LO QUE ERES

By MurielMoens

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Jonás ha decidido dar un cambio en su vida. Después de muchos años preocupado por encontrar su lugar, ahora s... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3 (reparado)
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
-3
-2
-1

Capítulo 12

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By MurielMoens


"Vente a casa para que podamos hablar. Ni se te ocurra largarte."

Jonás llevaba más de media hora pedaleando cuando leyó el mensaje. Había frenado en seco delante de un semáforo y allí fue donde aprovechó para sacar el móvil, intrigado por ver quién le estaba llamando continuamente.

Con la respiración agitada por el esfuerzo, vio que tenía cinco llamadas perdidas de Raoul, dos de Ago y ninguna de Miki. Releyó el mensaje del director del colegio y volvió a guardar el móvil. Todavía estaba demasiado enfadado y dolido. Necesitaba calmarse antes de enfrentarse a ellos.

El semáforo se puso en verde y el teléfono volvió a sonar. Soltando una maldición, giró hacia la derecha en dirección al chalé.

—¿Qué? —exclamó cuando entró a la cocina.

Ago lo miró de arriba abajo, como si fuera capaz de apreciar, con un solo vistazo, su estado de ánimo.

—Jonás, no vayas por ahí —le dijo—. No puedes hacer las cosas así por mucho que te apetezca. Raoul te ha ayudado a no meterte en un problema gordo.

Los ojos de Jonás se convirtieron en un par de rendijas. A él le importaba muy poco "meterse en problemas gordos". En lo único en lo que podía pensar era en Carlota, en su madre y en cómo la vio llevársela.

—¿Y qué? ¿Y qué? ¡Como si yo no supiera salir de los problemas gordos! Además, ¿a qué viene que te metas en esto ahora? ¡Si nunca dices nada! ¡Si no me has dado tu puta opinión ni una sola vez! ¡No has querido saber nada del tema! ¡No me vengas ahora con cuentos!

Raoul se separó de la encimera en la que estaba apoyado. Por la expresión, parecía que tampoco se le había pasado el enfado del colegio.

—Oye, ya. Cálmate un poquito. No puedes ir agrediendo a todo el mundo solo porque estés inseguro o resentido. Las cosas no van así.

—¡No estoy ni inseguro ni resentido! —exclamó, quitándose a manotazos el abrigo y dejándolo encima de una silla—. ¡Estoy de mala hostia! ¡Que se la llevaba a rastras! ¿Pero qué os pasa? ¿No os importan los críos que tenéis en el colegio? ¿No os importa lo que les pase?

Estaba de muy mala hostia, sí. Y todavía se encendía más al ver a ambos maestros observarlo con esa expresión de "habrá que esperar a que se le pase la rabieta". Fue hacia el armario de los vasos, y estaba cogiendo uno cuando escuchó a Raoul.

—No, Jonás. Claro que no nos importan los niños. Por eso no tenemos tres en casa. Por eso no nos preocupamos por vosotros como si fuerais nuestros.

Así de fácil se deshacía un argumento.

Con mucho más cuidado del que empleó en abrir la puerta del estante, Jonás la volvió a cerrar. Pasó por delante de Raoul aunque no tuvo valor para mirarlo. Se dirigió hacia el grifo, bebió y permaneció allí de pie, concentrado en el viaje que hacían las gotas a través del fregadero hasta llegar al desagüe.

—Jonás —dijo Ago después de unos minutos en los que nadie habló—. Aunque no lo parezca, te entiendo perfectamente. No te puedes imaginar cuánto. Pero también te digo por experiencia que se pueden perder muchas cosas si te obcecas en ver solo tu punto de vista.

A Jonás siempre le había llamado muchísimo la atención la calma con la que hablaba su antiguo maestro. Quizá era ese acento que no se le había ido del todo, quizá el que su tono distara mucho del volumen elevado que se empleaba en el norte, pero lo cierto era que, de alguna manera, la mayoría de las veces lograba tranquilizarlo.

—¿Y qué tenía que haber hecho? —murmuró—. ¿Dejarla ir?

—Era una madre gritando a su hija —contestó Raoul—. Eso pasa más a menudo de lo que queremos. ¿No está bien? No, no lo está. ¿Es la peor forma de hacer las cosas con tu hijo? Pues sí, pero no es un motivo suficiente para denunciar o para no dejar que se lleve a Carlota.

Jonás asintió, todavía empecinado en mirar el fregadero. Tras un par de minutos de silencio reflexivo, caminó hasta alcanzar su abrigo y buscó el paquete de tabaco. Salió a la terraza sin decir nada más.

Después, sentado frente a la mesa, pensó que todo se le estaba yendo de las manos. Que el asunto de Carlota lo superaba. Y que Raoul volvía a tener razón porque, una vez más, no había actuado bien. Sin querer restarse culpa, tuvo que admitir que no se había parado a pensar. Fue una reacción instintiva: sintió que tenía que proteger a la niña y lo hizo sin valorar las consecuencias.

—¿Has hablado con Miki?

Jonás se giró hacia la voz de Raoul. No le había oído salir. Los dos maestros estaban de pie, delante de la puerta de cristal y parecía que seguían preocupados.

—No.

—¿Y a qué esperas?

—No quiero —respondió antes de dar una calada.

Raoul se sentó a su lado. Ago ya lo había hecho frente a él.

—No quieres porque te da vergüenza. Porque sabes que lo has tratado fatal.

—No me importa —indicó.

Era incapaz de enfrentarse a ese tema. Ya estaba suficientemente jodido por lo de Carlota, si comenzaba a hablar de Miki se echaría a llorar.

—¿No te importa haberle gritado y soltado esas burradas?

—¡Joder! —Jonás encaró a Raoul. Estaba hasta la polla de sus exigencias—. ¡No sé hablar de otra manera!

—Sí, Jonás. Sí que sabes.

Y también se le unía Ago. ¿Por qué cojones no lo dejaban fumar en paz?

—¡Que no! ¡Os juro que no sé!

—Pues entonces tendrás que aprender —le advirtió Raoul de forma contundente. Miró a Ago un segundo y, como al hacerlo no debió de notar ningún gesto raro, continuó—: Escucha Jonás, nosotros vamos a perdonártelo siempre todo, siempre vamos a estar aquí para ti. Pero otras personas igual se cansan. No puedes encenderte, montar un cristo y arreglarlo luego con una disculpa. La primera vale, la segunda también... Pero llega un momento en el que la gente se harta y, a veces, ya no hay marcha atrás. Escríbele ahora, no dejes pasar más tiempo que luego la bola solo se hace más grande.

Dando una nueva calada a su cigarro, Jonás se debatió entre hacer caso al consejo de Raoul o simplemente dejarlo correr. En realidad, casi había esperado que Miki apareciera por casa con alguna disculpa, y que después tratara de hablar con él. Miki siempre hacía eso: aguantar sus arranques, esperar a que se calmara y relajar el ambiente con alguna broma que demostraba a Jonás que la discusión no había tenido consecuencias. Pero esa vez Jonás se había pasado de la raya, Miki no había dado el primer paso y por eso Jonás se encontraba en ese estado de nervios.

Durante un segundo, recordó la cara de preocupación de Miki. Y no quiso recordar, aunque le venía a la mente una y otra vez, las palabras hirientes con las que él le había respondido. Le había echado en cara defectos que no lo eran, le había despreciado a gritos delante de su director. Sí, no quería hablarle porque se moría de la vergüenza.

Apagó el cigarro. Sacó el móvil. Esperó que no fuera demasiado tarde, que Miki no se hubiera hartado de él.

"Miki, lo siento. Me puse muy nervioso. ¿Hablamos mañana en clase? No pensaba lo que dije."

Dejando el teléfono en la mesa y deseando con todas sus fuerzas que ese mensaje sirviera de algo, levantó la vista hacia los maestros.

—Ya.

Ago sonrió.

—Bien —le dijo—. Ya verás que no...

Se interrumpió al escuchar el pitido del móvil de Jonás. Él lo cogió a toda velocidad pero, de repente, tuvo miedo a encender la pantalla. Miró una vez más a Ago, que le animó con un gesto. Jonás deslizó el dedo y, al comenzar a leer, sintió que se le caía el mundo encima.

"Hola, oye, no voy a poder ir a dar clase mañana y como el viernes me marcho, el jueves voy a estar muy ocupado. Repasa todo lo que hemos dado este tiempo y a la vuelta seguimos. Buenas vacaciones. No te preocupes por lo de hoy."

Jonás releyó el mensaje un par de veces antes de volver a posar el teléfono en la mesa. Sacó de nuevo el paquete de tabaco, lo miró con desgana y lo guardó. Por su cabeza se sucedieron las imágenes del sábado por la noche, el despertar del domingo con Miki abrazado a sus pies, los juegos con Guille y Amanda... Aquellas frases en la que se atrevieron a confesar que se habían echado de menos.

—Estuvimos tan bien el finde... —murmuró, y su voz sonó lúgubre hasta para él.

No vio la reacción a sus palabras. Con la cabeza gacha y los hombros hundidos en la silla, concentrado en aquellos recuerdos, le pasó totalmente desapercibida la mirada que intercambiaron Raoul y Agoney.

—Jonás... —Ago esperó a que el chico levantara la cabeza—: Tú estás enamorado de Miki, ¿verdad?

Callado, Jonás desvió los ojos a algún punto del jardín. Esa respuesta fue suficiente para Ago.

—Me jode por la vida tener que decirte esto —explicó con un cuidado extremo—, pero Miki tiene novia y lo más probable es que nunca pase nada con él. ¿Eres consciente de eso?

Jonás no pareció inmutarse. De hecho, tardó bastante rato en volver a hablar y cuando lo hizo, apenas fue un murmullo.

—Me dijo que también le gustaban los chicos...

—Jonás...

Al sentir la lastima en la voz de Ago, Jonás se revolvió. Alzó los ojos y le miró con determinación.

—Da igual, ya la he cagado. Ya no me va a querer ni como amigo.

—¿Puedes ser solo su amigo, Jonás?

Jonás giró la cabeza de golpe. Raoul acababa de poner en palabras la pregunta que llevaba repitiéndose desde hacía meses. Sintió que un miedo atroz le devoraba, encogiéndole el estómago, haciéndole sudar.

—No, no... no me digas que es mejor que no lo vea. Cuando no lo vi lo pasé fatal. Quiero ser su amigo. Nunca he tenido un amigo así.

Quizá se estaba engañando, le importaba una mierda si lo hacía. Esa era la conclusión a la que había llegado y le servía como excusa para no tener que hacer el esfuerzo sobrehumano de alejarse de Miki una vez más.

Raoul debió de comprender la angustia de Jonás, porque se apresuró a sacudir la cabeza.

—No, yo no te voy a decir que no lo veas y me parece genial que sea tan buen amigo tuyo —le dijo—. Solo te pido que cuando estés mal, hables con nosotros. No esperes a reventar, Jonás. Siempre vamos a estar de tu lado.

***

Raoul llevaba ya demasiados años formando parte de un equipo directivo como para preocuparse por mantener una conversación con unos padres enfadados. No obstante, ese día todo era muy diferente: Jonás estaba implicado en el asunto y podía salir mal parado si él no lo resolvía de la manera más adecuada.

Las dos últimas noches no había dormido bien. A pesar de que se lo había pedido, la familia de Carlota no había acudido el martes al despacho, y tuvo que esperar hasta la una del día siguiente para saber qué era lo que esperaban hacer.

Le dijo a Aitana que estuviera presente en la entrevista. Ella era más perceptiva y resuelta que él y eso lo ayudaba a tranquilizarse.

—Lo único que hace es preocuparse por los niños —volvió a repetir Raoul después de una hora de escuchar una y otra vez los detalles de la escena del lunes—. Sé que sus formas no fueron las correctas, pero tendría que estar tranquila viendo que alguien vela tanto por la seguridad del alumnado.

—¡Pero que no me la quería dar! —La madre de Carlota había acudido sola. No obstante, Raoul notó pronto que no necesitaba ninguna ayuda extra para exigir que echaran a Jonás.

—Se puso un poco nervioso dada la situación, es cierto —concedió Aitana—. Pero su única intención era esperar unos minutos a que la niña se calmara. Por supuesto que tenía intención de devolvérsela.

La ceja de la madre se alzó con incredulidad. La de Raoul también, al ver la capacidad de Aitana para mentir.

—Ya. —La mujer se dirigió de nuevo a Raoul, que había cambiado el gesto rápidamente y volvía a lucir su expresión más serena—. ¿Esta es la respuesta que se va a dar desde el centro?

Raoul asintió.

—Sí. Ya hemos hablado con él y se le ha dicho que no se consentirá otro comportamiento igual. Él lo ha entendido y sabe que no actuó bien. Jonás jamás ha tratado mal a un alumno, al contrario, ya le digo que ellos son su máxima preocupación.

A Raoul le había parecido poco inteligente sacar a relucir el tema de los gritos y los tirones a Carlota. Por ello, se centró simplemente en defender la actitud de Jonás. No quería que se sintiera juzgada porque eso la pondría más a la defensiva, si era posible.

La madre agarró su bolso y se levantó.

—Pues según me han dicho, ya se han dado comportamientos iguales. —De pie, en medio del despacho, pareció esperar la reacción a sus palabras y no debió de quedar defraudada al ver las caras de extrañeza que exhibieron tanto Raoul como Aitana.

—¿Cómo?

—Eso no es verdad —aseguró la jefa de estudios.

La mujer encogió los hombros. Se la notaba más que satisfecha.

—No sé, igual tendríais que enteraros un poco de quién trabaja en este centro. Tomaremos las medidas oportunas.

Y diciendo aquello, dio media vuelta y se fue, dejando a Raoul y a Aitana perplejos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó esta última cuando pudo reaccionar.

—No lo sé —respondió Raoul—. Voy a llamar a Ago. ¿Han acabado las clases?

Aitana asintió y Raoul salió por la puerta en busca de su novio. Lo encontró en el gimnasio, charlando tranquilamente con Ricky. Como quería que escucharan también la versión de Aitana, les pidió que le acompañaran de regreso al despacho. Ambos lo hicieron sin vacilar.

—¿Qué pasa? —preguntó Ago nada más entrar.

Entre Raoul y Aitana les pusieron al corriente de la situación sin obviar ningún detalle. Ago permanecía de pie, apoyado en la pared, escuchando con atención. Su rostro iba enrojeciendo por segundos. Ricky, repantingado en la silla, balanceaba la pierna que había colocado encima del reposabrazos mientras los otros acababan de contar lo sucedido.

—Ha sido el hijo de puta de Manuel —aseguró cuando finalizaron.

—Sí, sí ha sido —reafirmó Ago—. Ha tardado medio segundo en hablar con los padres ese cabrón.

—¿Qué decís? —Raoul los miraba asombrado y no porque pensara que Manuel no era capaz de hacer algo así, si no por la seguridad que mostraban al culparlo.

—¿No te acuerdas del año pasado? ¿El día que Jonás se puso hecho una fiera con él?

—Joder... —murmuró Aitana—. ¿Pero Manuel habla con los padres de infantil?

—Manuel habla con todos —replicó Ricky—. Sean de su clase o no. Va de buen rollo por el patio y siempre le veo de risas con unos y con otros. Igual que el año pasado.

—Se vende, cuenta sus metodologías, sus historias y luego las familias hablan maravillas de él y piensan que es un tío superinnovador.

Agoney sonó asqueado. Raoul sabía de sobra que no soportaba a Manuel, pero en ese momento se dio cuenta de hasta qué punto lo hacía.

—Sobresalientes a todos y para qué queremos más —dijo Ricky.

—Y contando mierdas de los que no le bailamos el agua —finalizó Ago—. Voy a acabar dándole una paliza.

Raoul, que estaba repasando las notas que había escrito durante la reunión, levantó la vista para clavarla en él.

—Yo voy detrás —afirmó Ricky.

Aitana meneó la cabeza.

—Eso, los tíos todo lo solucionáis a hostias. ¿Podemos pensar qué vamos a hacer sin tonterías de machitos?

—¿Entonces las hostias las descartamos? —le dijo Ricky con ironía.

Su amiga le enseñó un dedo en particular y se giró hacia los otros. Raoul, desde su escritorio, la miró alzando los hombros.

