigí la vista hacia el ventanal que daba al patio trasero —que estaba lindero a mi casa— y allí fue cuando lo vi. Estaba sentado de espaldas sobre una banqueta de madera bastante estropeada. Llevaba algo en una de sus manos, pero no alcancé a ver con claridad, supuse que era un libro o algo por el estilo. 

Durante todo el rato que estuve allí, apenas lo vi moverse. Mientras más lo miraba, más curiosidad tenía; ¿cómo era posible que una persona pudiera permanecer tanto tiempo quieta en un mismo lugar? Entonces, mi cabeza comenzó a especular toda clase de cosas espeluznantes. ¿Y si estaba viendo un fantasma? Tal vez el antiguo dueño de la casa. ¿Alguien más lo podría ver? ¿Debería decir algo o guardarme aquella experiencia paranormal para mí? De seguro nadie me iba a creer. 
Sentí una mano sobre mi hombro y no pude evitar dar un respingo. Mi madre levantó una ceja y me miró con esa expresión otra vez. 

—Elías, ¿qué te pasa? 

—Nada, perdón, me distraje pensando en… cosas. 

La mujer me sonrió, mientras extendía su mano para saludarme.

—Te decía, que fue un placer conocerte y que espero que tú y mi hijo puedan ser buenos amigos.

—Sí, lo mismo digo. —Extendí la mano a modo de saludo, luego nos fuimos.

Mi madre no dijo una sola palabra hasta que llegamos.

—Había algo raro en esa casa —dije con tono de voz paranóico. 

—Ay, no, Elías, no empieces con tus cosas. Elízabeth es muy dulce y amable. 

—No, no es por ella. 

Papá, que había llegado de trabajar y se puso a hacer la cena, se asomó desde la cocina para escuchar la conversación. Él se divertía un montón cuando yo me ponía paranóico porque sabía que era la persona más asustadiza del mundo. 

—¿Entonces? No me digas que viste un fantasma, es lo último que te falta.

De solo escuchar aquella palabra, se me puso la piel de gallina.

—Había alguien sentado en el patio trasero. Estaba de espaldas al ventanal.

Mi madre solo entornó los ojos y se marchó a la cocina, refunfuñando. 

Entonces, supe que debía sacarme la duda para no quedar como un loco, así que subí hasta mi habitación con el teléfono en la mano, listo para grabar cualquier tipo de actividad paranormal, pero todo lo que vi fue la vieja banqueta de madera vacía en medio del patio. 

Puedo decir que mi parte masoquista se decepcionó un poco. Mi vida siempre fue una lucha constante contra mis padres para demostrarles que tenía un especie de don para ver fantasmas. Aunque nunca logré conseguir una prueba contundente, tampoco perdía las esperanzas. 

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