LOS MATONES DEL PATIO

By MarianoEme1

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#FinalistaPremiosWatty2014 ♠ Esta es una historia sobre el difícil paso de la niñez a la adolescencia y otr... More

PRINCIPIOS DE LOS NOVENTA
MIS AMIGOS DEL COLE
FIRMAR Y MANGAR
EL CALVO SE PEGA UN HOSTIÓN
EL ARTE DE MANGAR
PEGAR Y SER PEGADO
PLANES EN EL COMEDOR
JANFRI SE LLEVA UNA LECCIÓN
LA PRIMERA FIRMA EN SPRAY
LAS FECHORÍAS DE JAVI Y ÓSCAR
DESCUBRIMOS EL TERRAPLÉN
A MIKI LE CURTEN UN POCO
MÁS FIRMAS EN SPRAY
VOY AL DIRECTOR
ENCUENTRO ENRIQUECEDOR
EL GRAFITI
MI PRIMERA NOVIA
MACHACANDO A UN JULÓN
LA POLI
PARTIDO CONTRA A
LA MOVIDA
PELEA CON JAVI Y ÓSCAR
EL CORTE INGLÉS
GUSTAVO
PELLAS
ROSITA
SOBREVIVIR COMO SEA
CONTRAATAQUE
EXILIO VERANIEGO
EPÍLOGO
CONTRAPORTADA
Fin

LUNES DE MARZO

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By MarianoEme1

LUNES DE MARZO

«Lunes y lloviendo, ¡qué asco!», fue lo primero que pensé nada más mirar por la ventana de mi habitación y ver cómo las gotas caían desde un cielo gris hasta el patio de vecinos de mi casa. Durante la noche había creído oír cómo la lluvia golpeaba en la ventana, pero la confirmación me caía como un jarro de agua fría. No hay nada más deprimente en el mundo que una mañana lluviosa de lunes, sobre todo si tienes doce años y te toca ir al cole. Lentamente me vestí: primero, los vaqueros; luego, una camiseta de algodón, los calcetines, un jersey de punto y mi orgullo, las zapatillas Puma que me había comprado hacía un mes. Mis primeras zapatillas de marca, que aunque eran de tipo tenis blancas y no negras de bota como las que llevaban los chavales que molan, me daban cierto estatus dentro de la clase, donde iba todos los días de nueve a cinco a cursar séptimo de EGB. Hasta hacía un año mis padres me escogían todo el vestuario, pantalones de pana, jersetitos de lana, zapatitos y los odiosos pantalones cortos durante el verano. Por desgracia, mis viejos eran demasiado anticuados para poder entender que para un preadolescente el ir vestido de niño formal es cuanto menos una humillación y además te pone en el punto de mira de los abusones del patio, de los cuales mi colegio tenía en abundancia. Poco a poco había ido logrando modernizar mi vestuario para ser más enrollado, cambiando panas por jeans y zapatos por deportivas, aunque mi padre todavía no me dejaba llevarlas de bota, tipo baloncesto, pues estas eran, según él, de macarra. Camisetas negras jevis y pelo largo estaban terminantemente prohibidos.

Después de vestirme me fui a la cocina a desayunarme mis krispies mojados en leche con Cola Cao. Con doce años todavía no se me ocurría ducharme antes de ir a ningún sitio, ni echarme desodorante, aftersei ni esas cosas que usan los chavalotes mayores. Acabado el desayuno, mi padre empezó a meterme prisa para que no llegase tarde al cole, echándome como siempre una enérgica e inmerecida bronca. Asustado por sus gritos me di prisa en recoger mis libros de texto, meterlos en el macuto y salir a toda leche de casa. A veces tenía la sensación de que mi padre era como un perro de presa, siempre merodeando alrededor de mí preparado para soltarme una bronca al menor descuido por mi parte. Yo, que nunca había sido un chico travieso ni espabilado, sino más bien un poco despistado, las broncas me las solía ganar más por tonto que por malo. Por lo menos había conseguido que no me llevase al cole de la mano como hacía el año anterior con la consiguiente carga de humillación que eso suponía delante de los demás niños. Protegido de la lluvia con mi anorak y cargado con una mochila llena de libros que pesaba un quintal, salí del portal y me dispuse a recorrer los diez minutos que separaban mi casa del cole, que estaba cerca de Embajadores. Cuando llegué a él, me encontré con el mismo molesto mogollón de chavales bobos corriendo, empujándose, peleándose y dando voces, que me encontraba todas las mañanas. Al final sabía que me lo pasaría bien, siempre que no se metiesen por medio los abusones, pero al principio de la semana me daba una pereza enorme volver a ese torbellino de idiotez, gritos y niños feos que era para mí el colegio.