—A ver qué pasa a la vuelta. Yo espero que los padres de Carlota se tranquilicen, lo bueno es que tienen diez días para calmarse.

—Joder, a Jonás no le sale nada bien —suspiró Aitana—, es que a veces lo pienso y me pongo enferma.

Ricky tardó un segundo en levantarse para abrazarla por detrás de la silla.

—Pues no te pongas enferma, Aiti —la trató de animar—. Es nuestro chico. Vamos a estar a muerte con él.

***

Jonás entendía a la perfección los consejos de Ago y de Raoul. Es más, estaba de acuerdo con ellos. Lo jodido era aplicarlo después de la excusa de Miki y de escuchar el resumen de la conversación que Raoul había mantenido con los padres de Carlota. En el colegio la gente estaba empezando a mirarlo mal, lo notaba claramente. Miki había desaparecido del mapa y él no se atrevía a escribirle de nuevo. Jonás pasaba las noches en vela, y cuando al fin conseguía echar una cabezada, sus sueños se plagaban de imágenes angustiosas en las que se veía dando vueltas en un garaje tratando de encontrar la salida, sabiendo que buscaba a alguien pero sin ser capaz de descubrir a quién.

Todo aquello lo tenía revuelto y angustiado. Por eso, el jueves por la mañana solo deseaba que acabase el día sin más sobresaltos, que comenzaran las vacaciones y que él pudiera pasarse casi dos semanas encerrado en su habitación escuchando música con el volumen al máximo.

José, sin embargo, debía de tener otros planes para él, porque ya llevaba un buen rato despotricando de todo lo imaginable con la clara intención de volverlo loco.

—Estoy hasta la polla de este curro —protestaba a su lado—. Este gilipollas no para de mandar. Es que le gusta tener esclavos al muy cabrón. A los gitanos nos tratan como mierda, Jonás. Mira el cuidado que pone para hablar con los albañiles. Le deben de gustar blanquitos.

—José. —Jonás se notaba al límite—. Llevo una semana de mierda. No tengo el día para aguantar gilipolleces.

—¿Qué semana de mierda vas a llevar si vives entre ricos? Solo estoy diciendo que me trata peor que al resto.

Jonás meneó la cabeza. Miró más allá de su hermano para ver si Kibo los estaba escuchando, pero parecía concentrado en colocar escayola en el techo del pasillo.

—No te trata peor —replicó entonces entre dientes—. Te trata incluso mejor, que llegas tarde cuando te sale de las pelotas y nunca te dice nada.

—¿Quieres dejar de defenderlo? ¡Joder, menudo gilipollas siempre de parte del jefe!

—¡Pero que te ha dado curro cuando no tenías ni puta idea de trabajar! —Seguía barriendo el suelo de una de las habitaciones para mantener las manos ocupadas—. ¿Qué quieres? ¿Que te ponga a dibujar los putos planos?

—¿A ti no te jode estar todo el día de recadero? ¿Puedes dejar de ser tan lameculos?

Y José lo consiguió por fin. Jonás se giró hecho una fiera.

—¡¿Pero serás imbécil?! ¡Nos están enseñando el curro, subnormal! —apartó a su hermano con el codo y se puso a barrer de nuevo.

José lo miró con rabia.

—¡Vete a tomar por el culo, Jonás! —gritó—. ¡Eres un mierdas! Te crees mejor que yo, ¿eh? ¡A ti lo que te pasa es que te gusta comértelas a pares!

Jonás tiró la escoba al suelo. Iba a darle un puñetazo. Iba a partirle la cara y le daba igual si su mala hostia hartaba a los demás. El que estaba harto era él.

—José.

La voz de Kibo se interpuso entre los dos hermanos. Jonás levantó la vista para mirar a su jefe, José continuó con los ojos clavados en él.

—¡José! —exclamó Kibo de nuevo.

El grito hizo que José se girara, pero no logró asustarlo. Al contrario, todavía lo encendió más.

—¿Qué? ¿Qué coño quieres? ¿No ves que estoy hablando con mi hermano? ¡Me tenéis hasta la polla entre todos!

—¡Ven aquí!

—¡Joder! ¿Qué pasa?—José se alejó de Jonás a grandes zancadas. Cuando llegó a la escalera donde lo esperaba Kibo, se giró otra vez—. ¡Deja de mirarme, Jonás, que te juro que te doy una hostia!

Hizo el intento de avanzar hacia él, pero Kibo lo frenó agarrándolo por la camiseta.

—¡Eh! Haz el favor de calmarte.

—¡Tú no me toques! —aulló José revolviéndose—. ¡Puto maricón de mierda!

—¡Que te calmes!

Jonás miraba toda la escena sin creer lo que estaba sucediendo. Vio a José sacudirse de nuevo y a Kibo volver a agarrarlo.

Echó a correr.

—¡José, déjalo!

—¡Que no me toques! —gritó José sin restos de control y, de otra sacudida, empujó la escalera y a Kibo con ella.

—¡Kibo!

Jonás apartó la escalera con manos temblorosas y se agachó sobre el cuerpo de su jefe. Kibo emitió un quejido. Trató de incorporarse pero la mano le falló.

—¡Joder, José! ¿Qué has hecho? —gritó Jonás frenético—. Kibo, ¿qué pasa?

Un par de albañiles que trabajaban en esa planta se acercaron a mirar. Kibo logró incorporarse y negó con la cabeza para que se fueran.

—Ya, no pasa nada. Estoy bien. —Dio un par de pasos mientras se tocaba el hombro. Se topó con José y lo empujó—. ¡Ah, joder! —gritó dolorido—. ¡Aparta de aquí! ¡Lárgate! ¡No te quiero ver delante!

