CAPÍTULO DOS: PROFUNDIDAD

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Emilia Berríos salió del edificio número 1006 de calle Independencia con la boina ladeada sobre el pelo oscuro y los ojos clavados en el piso. Eran pasadas las cuatro de la mañana, esa hora de la madrugada en que el ambiente, sea invierno o no, se vuelve húmedo y fresco. Y silencioso. En ese momento, mientras caminaba rumbo a al río Mapocho, ni siquiera los fantasmas murmuraban ya. Otra persona hubiera mirado a su alrededor, asustada de los posibles peligros que acechaban en la oscuridad cada vez más pálida que precedía al amanecer, pero Emilia jamás le había temido a los vivos y se hallaba demasiado inmersa en sus pensamientos como para temer cualquier otra cosa. Desde hace años que se movía por la ciudad sin preocuparse por la hora, a veces durante noches enteras, poniendo de los nervios a su mamá antes de que esta sucumbiera del todo a su enfermedad. La encargada de decirle que lo que hacía era de una inmadurez y de una desconsideración tremenda desde la muerte de la mujer era Mercedes Manquian, y eso no le hacía las cosas más fáciles, ya que esta tenía un carácter bastante explosivo cuando quería. Lo que ni su madre ni Mercedes habían entendido nunca es que sus investigaciones eran mucho más efectivas en la penumbra.

También olvidaban que pocas veces llevaba a cabo esas aventuras sin compañía. Y es aquí donde entra uno de los personajes más misteriosos de la historia que me relató Emilia. Busqué durante semanas información sobre Gonzalo Manquian con el fin de saber qué fue de él luego de los sucesos aquí descritos, pero no encontré gran cosa. Cuando perdí las esperanzas, intenté preguntarle a la anciana y, tal como esperaba, esta se negó en redondo a responder mis dudas.

Sé, sin embargo, que esa noche la esperaba a unas cuadras de distancia del 1006 de calle Independencia, encogido dentro de la citroneta que pertenecía al padre de Emilia, probablemente durmiendo.

También sé que era un poco menor que Emilia y su único amigo. Se habían criado juntos, después de todo, ya que Gonzalo era hijo de Mercedes y Juan Luis Manquian, empleados de máxima confianza de los Berríos. La primera era la cocinera y encargada de la casa por defecto desde la muerte de la madre de Emilia. Pero incluso antes de la muerte de la mujer, durante esos largos años durante los cuales la enfermedad había hecho mella en María Teresa Almonacid, todos, Felipe Berríos entre ellos, le consultaban a Mercedes cualquier pequeño detalle doméstico, seguros de que ella tendría la respuesta. Y no se equivocaban. En contrapartida, su esposo era la mano derecha del señor y su chófer particular. Él y su patrón habían sido amigos desde la juventud, tal como Emilia y Gonzalo.

Ya de anciana, de lo que menos le cuesta hablar a Emilia es del periodo que precedió a su encuentro con los miembros de Figueroa & Asociado. Muchas veces la he escuchado relatando anécdotas, ya sea a mí o a otros miembros de la APA. Así pude, con el tiempo, ir hilvanando los retazos que por fin adquirieron forma al conocer esta historia. Así supe que durante toda su vida, los Manquian fueron para Emilia algo tan permanente y seguro como sus propios padres. Si tenía algún problema, no dudaba en acercarse a Mercedes o a Juan Luis. La primera le había curado infinidad de heridas producidas por los arriesgados juegos que se inventaba y al último debía el haber aprendido a andar en bicicleta, a trepar árboles y a hacer fogatas. Esto quizás debió ser una tarea de su padre, pero este, aunque presente, no era un hombre de acción, como si hubiera gastado toda su sed de aventuras durante sus años de juventud, si es que había tenido dicha sed alguna vez. Con la única fotografía que he podido ver de él se hace evidente que era el tipo de hombre que prefería estar dentro de su casa. Poseía, para decirlo de una manera resumida, la tez pálida y la postura encogida de los que leen o escriben largas horas frente a un escritorio; sé de lo que hablo.

Emilia, perceptiva como era, debió apreciar ese rasgo de su padre a temprana edad. Quizás intentó meterse en sus dominios, para comprobar que los libros no eran lo suyo. Quién sí disfrutaba de ellos, según pude intuir a partir de lo que me contó Emilia sobre él, era Gonzalo. Al parecer fue el compañero silencioso e inmerso en sus propias lecturas, pero compañero al fin y al cabo, de su padre. Tanta era su afición que cuando los hechos que estoy relatando ocurrieron, el joven trabajaba en la Biblioteca Nacional.

Figueroa & Asociado (Trilogía de la APA I)Where stories live. Discover now