Figueroa & Asociado (Trilogía...

By ktlean1986

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Una mujer sube las escaleras del edificio abandonado de calle Independencia con la mirada fija en el último p... More

DEDICATORIA
PRÓLOGO
CAPÍTULO UNO: ENCUADRE
CAPÍTULO DOS: PROFUNDIDAD
CAPÍTULO TRES: CLAROSCURO
CAPÍTULO CUATRO: EXPOSICIÓN
CAPÍTULO CINCO: PANORÁMICA
CAPÍTULO SEIS: DIFUMINACIÓN
CAPÍTULO SIETE: INCANDESCENCIA
CAPÍTULO OCHO: PERSPECTIVA
CAPÍTULO NUEVE: SOMBRA
CAPÍTULO DIEZ: BALANCE
CAPÍTULO ONCE: CONTRASTE
CAPÍTULO DOCE: RESPLANDOR
CAPÍTULO CATORCE: REVELACIÓN
CAPÍTULO QUINCE: FIJACIÓN
EPÍLOGO

CAPÍTULO TRECE: ILUMINACIÓN

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By ktlean1986


Gonzalo Manquian, al ver a Emilia casi corriendo hacia la citroneta donde él esperaba que su reunión de investigadora paranormal terminara, debió intuir que algo malo pasaba. O, al menos, que su amiga de toda la vida estaba invadida por una fuerte ansiedad. Probablemente nunca imaginó que el destinatario de esa ansiedad era él mismo.

Dio un respingo cuando la joven abrió la puerta del automóvil con fuerza, se lanzó sobre el asiento del copiloto y cerró la puerta con aún más fuerza. Quiero creer que intentó una sonrisa antes de ser avasallado por el ímpetu de la Médium.

—Gonzalo, necesito que me ayudes...

—¿Con qué? —preguntó con un hilo de voz.

Emilia le apuntó en el centro de la frente con su índice derecho.

—Con esto. Rápido, conduce. En la casa te explico mejor.

Para eso faltaban al menos cuarenta minutos, pero Gonzalo sabía muy bien que intentar que Emilia soltara prenda antes de ella quererlo era completamente inútil. Lo único que le quedaba, entonces, era conducir y esperar. Durante el viaje, su amiga mantuvo los ojos fijos en el Santiago nocturno que se extendía al otro lado de la ventana de la citroneta. Siempre volvía así después de sus reuniones con los fantasmas y sus compañeros Médiums, y sin embargo esa noche parecía estar casi dormida. Él, bibliotecario de oficio, sabía distinguir ese nivel de concentración como aquel que domina a aquellos que están inmersos del todo en una buena lectura o en un problema muy grande.

Cuando giró por última vez en la esquina de la calle donde se encontraba la casa de los Berríos, habrá suspirado de alivio, para luego recordar que muy probablemente era ahí donde los problemas comenzarían. Detuvo el auto y Emilia descendió como si alguien la persiguiera, confirmando los temores de Gonzalo. Pero, no sé por qué, pienso que en el fondo estaba expectante y, aunque nunca lo reconocería, entusiasmado. Claro que no lo puedo afirmar del todo, porque no estuve presente esa noche, ni escuché este relato de su boca.

Debían pasar de las tres de la mañana cuando ambos jóvenes se acomodaron por fin en la habitación de Emilia. Esta, de pie, rebuscaba afanosamente en su escritorio.

—Listo... —murmuró cuando encontró lo que buscaba: un montón de hojas blancas y una pluma—. Conoces algunos de los hechos del caso que estamos investigando, pero quiero que les escuches todos de nuevo... Primero, el lugar: la Estación Central.

—Espera, Emilia. Espera —exclamó Gonzalo, dejando a su interlocutora con la mano congelada sobre el papel en el que se disponía a escribir—. ¿Qué pasa? ¿Por qué de repente estás tan ansiosa por hacerme parte del caso?

Emilia, al escucharlo (sospecho que al principio de refilón y solo al final en serio), se obligó a respirar hondo. Más calmada, comenzó otra vez y por otro vértice.

—Siento que nos hemos concentrado demasiado en los fantasmas... Creo que puede haber una veta en los Corpóreos que aún no hemos analizado porque somos Médiums o fantasmas... ¿entiendes?

—Así que quieres mi ayuda...

—Sí. Necesito que con tus ojos y mente de Corpóreo sin ningún don psíquico me digas qué piensas al respecto.

En una posición muy similar a la suya todos los días de mi vida desde que había pasado a formar parte de la APA, sospecho que por unos segundos, Gonzalo Manquian se sintió ofendido. No es que las palabras de Emilia fueran una ofensa, pero es que conociendo tantos Médiums como conozco, puedo afirmar que las palabras "Corpóreo sin ningún don psíquico" suelen tener un sonsonete extraño en sus bocas.