El movimiento lo había dejado pálido y encogido sobre su cuerpo. Jonás se asustó.

—¿Qué te pasa? ¡Kibo! ¿Qué te pasa?

Kibo se apoyó en una pared. Tenía el rostro crispado. Sujetaba la muñeca derecha contra su pecho.

—Voy a tener que ir al hospital.

Jonás fue hacia él, sus ojos rastreaban el cuerpo de Kibo en busca de alguna señal que le dijera lo que pasaba.

—¿Por qué?

Exhalando e inhalando con fuerza, Kibo cerró los ojos. Debía de sufrir un dolor de cojones, porque apenas podía hablar.

—Llama a un taxi. Acompáñame.

Corrió a hacer lo que le decía. Fue a la habitación donde había dejado el móvil y marcó rápidamente el teléfono de la empresa de taxis de la ciudad. Cuando volvió, todavía hablando con ellos, reparó en que José no estaba. No se había dado cuenta del momento en el que se había ido. Colgó y miró a su jefe. De repente, el peso de lo que había ocurrido cayó sobre él.

—Joder, Kibo, lo siento muchísimo, yo no sé..

—Oye, ni se te ocurra —contestó Kibo tratando de abrir los ojos. Su voz sonaba forzada, todavía no le había vuelto el color a la cara—. Tú no tienes la culpa de que tu hermano sea gilipollas. Esta bien, solo es una escayola, Jonás. Ya me he roto cosas antes. Llama a Ricardo, anda... O mejor, déjame el teléfono, lo llamo yo. No quiero que se preocupe si no me oye.

***

—Bueno, menos mal que me tiene a mí para hacerle las pajas.

Jonás guardó el móvil en el bolsillo y miró de reojo a Ricky, que en ese momento trataba de estirar las piernas en el hueco minúsculo que separaba las dos filas de sillas que había en la sala de espera de urgencias.

—No hace falta que te pongas sarcástico —le dijo Ago—. Puedes estar preocupado, Ricky Ri.

—No es sarcasmo, es alegría —comentó su amigo con una mueca—. Ahora mismo estoy muy feliz porque no haya sido más que la muñeca.

Ya llevaban más de tres horas en el hospital. Kibo había aprovechado para llamar otra vez a Ricky mientras esperaba a que le hicieran más radiografías, aunque le había dicho a su novio que parecía que se iba a quedar solo en esa rotura.

Jonás había respirado tranquilo cuando Ricky les explicó pero, aun así, los nervios continuaban oprimiendo su estómago. Podía haber caído peor, podía haberse dado un golpe en la cabeza. Todavía no era capaz a creerse lo que había hecho su hermano, la rabia con la que había empujado a Kibo.

Sin embargo, lo que más le angustiaba era la culpa. No debería haber saltado así. Si no se hubiera puesto como un bestia, José no habría llegado a esos extremos.

—De verdad que lo siento, si no hubiera contr...

—Eh, eh, eh... para ya —lo cortó Ricky—. ¡Y deja de disculparte, joder! Kibo contrató a tu hermano porque quiso, no porque tú se lo pidieras. Yo le dije que no lo hiciera y pasó de mí. No ibas a convencerlo tú, que ni siquiera te lo follas. No pases mal rato por eso.

—Ya, pero...

—Jonás. —Ricky alzó tanto la voz que un par de ancianas se giraron para regañarlo con la mirada—. No tienes la culpa de todos los males del mundo —siguió en un tono más propio de una sala de urgencias—. Olvídate de eso, anda.

Le dio un apretón cariñoso en el muslo y comenzó a hablar con Ago de algo del colegio a lo que Jonás no prestó atención.

Él seguía convencido de que su mala hostia había sido la causante del accidente. La misma mala hostia que había provocado que Miki se enfadara y decidiera no darle clase o que Raoul tuviera que lidiar con una familia bastante poderosa solo por defenderlo a él.

De repente, lo vio todo muy claro.

Había llegado el momento de aprender a sobrellevar las frustraciones de otra forma. Y de aprender también que haber vivido malas experiencias no le daba impunidad para actuar como un macarra. Y que tenía que solucionar las cosas con Miki y no bastaba con un mensaje de móvil.

Cuando alguien hacía una gilipollez, debía de ser capaz de asumirlo y rectificar. Y si él era tan valiente como para gritar a un chico en medio del pasillo de su trabajo, ahora le iba a tocar joderse, tragarse la vergüenza, y ser valiente también para pedir perdón. Durante la semana había decidido que era mejor esperar a la vuelta de las vacaciones; después de lo de Kibo, se daba cuenta de que no. Necesitaba sacarse de encima la angustia que le generaba el saber que Miki no quería verlo. Y eso solo podía hacerlo hablando con él.

—¿Os importa si me voy un momento?

Ricky y Ago dejaron de charlar.

—Claro, no te preocupes —le dijo Ago—. Yo te llamo con lo que digan.

—No, vuelvo ahora —aseguró—, pero es que tengo que hacer una cosa.

—Tranquilo, Jonás.

Jonás cogió un taxi para llegar a su casa. Desde allí, sin entrar siquiera a beber o comer algo rápido, se fue en bici hasta la de Miki.

Igual estaba haciendo una locura, igual Miki lo mandaba definitivamente a la mierda, pero sentía que no iba a dormir tranquilo hasta que no comenzara a hacer las cosas bien. El cargo de conciencia que tenía por todo lo estaba asfixiando. Necesitaba redimirse de alguna manera y Miki era una buena forma de empezar.