Hacía ya unos meses que había empezado el cole y la cosa era diferente de como había sido en cursos anteriores. Ahora en séptimo de EGB ya no teníamos una profe con la que dábamos todas las clases, sino varios que iban yendo y viniendo según tocase lengua, mates, sociales, etc. Esto ya nos quedó claro el primer día cuando lo primero que hicieron fue entregarnos un horario con las clases de la semana. Antes, en otros cursos, íbamos un poco improvisando, que si una redacción, un dictado, unas cuentas, pero ahora estaba todo programado. Lo peor de tener varios profesores era que todos ellos venían a la clase con la maldita manía de poner deberes para casa, así que al final del día te ibas con una buena ración de ejercicios de lengua y mates, para pasar un par de horas entretenido por la tarde. Yo en concreto sabía que el viernes nos habían mandado mogollón de cosas para el lunes, pero no había hecho nada, salvo un ejercicio de lengua a medias. Por eso no pude evitar sentirme incómodo cuando a las nueve y cuarto empezó el primer trámite importante del día. Este consistía en que la profesora de lengua iba pasando lista y preguntando si habíamos hecho los deberes. Como ya nos tenía calados a todos, sabía que era mejor no mentir, pues si te pillaba, te echaba una bronca monumental; así que cuando dijo mi nombre, preferí el mal menor y fui sincero.

―Chencho, ¿has hecho los ejercicios?

―Solo he hecho el primero, seño.

―¿Y se puede saber por qué no has hecho los otros dos, calamidad?

―Pues, es que no sabía cómo hacerlos...

―Pues, te llevas el cero igual..., y además voy a tener que llamar a tus padres.

Bueno, ya tenía un cero más, pero por lo menos la bronca no había sido tan grande como la que se merecían los niños que no habían hecho nada. No eran ni las nueve y media y ya llevaba dos broncas en mi haber, y todavía me faltaba  que me pegasen en el recreo, ¡vaya mañanita!

Los deberes no solo servían para que el profesor siguiese la evolución académica de los alumnos, sino que además afectaban al orden social de los propios niños, creando una división entre aquellos que los hacían, los empollones, y los que no los hacían. Los primeros sabían que aprobarían el curso, pero el precio de este aprobado era soportar los insultos y las perrerías a las que eran sometidos. Los segundos eran carne de suspenso y se llevaban broncas constantemente, pero en el día a día gozaban de un estatus mayor en la clase y se libraban del molesto título de empollón que tanto podía afectar a tu reputación. Yo siempre intentaba hacer los deberes a medias, tratando de congraciarme con las dos posturas. Si no hacía los deberes, los profesores me suspenderían y llamarían a mi padre, el cual estaría encantado en soltarme una superbronca, castigarme y pegarme un par de bofetones. Por otra parte, si hacía los deberes, serían los propios niños de mi clase los que me colgarían la etiqueta de empollón y niño bueno e intensificarían el nivel de abuso físico y verbal contra mi persona. Debido a todo este tema, me movía siempre en un difícil equilibrio, tratando de parecer un niño estudioso delante de padres y profes, y un gamberrete delante de los otros chicos.

Después de dos horas de clase y una nueva y absurda ración de deberes para el martes, pudimos salir al recreo a desfogarnos un poco. Esto podría parecer algo bueno, pero no lo era tanto. El recreo era el coto privado de caza de los abusones del patio, bandas de chicos de octavo que se pasaban la media hora que duraba este pegando y abusando de otros chicos más débiles. Por suerte, ese día la mayoría de los tíos mayores estaban ocupados jugando a un rescate con las chicas de su clase, y algunas de la nuestra, por lo que nos dejaron en paz. Entonces, aprovechando el momento de tregua, los niños de mi clase nos dividimos en dos equipos y comenzamos a jugar un partidillo de fútbol en las canchas pequeñas, pues la grande estaba reservada a los mayores. Otra vez más aparecía el orden social dentro de la clase. Al igual que antes con los deberes, ahora el fútbol también creaba una división entre los que eran buenos y los que eran malos, siendo los segundos despreciados. De nuevo yo me encontraba entre las dos categorías, pues bueno no era, pero tampoco un desastre absoluto, así que hacía lo que podía e intentaba jugar bien, no solo para disfrutar, sino también para ir escalando peldaños en la jerarquía escolar.

Este dichoso orden social entre los niños de clase se manifestaba de muchas y diversas maneras y marcaba la diferencia entre ser un triunfador o un pringadillo, lo cual te hacía ser menospreciado por otros y además víctima potencial de abusos. En el colegio había varios factores principales que podían afectar positiva-negativamente a tu posición en este orden social, de los cuales los más comunes eran:

Afecta positivamente                                     Afecta negativamente

No hacer los deberes                                        Hacer los deberes

Ser un gamberro                                                 Portarse bien

Suspender todo menos gimnasia                  Sacar buenas notas

Jugar bien al fútbol                                             Ser un paquete

Llevar ropa de marca y moderna                     Vestir de manera cutre

Pegar y humillar a otros niños                          Ser pegado por otros

Y el más importante de todos

Ser fuerte                                                              Ser débil

Y en las chicas estaba además

Haber desarrollado los pechos                        Estar plana todavía

Salir/ haber salido con un chico                        No salir con nadie

Y el más importante de todos

Ser guapa                                                               Ser fea

Para un chico, o chica, que reuniese la mayoría de requisitos de la columna de la izquierda, la vida en el cole era un camino de rosas, mientras que si por desgracia ocurría lo contrario, tu existencia se concentraba en tratar de pasar desapercibido para no atraer insultos, humillaciones y palos. Una vez más confieso que yo estaba más cerca de la segunda columna que de la primera, aunque con habilidad había conseguido disimularlo bastante bien, convirtiéndome en miembro de importancia menor del grupo de los gamberros para los otros chavales sin perder del todo la fama de buen chico delante de los profes.

Después de jugar el partidillo del recreo, nos fuimos a clase cuando el timbre nos indicó que debíamos subirnos de nuevo, para sentarnos en nuestros incómodos pupitres de color verde y aguantar dos horas de matemáticas. Lo bueno de la clase de mates era que ahí sí que no tenía que fingir no ser un empollón, porque los números se me daban fatal y nunca hacía nada a derechas. Después de este rollazo vino la hora de comer, en la que los niños afortunados se podían ir a su casa y volver a las tres, mientras que los que teníamos padres currelas estábamos condenados a quedarnos en el comedor escolar hasta que se reanudasen las clases por la tarde. Por suerte, estas solían ser el único remanso de paz dentro del horario escolar, pues consistían en una hora de naturales o sociales, la cual a veces incluso molaba y se aprendían cosas de animales salvajes, o de batallas medievales, cosas sencillas y lógicas, no como los jeroglíficos incomprensibles e inútiles de lengua o mates: análisis sintáctico, análisis morfológico, polinomios, ecuaciones, etc. Nunca llegué a entender por qué nos explicaban todas esas cosas sin sentido, a la par que aburridas a más no poder. La segunda hora de la tarde era mejor todavía. En un ambiente relajado teníamos clase de dibujo, de cerámica o incluso de gimnasia, las cuales podían estar muy bien si el profesor de turno era majo y no un imbécil que las estropease tomándoselas demasiado en serio.

A las cinco de la tarde sonó el timbre que indicaba que el lunes ya estaba sentenciado, aunque todavía me quedaba otro pequeño escollo que salvar, un escollo en la forma de un señor alto, delgado y con un bigote negro. Desde que los peques habían empezado el colegio, mi padre tenía la puñetera manía de venirnos a recoger todos los días a la puerta del cole. Esto ya era humillante de por sí, pues la totalidad de mis compañeros se iban solos a casa desde hacía mucho y a mí todavía con doce años me venía a recoger mi papá a la entrada. Por si fuera poco trauma, mi viejo era un hombre de muy mal genio y poco tacto, y muchas veces me soltaba una sonora reprimenda ahí mismo, en el patio, delante de todos los niños, haciendo la ración de humillación todavía más obvia. A veces incluso pasaba miedo cuando en lugar de reñirme a mí, se dedicaba a abroncar a otros chicos del cole por cualquier motivo, sobre todo si eran mayores que yo. «Déjales en paz, no ves que luego me pegan a mí», me daban ganas de gritarle cuando empezaba con sus reprimendas a los chicos más gamberretes del cole, pero en lugar de hacerlo me quedaba callado y trataba de hacerme invisible. Para evitar todo esto, mi truco era salir de clase a toda pastilla, sin perder un minuto, e intentar que nos fuésemos rápido del colegio a casa. Esto a veces no me funcionaba porque los peques nos hacían perder mucho tiempo cuando se quedaban jugando con sus amiguitos, y este retraso le daba tiempo a mi padre a montar más de una en el patio.

Ese día por suerte la cosa fue bien y salimos rápido hacia casa. Por el camino paramos en una tienda de ultramarinos a comprar un Bollicao para la merienda y luego, a casa. Una vez en la seguridad de mi hogar abrí el macuto y saqué los libros de texto que llevaba para empezar a hacer los deberes. No había estado mal la cosecha, tres ejercicios y una redacción en lengua, cuatro ejercicios de mates y tres de sociales. En lugar de relajarme y descansar, me pasé hasta las siete y media tratando de hacerlos, pero eran muy difíciles y tan aburridos que al  final desistí y me puse a jugar al Sonic The Hedgehog en la Megadrive. Cuando me cansé de la consola, me puse a ver la tele y así hasta la hora de cenar, ese día, patatas fritas y salchichas, y luego, más tele. A las doce se acabó el programa que ponían y me fui a acostar.

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