Al notar que su amigo no se mostraba tan feliz con la propuesta como ella esperaba, Emilia lo volvió a intentar.

—Además, sé por los libros que lees que este tipo de cosas te gustan. —Acompañó a sus palabras con una sonrisa de admiración que yo, de ser Gonzalo, no me hubiera creído—. Eres la persona indicada.

—Ya... Pero tengo que dormir. Mañana trabajo temprano...

Emilia lo miró con clara irritación.

—¡Por dios, Gonzalo! Ha habido muertos, ¿entiendes?

—Lo entiendo, Emilia. Pero sabes que me hace mal el insomnio... —Algo en el tono de Gonzalo al decir esto le dejó en claro a la Médium que solo estaba jugando con ella. No por nada lo conocía desde que era un bebé—. Si al menos me dejaras dormir un par de horas.

—Muy bien, ¿qué quieres a cambio?

Gonzalo puso cara de sorpresa.

—¿Me crees un mercenario?

—Dilo.

—¿Qué cosa?

—El nombre del libro que quieres que te compre a cambio de tu desinteresada labor.

Esta vez fue en el rostro del bibliotecario que se extendió una sonrisa.

—Quiero "Los Altísimos", de Hugo Correa.

Emilia tuvo que simular que sabía de lo que le hablaban. Se abstuvo, además, de rodar los ojos o conjurar cualquier expresión de impaciencia. Por el contrario, lo que hizo fue anotar el pago convenido en una de las hojas que tenía sobre el regazo.

—Listo. ¿Podemos empezar ahora?


********************************


Valiéndose de una lana roja y de todos los ganchos para colgar la ropa que pudieron encontrar en los dominios de la madre de Gonzalo, es decir, la cocina, ambos establecieron no solo una línea de tiempo, sino también un esquema flotante de todo lo ocurrido. No había sospechosos fuera de la madre de Angélica Soto, pero ella era solo un monigote en manos de alguien más. Tras mucho pensarlo, Emilia había escrito tres nombres en diferentes hojas de papel, los que para ella constituían las figuras más dudosas de todo lo que estaba sucediendo: Arsenio Marín, Luisa Corvalán y Sergio Larraín.

Al terminar y colgar las tres hojas de papel en la lana roja, Emilia sintió los ojos de Gonzalo fijos sobre su rostro.

—¿Estás segura que ellos...?

—No, pero es mejor pensar en todo.

El joven a su lado asintió, fijando los ojos en las pistas del caso. No eran demasiadas puestas en orden. Puso las manos sobre las caderas y viéndolo allí, de pie frente a una telaraña de preguntas sin responder, con la corbata suelta en el cuello de la camisa y sin chaqueta, a Emilia le pareció el detective cansado de un libro de Dashiell Hammett.

—Creo... —comenzó Gonzalo—, que tenemos que olvidarnos de ellos por un momento. Tú lo dijiste: quieres centrarte en la gente normal y ellos... bueno, no lo son.

—Bajo ese parámetro, yo tampoco.

—Habíamos dejado eso claro hace unas dos décadas, Emilia. —Esta sonrió y yo también. Gonzalo es mi personaje favorito de esta especie de novela que la anciana me mandó escribir—. ¿Has interrogado sobre esto a alguien que no sea un fantasma conjurado o un Médium sin techo?

—Solo al doctor de la estación.

Conocía el nombre de este gracias al certificado de alta que el médico había firmado el día del anónimo ataque. De modo que lo anotó en otra hoja.

—Pablo Lillo.

—¿Qué te dijo cuando le preguntaste por las muertes?

—No mucho... que él había visto a la mayoría de las víctimas. El resto fueron atendidas por su compañero de otro turno.

De pronto, Emilia sintió que algo estaba a punto de escapársele. Algo que tenía casi en la punta de la lengua.

—¿Nada más?— preguntó Gonzalo y su voz le sonó algo lejana.

—Ahora que lo recuerdo, sí... Dijo algo sobre los maquinistas. —Se giró para mirar a su amigo—. Dijo: "al menos, en eso tuvimos más suerte que los maquinistas".

Gonzalo frunció el ceño.

—Interesante.

—¿Por qué?

El joven tardó unos segundos en responder y mientras lo hacía, escribió con su propia pluma algo en una hoja de papel.

—Porque dicho así pareciera que todos los muertos han sido vistos por los mismos maquinistas. —Junto al nombre del médico, Gonzalo colgó lo que había escrito. La palabra destacaba oscura sobre un fondo blanco—. Creo que ya tenemos el próximo paso de tu investigación.

Ambos asintieron, tan asustados como entusiastas.


*************************************


Emilia convenció a Gonzalo para que la acompañara a hacer las preguntas correspondientes a la estación al día siguiente. Lo convenció diciendo que ningún investigador que se respetara lanzaría la mejor idea de la noche para luego dejar que otro se llevara todo el crédito. Gonzalo, que desde niño había tenido cierta dificultad para dejarse perder en cualquier juego inocuo y estúpido, accedió.

El problema es que como el joven tenía turno de mañana en la biblioteca, a Emilia le tocaba esperar hasta después de almuerzo para ver resueltas sus dudas. Dedicó la mañana a ordenar su pieza, ya que por mucho que esta estuviera hecha un desastre nunca le permitía a Teresa limpiar. También alimentó a Antígona y habló con su padre hasta que esté pareció tan ansioso por continuar con su lectura que decidió que era mejor no molestarlo más. Volvió a su habitación y miró el reloj despertador: no pasaba de mediodía.

Tuvo que reprimir un quejido de frustración.

Cuando estaba a punto de ponerse el abrigo y salir de su casa, ellos aparecieron en su habitación. Más bien, hubo un momento en que no estaban allí y al siguiente sí. Ella no pudo decirme si habían hecho de presencia poco a poco, siendo difusos al principio y más consistentes al final, o si todo fue como un parpadeo. Lo que sí me dijo fue que la sorpresa la hizo dar un grito que por unos segundos temió se hubiera escuchado en el resto de la casa. Por fortuna, nadie golpeó su puerta para preguntarle qué pasaba.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

—Visita de detectives. Hemos aprendido que no es bueno anunciarse. —Alonso puso la mayor expresión de niño travieso que Emilia le había visto desde que lo conocía—. Ayer se fue de nuestra oficina muy inquieta y entusiasmada, Emilia. Nos preguntábamos que era eso que estaba tan ansiosa por hacer.

Aunque aún no superaba del todo la sorpresa, la joven tuvo que reconocer que los motivos de los fantasmas para darle un susto de muerte no carecían de fundamento. La noche anterior no había compartido con nadie sus ideas.

—Como les dije, creo que es necesario centrarse en los Corpóreos. Así que decidí pedirle ayuda a uno... que no fuera un Médium, claro.

Cual si fueran reflejos en un espejo, los detectives alzaron las cejas al mismo tiempo. Emilia de pronto se dio cuenta cuán juvenil lucía su habitación con ellos de pie en el centro.

—Su amigo Gonzalo Manquian, seguro —dijo Felicia.

—Sí. En realidad ya tenemos una línea de investigación que pensamos iniciar hoy mismo.

—¿En la estación? —Cuando Alonso vio que Emilia asentía, escondió las manos en los bolsillos y sonrió más—. Los acompañamos.

—¿Qué?

—Entre más personas la acompañen, mejor. Así evitamos accidentes.

Emilia entrecerró los ojos. Ella no había dicho nada del ataque del día anterior, ya que no le pareció necesario. Y solo había una persona que podía haberlo hecho.

—Larraín les contó...

—No se lo tome a mal, Emilia. —Felicia se separó de su compañero y dio unos pasos hacia la cama. Miraba a su alrededor con evidente interés.

—Lo hizo por preocupación —completó Alonso—. En realidad, quien debió compartir lo sucedido es usted. Pero se lo dejaremos pasar. Entendemos los reparos que tuvo.

A Emilia le pareció que no, ellos no entendían los reparos que tenía aún al respecto de lo sucedido el día anterior. Y allí, en la protección de su propia casa, pensó en compartirlos. ¿Qué peligro habría?

—Sobre eso... ¿No les parece extraño que Larraín estuviera en el lugar precisamente cuando...?

—Emilia —la cortó Felicia—. Hay algo que usted tiene que aprender y es a confiar en quienes la rodean. Nunca podrá tener un equipo si sigue así.

—Pero...

Los ojos de la fantasmas brillaron de furia.

—Ya desconfía de Arsenio Marín y ahora llegó el turno de Larraín. ¿Quién sigue? ¿Nosotros?

De no haber estado tan sorprendida por el tono de enfado de la Intrusa, Emilia tal vez hubiera moderado el propio.

—En realidad, la etapa en que desconfiaba de ustedes ya pasó. Pero puede volver en cualquier momento.

Alonso, entre ambas, abrió la boca con el fin de mediar en la discusión, pero Felicia no le dio tiempo.

—Dígame, Emilia, ¿tanto le cuesta confiar en los compañeros que buscamos para usted?

—¿Es que no se dan cuenta? —Cada vez más enojada, la Médium alzó la voz—. Ambos son sospechosos: Marín con su pasado lleno de lagunas y ahora Larraín, que hace cosas que solo un Vinculante experimentado podría y aparece en la estación justo cuando a mi me atacan. ¿Cómo quieren que no desconfíe?

—¿A qué se refiere con lo de "solo un Vinculante experimentado podría"? —preguntó Felicia.

—Me refiero a lo que hizo cuando Marín conjuró a la niña. ¿Creen que cualquier Vinculante puede saber el pasado de un fantasma? Pues yo se los digo: no, no cualquiera puede. Incluso Marín se dio cuenta de eso.

Tan ofuscada estaba la joven que cuando Alonso y Felicia intercambiaron una mirada, ella pensó que se burlaban de ella. Su ceño se frunció aún más y retrocedió hacia la puerta. Pero de repente, el detective dio un paso hacia delante y la sostuvo por los hombros. Alonso había sido delgado en vida y no demasiado alto. Superaba por poco menos de una cabeza a Emilia y por contextura cualquiera hubiera pensando que su agarre tendría una potencia normal. Sin embargo, cuando lo tuvo al frente, Emilia lo vio más alto de lo que era y supo que por mucho que quisiera alejarse de él para que la soltara, no lo haría. Los dedos largos del Intruso no le hacían daño, pero eran firmes como piezas de metal o madera.

Tras la sorpresa, cuando la joven alzó sus ojos hasta los de Alonso Catalán, vino una especie de calma. Él no parecía molesto, sino solo un poco impaciente.

—Emilia, escúcheme. Usted puede confiar en nosotros. En Felicia y en mí. ¿Entiende? No solo confíe en que jamás le haremos daño y que estamos de su lado, sino que recuerde que vemos más de lo que decimos. Lo primero lo hacíamos en un inicio por su abuelo, pero ahora lo hacemos también por usted. Y lo segundo tiene que convencerla de que si no compartimos todo con usted es solo por un motivo.

Alonso guardó silencio y mostró una sonrisa que anunciaba aventuras. Emilia se dio cuenta que estaba conteniendo el aliento.

—Sabemos que usted es capaz.

La soltó y por, por un instante, la Médium temió caer al suelo. Pero no lo hizo. Se mantuvo inmóvil hasta que volvió a sentir del todo sus piernas y brazos y hasta que recuperó el habla.

—¿Capaz de qué?

—De lo que quiera. —La que respondió en esa ocasión fue Felicia y escuchar su voz de nuevo calmada tuvo un efecto inmediato y tranquilizador en Emilia—. Ahora cuéntenos lo que usted y su amigo se proponen. 


*******************************


Emilia no supo definir muy bien la reacción de Gonzalo cuando este vio, de pie uno a cada lado de ella, a Alonso Catalán y Felicia Figueroa. ¿Era miedo o interés? ¿Una mezcla de ambas tal vez? Tenía motivos para ambas cosas, sin duda, y también para estar confundido. Después de todo, recordó, era la primera vez que su amigo veía un fantasma. Al principio ella se había mostrado indecisa respecto a esa parte del plan, pero los detectives habían insistido. Era difícil, dijeron, emprender una investigación sin poder ver ni escuchar a parte de tus compañeros. Era mejor para ellos y sobre todo para Gonzalo.

El miedo de Emilia provenía de una de las teorías de su abuelo, quien sostenía que cuando un Intruso se mostraba de manera intencionada a un Corpóreo que no tenía capacidades psíquicas, existía un gran porcentaje de probabilidades de que la persona en cuestión adquiriera la capacidad de ver fantasmas (32). Yo, como miembro no dotado de la APA, puedo afirmar que al menos en lo que respecta a mi caso, dicha teoría no se cumplió.

—¿Pasó eso con Gonzalo después de que los conociera? —pregunté con quizás excesivo interés.

—¿Qué cosa?

—Que si pudo ver fantasmas...

Vi que los ojos de Emilia se nublaban, tal como cada vez que yo dejaba caer cualquier pregunta o cuestionamiento sobre el futuro de Gonzalo Manquian.

—No te preocupes por eso. Sigamos.

Y continuó.

Gonzalo, habiendo escuchado tantas cosas fascinantes sobre los fantasmas que flanqueaban a su amiga, habrá pretendido al principio mantener la distancia, tal como se mantiene la distancia con los ídolos. Pero nada más cruzó el umbral de la habitación de Emilia y esta cerró la puerta a su espalda, Alonso Catalán se le acercó para saludarlo. No le extendió la mano; aquello hubiera puesto a prueba con demasiada fuerza las convenciones que Gonzalo tenía en su cabeza respecto a los fantasmas. Lo que sí hizo fue inclinar la cabeza.

—Emilia nos ha hablado mucho de usted, señor Manquian.

De la boca del aludido salió un quejido. Emilia, de pie junto a él, le dio una palmada en el hombro.

—Eso quiere decir que está muy contento de conocerle también, Catalán. —La joven ignoró la mirada de enfado que le lanzó su amigo y se dispuso a señalar a Felicia, quien seguía de pie cerca de la ventana. La luz del sol la iluminaba desde atrás, así que Gonzalo, desde su posición, no podía verle bien el rostro. Pero cuando la Intrusa se adelantó y sus bien proporcionadas facciones se definieron, el joven bibliotecario no pudo evitar abrir la boca de la sorpresa—. Ella es Felicia Figueroa.

—Eh... Buenas tardes.

—Buenas tardes, señor Manquian —respondió Felicia y su voz baja pareció ocupar cada rincón del dormitorio.

Alonso no había dejado de sonreír durante ese intercambio. Terminados los saludos, sin embargo, retomó su pose de detective a la espera de buenas ideas, y miró al joven con seriedad.

—Emilia nos dijo que usted pretendía averiguar más sobre los maquinistas que tuvieron la desgracia de conducir los trenes que mataron a las víctimas. ¿Cree que esa veta de investigación nos lleve a algún lado?

—No pierden nada con intentarlo. A veces un camino fallido también entrega respuestas... en una... investigación... —Gonzalo se dio cuenta que sus palabras habían agrandado la sonrisa de Alonso, de modo que su voz fue perdiendo fuerza con cada sílaba—. ¿Qué pasa?

—Pasa que tiene toda la razón, señor Manquian. Excepto en una cosa: no lo intentaremos sin usted.

Gonzalo miró a Emilia.

—Ellos nos van a acompañar. Nosotros iremos en la citroneta y ellos... Ellos llegarán a la estación por sus propios medios.

—Yo quería irme en automóvil con ustedes, pero Felicia no lo consideró una buena idea. —La aludida rodó los ojos. El detective se estrujó las manos con impaciencia—. ¿Partimos, señor Manquian?

—Sí... pero díganme Gonzalo. Con Gonzalo está bien.

Los fantasmas le sonrieron y esa fue la señal para que su rostro se pusiera rojo del todo. 


*************************************


Les costó lo suyo convencer a la secretaria del director de la estación que les permitiera ver la tablilla de turnos de los maquinistas. La mujer recordaba de algo a Emilia por lo sucedido el día anterior, pero haber sido agredida y simular nuevamente que era enfermera no les funcionó. Un poco a regañadientes, la joven le cedió el paso a Gonzalo y bastaron un par de palabras para que reconociera que había sido una muy buena idea solicitar su ayuda.

—Señorita... ¿cuál es su nombre? —preguntó el bibliotecario mientras se apoyaba con naturalidad en el escritorio de la mujer.

—Filomena.

—Señorita Filomena... lo que pasa es que mi amiga está un poco nerviosa. Lo que ella no ha logrado explicarle es lo que nos trajo aquí es una investigación.

—¿Una investigación...? —al preguntar aquello, la voz de la secretaria sonó ligeramente infantil—. ¿Investigación de qué tipo?

—Ese es el problema —murmuró Gonzalo casi en un susurro—. No podemos entrar en detalles... No, no ponga esa cara. Sé por experiencia propia que lo que acabo de decirle suena muy sospechoso, pero tengo el presentimiento de que usted logrará entenderme... Es una investigación... clasificada.

Los ojos de la mujer se abrieron de par en par y Emilia tuvo la sospecha de que esa última palabra, "clasificada", era la clave. Tal vez si Gonzalo hubiera dicho "secreta" no habría tenido el mismo efecto. Cuando la tal Filomena volvió a hablar, también lo hizo en un susurro.

—¿Sospecha de algún maquinista?

—No puedo confirmar ni afirmar eso, pero...

Eso fue suficiente. La mujer asintió de manera algo errática y se puso de pie como si un resorte la hubiera hecho saltar de la silla. En un archivador cercano abrió primero un cajón y después otro, del cual sacó un libro de medio metro de largo, treinta centímetros de ancho y un grosor como de biblia de iglesia. Lo puso sobre el escritorio e hizo pasar las hojas. Dio con el año en curso y giró el libro hacia Emilia y Gonzalo para que buscaran lo que habían ido a buscar.

—Yo iré a tomarme un café... —dijo Filomena en un tonillo algo conspiranoico—. Digamos que me demoraré cinco minutos. Luego de eso el libro tiene que estar cerrado sobre mi escritorio. ¿Sí, señor...?

—Gonzalo Man... —Emilia le dio un codazo con más fuerza de la que esperaba. Su amigo dibujó un gesto de dolor sin poder evitarlo—. Manríquez. Gonzalo Manríquez.

—Muy bien... Iré por ese café. Buenas tardes.

Les lanzó una última mirada de complicidad y desapareció por la puerta que había detrás de su escritorio. En ningún momento notó la presencia de los detectives, uno a cada lado de la entrada de la oficina. Estos, al irse la mujer, se acercaron.

—Bien hecho, Gonzalo —exclamó Alonso.

—Sí... —concedió Emilia—. No sé cómo lo conseguiste, pero bien hecho.

El joven levantó un par de formularios que había al borde del escritorio y dejó a la vista un tomo envejecido de tantas lecturas. Era "El misterio de la guía de ferrocarriles" de Ágatha Christie.

—Te dije que uno podía conocer a la gente a partir de lo que lee. —Gonzalo no sonreía, pero Emilia, que lo conocía demasiado bien, sabía que detrás de su seriedad latía toda la emoción que le producía su victoria—. Dale a un lector de misterios uno real y se vuelve loco.

—Ya, ya. Entiendo. —La Médium tomó el libro de registros y comenzó a buscar cada una de las fechas y horas en que había ocurrido alguna muerte en la estación. Las que ella no recordaba le fueron dictadas por los detectives. La última que buscó fue la del deceso de Angélica Soto, la niña que había dado inicio todo. Apenas respiraba mientras pasaba las páginas, así que cuando quiso hablar tuvo que inhalar con fuerza—. Son los mismos... En cada muerte, el mismo par de maquinistas.

Señaló el par de nombres en la lista de horarios, primero el maquinista y luego su ayudante. Fue Alonso el que los leyó en voz alta.

—Orlando Camaño y Alejandro Rubilar.

Nadie dijo nada por unos segundos. Emilia, con las manos temblorosas, corroboró la información. Pero ahí estaba: a menos que tuvieran las horas de llegada de los trenes erróneas, la casualidad era demasiado grande para no tener una relación directa en todo lo que había estado ocurriendo. Se giró para mirar a los detectives, en cuyos rostros no se traslucía nada más que calma y concentración.

—¿Qué haremos ahora?

Alonso, en vez de responder, miró a Gonzalo.

—¿Podría intentar averiguar con la secretaria si este par de maquinistas tienen turno pronto?

—Sí, podría intentarlo.

—Muy bien.

Esperaron el regreso de la secretaria, quien se sorprendió bastante al ver a Emilia y a Gonzalo aún allí. Sonrió con cautela.

—¿Sí?

—Una última pregunta, señorita Filomena —dijo Gonzalo—. ¿Cuándo es el próximo turno de Orlando Camaño y Alejandro Rubilar?

Filomena dudó unos segundos, pero luego buscó la información en una tablilla que tenía sobre el escritorio. Los horarios del día y de la noche se extendían por la hoja y fue entre estos últimos donde encontró lo que Gonzalo le había pedido.

—Llegan en un tren desde Temuco a las 2:15 de la mañana.


*****************************


 Con esa información, los detectives decidieron volver esa noche junto a Emilia, Arsenio Marín y Sergio Larraín para encontrarse con los maquinistas. Suponían que Emilia podría, gracias a su capacidad de ver los rastros, identificar cuál de los dos era el Médium. si es que había un Médium... o si es que no eran dos en vez de uno. Al enfrentarse a dicha posibilidad, un miedo frío e inquieto se asentó en el abdomen de Emilia. Ellos seguían siendo mayoría, pero todo lo que rodeaba el misterio de la Estación Central era tan extraño que no se podía confiar. Es más, Felicia la había convencido de que esa era la actitud correcta antes de que se despidieran y Gonzalo y ella se subieron a la citroneta.

—Venga preparada para lo que sea, Emilia.

Junto a Gonzalo volvió a la casa y se preparó para una larga tarde de espera. Su amigo intentó entablar conversación, primero sobre lo ocurrido en la estación y luego de cualquiera cosa, pero se encontró con un muro de silencio impenetrable. Teresa Manquian, sin saber lo que pasaba, le ofreció comida a la joven, sin lograr que comiera más que algunas galletas. Al final, madre e hijo desistieron y la dejaron sola.

Emilia se recluyó en su habitación. En un afán de encontrar cualquier cosa que pudiera ayudarle durante esa noche, se sumergió en una lectura errática y afanosa de las memorias de su abuelo. Repasó lo que el hombre había escrito sobre los Espectros, sobre los Vinculantes, sobre los Conjuradores, sobre la Logia. Cuando pasaban de las siete de la tarde, sentía que la cabeza le iba a explotar, de modo que se obligó a salir de su dormitorio y caminó por el pasillo hacia la de su padre.

Tocó la puerta y esperó a que la suave voz de su padre la invitara a entrar.

—Hola, papá —murmuró al cruzar el umbral. Felipe Berríos estaba recostado en su cama con un libro entre las manos.

—Hola, hija. ¿Cómo estás?

Esa era una buena pregunta, a la cual Emilia no podía responder con sinceridad. Sonrió y soltó la mentira de manera mecánica.

—Bien. Un poco cansada. ¿Qué lees?

—Wittgenstein.

La joven conocía el nombre. Nunca había leído algo de él directamente, pero de niña a veces su padre le leía párrafos de sus libros de filosofía en voz alta mientras ella jugaba en la biblioteca.

—¿Puedo quedarme aquí?

Felipe Berríos alzó los ojos y la observó con atención.

—Claro, hija.

Emilia cruzó el lugar y se sentó en la cama. Su padre, pasados unos segundos, le hizo espacio y le señaló a su costado para que se acomodara ahí. Ella sonrió antes de obedecer. Su padre, al tenerla cerca, le pasó el brazo por los hombros y retomó la lectura, esta vez en voz alta.

Hace mucho que Emilia no se sentía tan segura en un lugar y en un momento.


*************************************


—¿Segura que no quieres que vaya contigo?

Emilia simuló meditar al respecto, solo para que Gonzalo no se sintiera ofendido con su negativa. Luego asintió con la cabeza.

—Sí, estoy segura. Recuerda que no estaré sola.

—Pero...

—Necesito que me esperes aquí, Gonzalo. —Se giró en el asiento del auto para mirar al joven a los ojos—. No te muevas de aquí, ¿entiendes?

—Sí.

—Muy bien. —Tragó saliva con algo de dificultad y puso la mano en la manilla de la puerta—. Trataré de...

—Estás asustada, ¿cierto?

Se quedó inmóvil y aunque le hubiera gustado ser capaz de fijar los ojos en los de Gonzalo para decirle que no, no estaba asustada, no pudo hacerlo. Había personas a las que podía mentirles con facilidad, pero Gonzalo Manquian no era uno de ellos.

—Sí. Estoy muy asustada.

Sintió la mano de su amigo sobre el hombro y al girarse, por fin, se dio de bruces con su sonrisa amable.

—No te demores. Te voy a estar esperando.

Emilia asintió y se apresuró para salir del auto antes de mostrar cualquier signo de debilidad. No podía demorarse más o de eso se convenció. Cuando se alejó de la citroneta rumbo a la estación, miró a su alrededor en busca del más mínimo detalle extraño que le llamara la atención. El reloj en la cúpula de la Estación Central indicaba que eran las 2:05 de la madrugada. Tenía diez minutos extra para esperar a sus compañeros y para prepararse. En el interior de la estación se veían pocas personas, claramente debido a la hora. Aun así, eran suficientes para convertirse en testigos de lo que fuera que ocurriera con la llegada del tren. Ese era otro motivo para tener cuidado.

Estaba cerca de la entrada de la estación cuando escuchó a su espalda la voz de Arsenio Marín.

—¡Berríos! —Emilia sopesó la opción de seguir su camino sin tomarlo en cuenta, pero al final se volteó hacia el Conjurador—. ¿Seremos los primeros en llegar? —preguntó Marín mientras avanzaba hasta ella.

—No lo sé. Espero que no.

—¿Cree que resolvamos el caso esta noche?

Emilia miró al hombre con furia.

—No soy adivina, Marín.

El hombre dejó escapar el aire por la nariz con aparente cansancio. Luego sonrió de costado.

—Me alegro que tengamos trabajo. Según Figueroa y Catalán, es gracias a usted que tenemos una pista para hoy.

—Solo en parte.

—Esto de la investigación es lo suyo. ¿no?

Marín, que tan amable sonaba al principio de la conversación, poco a poco había ido adquiriendo su habitual tono de ironía. Emilia estaba demasiado cansada para soportar sus juegos.

—Sí. Debe ser de familia. Lo malo es que aún no sé muy bien qué pensar de usted.

Arsenio alzó las cejas. La joven siguió caminando rumbo a los andenes. Escuchó a su espalda los pasos del Conjurador.

—¿Qué quiso decir con eso?

—Hay un par de datos sobre su biografía que no me calzan del todo, Marín. —El hombre la alcanzó con cierta dificultad y rengueó a su lado.

—¿Cuáles?

—¿Creció en un hogar de niños?

Marín tuvo la precaución de fingir la sorpresa que le provocó la pregunta de Emilia.

—Sí. Desde que tengo memoria.

—¿Con su hermano?

En esa ocasión no pudo fingir. Más bien lo contrario. Clavó los ojos en la Médium como si quisiera leerle la mente para saber qué decir a continuación.

—Pues... tal vez le mentí en algún momento.

—Nunca conjuró a su hermano en la casa de Quinta Normal. Porque en realidad no tiene un hermano. ¿A quién conjuró?

Marín dudó antes de responder. Emilia nunca supo el motivo que el hombre tuvo para decirle la verdad.

—¿Conoce a la Logia de las Ánimas?

—Sí —murmuró Emilia. Un escalofrío le subió por la espalda.

—Intenté conjurar a su fundador. Pero fallé y lo que traje a este plano se volvió un poltergeist.

La Cartógrafa se detuvo. La mirada que le lanzó a Arsenio Marín fue de sorpresa y rabia.

—¿Acaso no sabía con lo que estaba jugando?

—No soy un inconsciente...

—Afortunadamente no lo es. Imagínese lo fuera.

—Aprendí mi lección —dijo Marín.

—¿Cuál lección?

—Que uno no se mete con la Logia así como así. Que siempre hay un precio que pagar. Y que ese precio siempre es alto.

—Nos alegra que hayan llegado temprano —dijo una voz que les hizo dar un respingo a ambos. Alonso y Felicia se acercaron por el costado al par de Médiums, tan silenciosos como de costumbre. Alonso volvió a hablar—. Al parecer el único que falta es Larraín.

—No, ya estoy aquí.

Todos se voltearon para mirar al recién llegado, que en esa ocasión sí llevaba su cámara en las manos. El pequeño grupo, ya reunido, estaba a poca distancia de los andenes, en una zona casi por completo vacía. Un frío seco les azotaba los abrigos y los cabellos a los Corpóreos, mientras los fantasmas eran inmunes a este y también a las miradas. Fue Larraín el que consultó su reloj de pulsera para ver la hora.

—Faltan unos cinco minutos.

Se movieron por el lugar a pasos de distancia unos de otros, avanzando más entre muertos que entre vivos. Los primeros iban a reuniéndose en torno a ellos, el Núcleo cada vez más fuerte. El murmullo de los imitadores se alzó hasta hacerse casi insoportable y Emilia tuvo que reprimir las ganas de taparse los oídos con las manos. Siguió avanzando a pesar de la sensación cada vez más opresiva que le transmitía el lugar, y así fue la primera en llegar al andén que recibía a los trenes que arribaban. A su espalda estaba Larraín y un poco más lejos, Felicia.

Escondió las manos en los bolsillos del abrigo para combatir el frío que llegaba desde el sur como anuncio de un tren que era solo un punto de luz en la lejanía. El suelo empezó a temblar, levemente al principio. Un zumbido comenzó a rivalizar con las voces conjuntas de los fantasmas y la luz del faro del tren fue haciéndose cada vez más grande. El andén solo estaba ocupado por unas cinco personas aparte de ellos, y todas esperaban cerca de la entrada de este. eran viajeros nocturnos: solitarios, sin familiares ni amigos dispuestos a despedirlos. Ninguno vio la silueta que apareció de improviso al final del andén. Solo Emilia la vio, como una forma indefinida primero. Luego, cuando al tren le faltaban solo unos metros para llegar, la vio: una mujer de pelo ondulado y largo, vestida solo con los restos de una prenda de verano. Emilia se sumió en un trance y entonces vio la última prueba que necesitaba: el rastro que salía de la frente de la mujer era fuerte, casi sólido.

Un pitido atravesó la Estación Central. Y en su interior venía el Vinculante que fortalecía al Espectro. 


(32) Almonacid sostenía haber conocido muchos casos de personas que, sin haber mostrado nunca signos de poseer dones psíquicos, habían adquirido lo que él llamaba a veces la Visión tras tener una experiencia paranormal. Al parecer aquellos que sirven de puntal a algún Intruso de tipo Guardián son los más propensos a sufrir ese cambio, debido a la exposición prolongada a la energía de un fantasma. 

No puedo presentar estadísticas porque las desconozco. Pero sí puedo afirmar que nunca he conocido a alguien con esas características.


GRACIAS POR LEER :) 

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