No obstante, cuando se plantó delante de la verja poblada de setos que ocultaba el chalé de su profesor, toda la valentía desapareció como por arte de magia. No sabía si se había marchado ya al pueblo de su novia. A lo mejor llamaba al timbre y respondía la bruja esa que tenía por madre.

Sin saber muy bien qué hacer, barajó distintas posibilidades aunque ninguna de ellas lo convenció. Apoyó las manos en las caderas y se enfrentó a la reja que lo separaba de Miki. Lo primero, se dijo, era confirmar que estaba en casa así que, en un alarde de inteligencia, se subió al hormigón que sujetaba las rejas al suelo para tratar de husmear el interior del jardín. Si veía su coche, llamaría al timbre, si no, se tendría que joder y esperar a la vuelta de las vacaciones.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí agarrado, cuando el sonido de una puerta hizo que girara la cabeza.

—¿Qué haces?

Jonás se bajó del murete. También se sacudió las hojas que se le habían enganchado a la ropa y al pelo.

—Miraba a ver si estaba tu coche.

Miki se apoyó en el marco de hierro y cruzó los brazos.

—Mi madre vio el principio de una cabeza y casi llama a la Policía.

Sacudiéndose el pelo un poco más, Jonás pensó que últimamente todos lo querían mandar al calabozo.

—Estos arbustos están muy altos.

—¿Por qué no has llamado?

—Me quedé sin batería.

—Al timbre.

—Ah... —Encogió los hombros—. No sé.

—¿Vienes de trabajar?

Jonás arrugó el entrecejo. ¿Por qué lo sabía?

—No. —Vio a Miki repasar su aspecto, se miró a sí mismo y reparó en que seguía llevando la ropa del curro—. Bueno, sí. Ha sido un día largo.

Joder, y seguro que también tenía el pelo lleno de polvo. Volvió a sacudirlo mientras se regañaba por ser tan tonto como para no haberse mirado en un puto espejo.

—Bueno, dime.

Jonás levantó los ojos; Miki nunca era así de tajante. Se olvidó de su pelo y comenzó a rasparse las pieles secas de sus pulgares.

—Sé que estás cabreadísimo conmigo por lo del otro día, pero de verdad que lo que ponía en el mensaje era cierto, no pensaba lo que decía. —Tomó aire—. Lo siento mucho, de verdad... Mis arranques de mala hostia... —musitó—. Tengo que aprender a controlarlos...

—No te preocupes.

Miki intentó tranquilizarlo con un amago de sonrisa que no llegó a iluminar su cara.

—No, no digas eso —insistió—. No hagas como que no pasa nada.

—Bueno... —respondió Miki llevándose las manos a los bolsillos—, no es que no tengas razón. Es verdad que no sé decir que no.

De pronto, Jonás sintió unas ganas tremendas de zarandearlo. Ese Miki sin ánimo le estaba poniendo nervioso y no sabía cómo hacerlo reaccionar. Dio un par de pasos hacia él.

—No se trata de eso, Miki, se trata de cómo digo las cosas. La gente va a acabar harta y es normal.

Cruzando los brazos sobre el pecho, Miki apartó la mirada y suspiró. A Jonás le pasó un pensamiento fugaz por la mente: que acababa de dar en el clavo y Miki ya se había hartado de él. Sin embargo, eso no cuadraba con la expresión de su rostro. No parecía enfadado ni dolido, parecía... triste.

—Jonás... —Miki lo miró de nuevo y sí, definitivamente estaba triste—. El lunes estabas en tu peor momento y creíste que nadie te estaba defendiendo ni apoyando. Me pareció bastante normal tu comportamiento.

—¿Y entonces por qué no me quisiste dar clase? —preguntó sin comprender.

—Porque...

—¿Miguel, quién es?

Miki miró hacia el interior.

—Es...

No le dio tiempo a seguir hablando. Su madre decidió salir a la calle para averiguarlo ella solita.

—Ah, eres tú... —resopló cuando vio de quién se trataba.

Jonás, sin rastro de ganas, hizo amago de saludar, pero se quedó paralizado al ver a Miki saltar como si lo hubieran pinchado:

—¡Mamá! ¿Tranquila, eh? Jonás puede venir a buscarme siempre que le apetezca. No me enseñaste educación para que ahora no la tengas tú.

A la madre de Miki no debió de gustarle demasiado el tono empleado por su hijo porque lo miró durante un par de segundos con bastante desdén y acto seguido, los dos chicos escucharon sus pisadas alejándose hacia la casa. Miki aguardó hasta oír la puerta cerrarse. Entonces, se volvió hacia Jonás y le dijo:

—Ven, anda, vamos a irnos a algún lado porque está de un idiota que no la aguanto.

Jonás tardó un par de segundos en reaccionar. La defensa feroz de Miki lo había dejado un poco... alterado. Miki no pareció reparar en ello y desapareció por la puerta, así que a Jonás no le quedó más remedio que ponerse en marcha y seguirlo hasta el coche que no había llegado a ver.

Esperó junto al vehículo a que su profesor fuera a por las llaves. Apenas le dio tiempo a echar un vistazo al enorme jardín de la casa cuando Miki volvió y se sentó en el asiento del conductor. No se había molestado en coger el abrigo y lo cierto es que no hacía falta porque hacía un día expléndido.

—¿Por qué no entras? —le preguntó a Jonás desde el interior del coche.

Él, que meditaba agarrado a la puerta, señaló su asiento con timidez.

—Te lo voy a manchar.

