Cuando los ángeles merecen mo...

By tormentadelluvia

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Mi único propósito es informar sobre el trastorno bipolar, las pérdidas de personas muy cercanas y la depresi... More

Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
El final

Capítulo 10

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By tormentadelluvia

Estaba sentada en el borde de la cama, intentando leer «El guardián entre el centeno». Crucé mis piernas desnudas por debajo de mí, suspirando con fuerza. Había tanto silencio que no lo soportaba. Estaba harta de esta allí, estaba harta de no poder ir hacia el comedor para tomar un vaso de agua. Estaba castigada por lo que se supone que había hecho.

La puerta de mi habitación se abrió de par en par. Las luces estaban apagadas, pero tenía una mesa de luz pequeña con una lámpara encima de ella junto a mi cama. Proyectaba una luz muy tenue, pero era lo único que habían podido conseguirme.

Alcé la vista para enfocar mis ojos hacia la puerta abierta. Un cuerpo alto y fornido se distorsionó por la luz que alumbraba desde el pasillo. Al principio parecía una sombra gigantesca, como la muerte en persona, pero luego descubrí que era mi padre. El contorno de su cuerpo era muy familiar hasta para reconocerlo a distancia. Todavía llevaba la ropa del trabajo, pero en aquel momento estaba arrugada, demasiado desarreglado para ser él, el «perfecto padre abogado». La corbata que rodeaba su cuello tenía el nudo desatado, colgando con su larga textura hasta la parte de arriba de sus muslos. Tenía la camisa fuera de sus pantalones altos, y no estaba calzando nada en los pies.

Una brisa fría recorrió desde el pasillo hasta dentro del dormitorio, provocándome un estremecimiento en mis brazos desnudos. La brisa trajo un aroma a alcohol consigo.

-Papá -dije.

Estaba ebrio. Había estado tomando nuevamente. Por el momento no sabía si sentirme decepcionada o feliz por eso.

Él era colérico o lleno de ira la mayoría del tiempo, cuando estaba sobrio.

Pero cuando estaba ebrio, él...

-Lo siento tanto -balbuceó.

Corrió hacia mí. Se puso de rodillas, colocando sus manos en mis piernas extendidas. Enterró su cabeza en mi regazo, con sus hombros dando sacudidas por su llanto desconsolado.

-Ya, papá -susurré levantándolo del suelo-. No llores.

-Te golpeé tan fuerte -dijo acariciando mi mejilla adolorida, su rostro rojo y contraído por el llanto-. Soy un monstruo.

-No, papá -dije con voz infantil, para que él me recordara de pequeña, para que él dejara de sentirse angustiado y volviera a ver la niña pequeña que había sido-. Tú no eres un monstruo.

Acaricié su cabeza calva. Sus labios temblaron tanto que tuve que reprimir las ganas de taparle la boca con las manos para no verlo así.

Lo comprendía, porque se la pasaba todo el día trabajando para darnos de comer, para conseguir los medicamentos necesarios. Estaba cansado, angustiado. Lo que le pasaba a Clementine era como una bola de demolición, tirando abajo las murallas que con tanto esfuerzo habíamos construido.

-Soy un monstruo -susurró-, soy un monstruo...

Mi castigo había sido levantado. Mi padre, se desvaneció, echándose a dormir en mis brazos. Conté los escasos minutos para que él por fin quedara dormido profundamente y parase de llorar tanto. Lo acomodé en mi cama, tapándolo con las sábanas de algodón. Permanecí frente a él, mientras dormía, con la saliva derramándose fuera de su boca abierta. Pequeñas arrugas surcaban en su rostro como expresiones que quedarían en su piel permanentemente.

No podía odiarlo.


«Un hombre roto. Un alma rota.»


Cerré la puerta detrás de mí. Con un suspiro de cansancio, me dirigí hacia la cocina, con los ruidos de las cacerolas entrechocándose entre sí y la puerta del refrigerador cerrándose de golpe. Un susurro extraño permanecía en el alboroto que se oía desde la cocina. Mi madre estaba sollozando.

Tenía la cara contraída por el llanto, como mi padre. Es extraño ver a una persona llorar con la cara contraída, porque no sabes si se está riendo o si siente un dolor inmenso en el pecho. Es una expresión indescifrable, porque expresa muchas cosas al mismo tiempo, no sólo dolor y tristeza.


«Una mujer rota. Un alma rota.»


-Déjame ayudarte.

-No... -dijo débilmente.

Pero no me detuvo.

La ayudé a servir la mesa lo más rápido que pude. Ella abrió la boca, para anunciar que la comida estaba lista.

Me apresuré a hacerlo antes que ella. Porque no quería escuchar su voz romperse por el llanto.

Ni siquiera levantó los ojos hacia mí en toda la comida. Nadie echó un vistazo en mi dirección. No sabía qué pensar de todo aquello. Todos parecían apenados excepto Clementine, que sonreía para sus adentros por algún recuerdo suyo. Todo era extraño, miles de preguntas se arremolinaban en mi cabeza, miles de salidas de esta vida se planeaban en mi cabeza como caminos intercalados. Pero no había salida, no había por qué huir. Tenía que quedarme y permanecer con ellos.

Continué comiendo la comida en pequeños y lentos bocados, sintiéndome completamente sola, rodeada por una familia que se ahogaba en sus propios pensamientos mientras yo me estaba hundiendo y nadie lo sabía. Nadie se daba cuenta.

Alcé la cuchara hacia mi rostro. Mi cabello platinado brillaba bajo la luz del techo. Mis ojos celestes lucían oscuros, metálicos, por la cuchara de acero. El reflejo de mi rostro era desfigurado en ella.

Pero lo único que veía era a una chica rota.

Un alma rota.


***

Sábado 9 de Marzo, 2013


Estábamos a comienzos de otoño, así que el aire alrededor era tan frío que parecía que el cielo iba a romperse como el hielo. La noche era tan oscura que me provocó un estremecimiento, pero eso no me daba razones para detenerme. Caminé con avidez, manteniendo un ritmo acelerado y masculino. Tenía la cabeza gacha y unos mechones de cabello se me escapaban de la capucha de la sudadera.

Si quería pasar desapercibida por las calles, tenía que sentirme como un fantasma, como una sombra que no tenía dueño.

De repente me arrepentí de no llevar más abrigo encima. Los pantalones sueltos que llevaba no eran tan cálidos, pero ocultaban mi figura femenina. Los dedos de las manos comenzaron a sudar a pesar del frío y mi aliento se convertía en un halo de humo blanquecino. Me encaminé unas cuantas cuadras hacia al norte, tratando de no mirar por detrás de mí varias veces para llamar la atención. Mi cuerpo se puso en alerta, rígido.

No llevaba maquillaje en el rostro. De ese modo nadie podría reconocerme.

Con pasos ágiles, me acerqué hacia la casa. La puerta se abrió de par en par en cuanto la pateé con fuerza. El muchacho lanzó una mirada de irritación en mi dirección, a punto de soltar un insulto de «qué diablos estás haciendo» hasta que se dio cuenta de quién era.

Se había olvidado de mi singular toque de puerta.

Abrió los ojos asombrado y se inclinó ligeramente hacia adelante.

-Hola, muñeca -me dijo.

Esbocé una sonrisa elocuente. Jonny era mucho más alto, tres cabezas más de altura que yo. Tenía un cuerpo corpulento y repleto de músculos hinchados que hacía que sus remeras no entraran en sus brazos como deberían. No había ningún trozo de piel que no estuviera cubierto de tatuajes fascinantes de calaveras y frases de muerte. A excepción de su rostro, que era lo bastante inteligente como para mantenerlo libre de ellos.


Jonny es boxeador, él me había enseñado muchas técnicas de defensa personal, años atrás cuando asistía a las clases de kick boxing. Era un gran tipo. Hasta cierto punto.

Mi primer encuentro con él nunca fue tan amistoso, pero acabó por respetarme. Se volvió un gran amigo para mí.

Hacía un año aproximadamente, tenía un mejor amigo que se llamaba Matías. Todos pensaban que él era mi novio, porque estábamos juntos la mayoría del tiempo. Muchas veces nos besábamos en público, pero no era nada más que un roce de nuestros labios. Lo admiraba como persona, porque él era alguien admirable, alguien con quien siempre pude contar. Su sexualidad era indiscutible, aunque él siempre permaneció con su cierto aire masculino. Matías era más masculino que diez hombres juntos. