CAPÍTULO SIETE: INCANDESCENCIA

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La puerta no emitió ninguno de esos sonidos tan propios, tan siniestros, tan típicos de las casas abandonadas y los lugares encantados cuando Emilia la abrió. Por el contrario, se deslizó con suavidad sobre sus bisagras, y el único ruido lo emitió el aire del interior cuando entró en contacto con el exterior. Yo, sentado en lo más alto de la misma casa, cuarenta y cuatro años en el futuro, sentí que el lugar se distendía, relajándose, como si alguien hubiera abierto la puerta en el primer piso.

—Esa era la primera vez que estaba ahí... En el interior. Antes solo había llegado a la entrada del callejón —dijo la anciana frente a mí, pero a pesar de las marcas que había dejado el tiempo en su rostro y en su cuerpo, sentí que la Emilia que me hablaba era la otra, la que era incluso más joven que yo.

—¿Con quién había ido antes? ¿Con sus padres?

Asintió.

—Mi madre la echaba de menos... Que era otra forma de echar de menos a su padre. Aquí fue donde vivió gran parte de su vida antes de casarse.

—¿Por qué entonces nunca quiso que usted entrara?

Emilia lo meditó unos segundos, con la mirada clavada en una de las muchas pilas de libros que pueblan mi habitación.

—Supongo que tenía miedo.

—¿De los fantasmas?

—No... De que lo podía pasar conmigo... De cómo... me perderían.

Fruncí el ceño ante sus palabras, sin comprenderlas del todo. Ella, con los ojos de nuevo fijos en mi rostro y notando mi confusión, sonrió.

—¿Tus padres no te perdieron cuando comenzaste a investigar cosas raras?

Su pregunta me tomó por sorpresa, de modo que por inercia miré a Mulder, mi hámster, en busca de una ayuda que el pequeño animal no podía darme.

—Pues... No que creo que me hayan perdido... Nunca me tuvieron en realidad con ellos. —Emilia asintió al escucharme, con esa expresión que reservaba para los pocos momentos así que teníamos. Momentos de confianza, de rasgar un poco la coraza de la persona que éramos para atisbar lo que escondíamos. De la APA, ella era la única persona con la que me atrevía a hablar de mi familia, ni siquiera con Rebeca y Esteban. Y ella lo sabía—. ¿Cree que su mamá tenía miedo de que a usted dejara de importarle el mundo real?

—No lo podría haber dicho mejor. Mi mamá podía ver sin problemas que todo lo referente a los fantasmas, a lo paranormal, me fascinaba. Y esta casa... Tú lo has sentido. Acá dentro todo eso parece tener más sentido.

Era cierto. Es cierto.

—¿Qué pasó ese día? —pregunté tras unos segundos de quietud—. ¿Qué vio... o sintió?

—Lo importante es que los vi.

—¿Vio...? —repetí con la espalda muy tensa—. ¿Qué vio?

—Los rastros —murmuró Emilia antes de cambiar de postura y de tono de voz.

En menos de un segundo volvió a ser la mujer que relataba una historia y yo me transformé de nuevo en su único oyente.

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Emilia observó el interior de la casa desde el umbral de la puerta, ambas manos agarrando con fuerza el dintel y la llave olvidada en la cerradura. Se sintió pequeña en ese lugar, pequeña como una niña frente a algo sobrenaturalmente gigantesco. El pasillo y lo que intuía más allá eran mezcla de sombras y luces polvorientas, espacios dormidos con los ojos entrecerrados. El silencio que los rodeó, antes normal y esperable en un edificio vacío, de repente se llenó de pequeños ruidos, crujidos, brisas que movían cortinas y goteos. Emilia, inmóvil, se preguntó si eran reales o si se los estaba imaginando.

Figueroa & Asociado (Trilogía de la APA I)Where stories live. Discover now