—No digas chorradas —replicó y, tras arrancar el motor, esperó mientras un Jonás poco convencido se sentaba a su lado intentando no llenar la tapicería de polvo.

Los bíceps de Miki se marcaron cuando metió la marcha y giró el volante para acceder a la carretera principal. Jonás intentaba con todas sus fuerzas no fijarse en ellos, pero sus ojos carecían de la vergüenza que a él le sobraba. Comenzó a pensar entonces que estaba más salido que un mono, porque tenía que tratar un tema importante y solo podía imaginarse esos brazos alrededor de él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Miki cuando tomó un segundo desvío—. ¿Por qué has venido?

Conducía hacia el norte, dejando atrás las vías que llevaban al centro de la ciudad. Jonás carraspeó un par de veces y se enderezó en el asiento.

—No, qué me ha pasado a mí, no. ¿Qué te pasa a ti? Si no estabas cabreado conmigo, ¿por qué no quisiste darme clase?

—No he tenido una semana muy buena —fue la única explicación de Miki.

Aquello no ayudó a Jonás.

—La mía tampoco fue fantástica —le dijo, sin atreverse a explicarle que uno de los principales motivos había sido no poder verlo.

—¿Por qué?

Jonás casi cayó en la trampa. A punto estaba de hablarle de la reunión de Raoul o del accidente de Kibo cuando meneó la cabeza.

—Que no, Miki, que no me distraigas. No puede ser que siempre te cuente yo mis problemas. Alguna vez puedo escuchar los tuyos también. Las relaciones tienen que ser bidireccionales.

—¿Bidireccionales? —repitió Miki con una sonrisilla traviesa.

Jonás torció el gesto. Esa frase se la había escuchado a Raoul y, como no había entendido una mierda, más tarde buscó su significado por Internet. Le había parecido que encajaba a la perfección para ese momento.

—Sí. Bidireccionales. Con tus dos carreras sabrás lo que quiero decir.

—A ver... —Después de soltar una gran carcajada por la respuesta de Jonás, se había vuelto a quedar serio—. Soy tu profesor... No sé si debería contarte todos mis problemas.

—¿Eres mi profesor? ¿Solo somos eso, Miki?

No respondió. Siguió conduciendo unos minutos más, hasta que llegaron a una cala pequeña, con una gran roca que partía la orilla y la separaba en dos mitades. El aparcamiento estaba a unos metros sobre el nivel del mar. Desde allí se podía contemplar la costa. El paisaje era sobrecogedor, pero Jonás no tenía ganas de detenerse a observarlo.

Cuando Miki apagó el motor, Jonás se giró hacia él. Quería respuestas y pretendía esperar allí, en silencio, hasta obtenerlas. Miki aguantó sin hablar todo lo que pudo. Aquello parecía una pelea para ver quién era más cabezota de los dos. No obstante, pocas personas ganaban a Jonás en cabezonería y Miki no era una de ellas. Claudicó.

—Llevo una temporada dándole vueltas a si debería seguir siendo maestro o no.

—¿Qué?

A Jonás le parecía imposible haber escuchado bien. Por dios, si ese era el mismo chico que le había aturullado a vídeos, esquemas y post-it. El mismo que iba por el colegio casi dando saltitos de emoción solo por encontrarse con un grupo de alumnos.

Totalmente desconcertado, vio como Miki tamborileaba los dedos sobre el volante, se pasaba las manos por el pelo y, luego, se detenía a limpiar alguna mota de polvo del salpicadero.

—Cuando leíste aquella redacción, o cuando me contaste lo que pasaba cuando salíais del centro al cumplir los dieciséis... El lunes, sobre todo, viendo cómo peleabas por lo que creías que era justo... Me he ido dando cuenta de que soy un niñato, Jonás. —Sonrió sin ganas—. Me lo has dicho muchas veces, pero es que tienes razón. Mi madre me lo dice también... Al final es lo que me quiere decir con todo eso de que acabe la Ingeniería. —Miró un momento a Jonás, pero desvió rápidamente los ojos hacia la playa—. El caso es que cada vez creo más que no tengo idea de nada. Pienso en todo lo que me has enseñado y es que no sé qué cojones hago queriendo ser maestro... ¿Qué puedo aportarles yo a los niños cuando no sé nada de la vida? Aquel día, cuando leíste la redacción... ¿Cómo podría ayudar yo a alguien como tú? Es que... Es imposible...

—Joder, Miki, ¿qué dices? —Jonás no daba crédito a lo que acababa de escuchar—. ¿Pero tú sabes lo que haces a la gente?

—Pues poco... —contestó él encogiendo apenas los hombros y delineando a la vez los botones de la radio.

Jonás lo contempló asombrado. Siempre había pensado que, en el fondo, Miki lo tomaba por un adolescente cabreado y que era por eso que, cada vez que se enfadaba, su profesor volvía con una sonrisa paciente y trataba de quitarle importancia a sus berrinches. Sin embargo, en ese instante se dio cuenta de que no. Que Miki valoraba lo que él le decía, las cosas que hacía, que lo valoraba a él.

Inspirando para tranquilizarse, se colocó mejor en el asiento y dijo en voz baja:

—Miki, tú me llevas sosteniendo desde el principio.

Los dedos de Miki dejaron de moverse. Giró la cabeza hacia Jonás.

—No sé cómo explicarlo... no sé... —Jonás trataba de encontrar palabras, pero todas le parecían demasiado cursis. Finalmente, decidió que debía sincerarse y que resultaba un poco indiferente que fuera ñoño o no. Miki tenía que saberlo—. Mira, igual porque no has vivido todo la mierda que he vivido yo, tú puedes soñar. Y, Miki, has estado soñando por mí desde que nos hemos conocido, tanto que... que hasta he empezado a hacerlo yo. Yo nunca... antes nunca... Yo jamás me vi capaz de ser maestro, de pelear por lo que creía... incluso de... de sincerarme a alguien como lo he hecho contigo.

Miki, que no le había quitado ojo desde que había comenzado a hablar, negó con la cabeza.

—Jonás, has peleado por lo que creías durante toda la vida.

—No —replicó tajante—. Peleé por sobrevivir. Lo de Carlota, ¿crees que me hubiera atrevido si no hubieras estado a mi lado diciéndome que era capaz? Estudiar durante seis meses... ¿crees que no ha sido solo obra tuya?

—Lo hubieras hecho con cualquiera.

"No, no... no habría podido hacerlo con otro" pensó Jonás. ¿Por qué Miki no lo entendía? Jonás se estaba abriendo en canal y Miki no quería entenderlo. De pronto, le apeteció salir del coche y darle una patada a alguna piedra, gritar de frustración y volver caminando al hospital. Pero Miki lo miraba y él estaba atrapado en aquellos ojos. Y necesitaba desesperadamente que esos ojos de color extraño brillaran de nuevo con alegría.

—Miki —murmuró—, cuando... cuando no puedes soñar con otra vida distinta porque... porque no conoces nada bueno... o con otro futuro distinto... la única manera de hacerlo es que alguien lo haga por ti. Y eso es lo que tú has estado haciendo conmigo. Y... y a lo mejor un maestro puede soñar un futuro diferente para los niños porque no está tan metido...¿Se dice inmerso? Eso, que puede soñar otras cosas porque no está inmerso en sus vidas.

Miki esbozó una sonrisa dulce.

—¿Inmerso?

Jonás sonrió también. Y fue una sonrisa muy alegre, porque esa pregunta ya se la había hecho el Miki de siempre.

—¿Sabes? —continuó—. Me recuerdas muchísimo a Ago. Yo de pequeño no quería saber nada del colegio. Los odiaba a todos. Ago venía cada hora libre, cada recreo que tenía... Venía con una sonrisa en la cara a contarme cosas. Siempre estaba alegre. Y, no sé, igual no era capaz a demostrarlo, pero a mí aquello, en cierta forma, me ponía contento. Tú... tú también lo consigues. Aunque tampoco lo demuestre muy a menudo.

De alguna manera, los dos habían acabado recostados en sus respectivos asientos, con sus cabezas giradas el uno hacia el otro, con sus ojos buscando cada cambio de expresión.

Miki no decía nada. Parecía totalmente concentrado en observarlo. Parecía que lo estaba viendo por primera vez. Jonás empezó notar la mirada de Miki en su piel, como si le rozara con ella. Su nuez subió y bajó y aún así, no consiguió salir de aquella especie de hechizo.

Un tono de móvil pudo haber roto esa conexión, pero ni ese sonido consiguió que Miki y Jonás dejaran de mirarse.

—¿No era que no tenías batería?

—Creía que si te llamaba, no me ibas a coger el teléfono.

—Yo siempre te voy a coger el teléfono, Jonás.

Jonás contuvo la respiración. Y tuvo que humedecerse los labios porque se le habían secado y porque... Dios, porque se moría de ganas de acercarse y besarlo.

Se pasó la mano por la cara para salir de esa burbuja de irrealidad en la que estaba metido. Miki no era su novio. No podía besarlo, no podía acercarse a él.

Incorporándose en el asiento, dijo las palabras que más le costaron en lo que llevaba de día.

—Voy a irme, ¿vale? Kibo ha tenido un accidente y quiero saber cómo está.

Roto el momento, Miki carraspeó mientras se incorporaba también.

—¿Qué ha pasado? —preguntó agarrando el volante. De pronto, pareció darse cuenta de las palabras de Jonás y se giró mucho más sorprendido—. ¿Joder, un accidente? ¡¿Qué ha pasado?!

Jonás dejó de mirar el móvil que había sacado unos segundos antes.

—Está bien, se ha roto la muñeca. Ago me dice que van para nuestra casa.

—Vale. ¿Te llevo?

—Hasta la tuya. Cojo allí la bici.

Miki arrancó y ambos volvieron en silencio. Era un trayecto corto, no más de diez minutos, y Jonás se entretuvo mirando el paisaje. Sabía que más tarde, en la cama, iba a tener que situar bien en su cabeza el rato que habían pasado en el aparcamiento de la playa, pero durante el viaje solo pudo pensar en que Miki no se había hartado de él.

Cuando llegaron al portón de su casa, Miki paró el motor. Jonás se fijó en su bicicleta, atada a la única farola de todo el camino.

—Bueno... —Agarró la manilla de la puerta, no se atrevió a mirar a Miki de nuevo—. Nos vemos a la vuelta...

—Sí.

—Pásatelo muy bien —le dijo mientras abría.

—Tú también.

Jonás asintió con los ojos clavados en la bici y comenzó a bajar del coche.

—Jonás.

Se volvió hacia él.

—¿Qué?

Sintió el cuerpo de Miki antes de poder procesar que se estaba acercando a él. Sus brazos lo envolvieron y lo apretaron con fuerza. No era un abrazo educado, era un abrazo de verdad, de querer transmitir algo. La barbita rozó su oreja. El pelo, su mejilla y su sien. Miki giró apenas la cabeza y el aliento sobre su lóbulo disparó el pulso de Jonás.

—Gracias —susurró Miki. 

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