CAPÍTULO CUATRO: EXPOSICIÓN

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Sergio Larraín y Arsenio Marín estaban sentados uno junto al otro, en sillas tan viejas que parecían a punto de sucumbir bajo ellos. Posicionados junto a la puerta, tuvieron la oportunidad de contemplar a Emilia antes de que esta pudiera hacer lo mismo, al menos por unos segundos. Cuando los tres por fin cruzaron miradas, solo la recién llegada no se ruborizó a causa de la vergüenza y los nerviosos.

Por el contrario, lo que hizo Emilia fue estudiar a ambos Médiums de pies a cabeza, esperando detectar quién era el Vinculante. No fue fácil.

El primero, Sergio Larraín, era un joven que no debía pasar los veinte años, con el pelo negro y peinado a medias, como si para hacerlo solo hubiera usado sus propios dedos. Tenía la piel clara y los ojos castaños, los que tenían esa expresión entre perdida y curiosa que ostenta mucha gente joven e inexperta. Vestía un traje a medida, sobrio pero, a todas luces, caro. Había algo en las maneras de Larraín que iba acorde con la factura de su ropa, una especie de relajo a pesar de la extraña situación en la que estaba involucrado. A sus pies se erguía un bolso de cuero y en sus manos sostenía un artefacto que la joven reconoció como una cámara fotográfica portátil.

El segundo Médium era todo lo contrario a su compañero, tanto en ánimo como en apariencia. Si Emilia se hubiese quedado con la primera impresión, le habría dado al menos cuarenta y cinco años de edad, pero tras unos segundos, se dio cuenta que su rostro aparentaba mucho menos. Era la notoria joroba en el lado derecho de la espalda y el aire general de debilidad lo que la llevó a percibirlo como mayor. También tenía el pelo oscuro, pero más largo y despeinado que Sergio Larraín, el tipo de cabello que un espectador cataloga como sucio y descuidado. De entradas amplias, los mechones caían al lado de su cara jaspeado de algunas canas. Debido a su malformación, se inclinaba hacia delante en la silla, apoyándose en el codo y dejando caer el otro brazo sobre las rodillas en ademán tenso. El rostro, de haber tenido otra expresión, tal vez hubiera podido considerarse atractivo. Sin embargo, Arsenio no parecía saber poner otra mueca en la boca más que una que transluciera desprecio o desconfianza, ni tener el ceño liso y libre de surcos de aprehensión. Al contrario del hombre a su lado, cuando Arsenio se supo estudiado por Emilia, se envaró en la silla y acrecentó su gesto de incomodidad. Al escucharlo hablar, la joven supo que de él era la voz que había escuchado antes.

—Pensamos que sería diferente.

—¿Cómo diferente? —preguntó Emilia apretando las manos para no dejarse llevar por la molestia. Sabía que a su espalda, tanto Alonso Catalán como Felicia Figueroa contemplaban la escena con atención.

—No lo sé. —Arsenio movió la mano derecha con gracilidad. A diferencia del resto de su cuerpo, sus manos sí estaban bien formadas—. Diferente, mayor... Más experimentada.

Emilia sonrió y yo, que sé cómo suelen ser sus sonrisas de desafío, me estremecí de lástima por el tal Arsenio mientras ella narraba la escena. Por fortuna para el hombre, Alonso se adelantó, colocándose al lado de la joven.

—Un mal propio del ser humano: hacerse ideas preconcebidas sobre las cosas. O las personas, en este caso. Debe saber, Marín, que la señora Emilia Berríos cuenta con mucha...

—No es necesario que me defienda. Puedo hacerlo sola. Es más, ni siquiera veo la necesidad de defenderme ahora. No por el bien del caballero, al menos.

Arsenio, al escucharla, se puso de pie con dificultad. Era alto a pesar de su postura, por lo que Emilia supuso que con una espalda recta le hubiera sacado una cabeza y media de altura con facilidad. Tal vez por lo extraño de su aspecto, a su alrededor todos lo observaron en silencio, amedrentados.

Figueroa & Asociado (Trilogía de la APA I)Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz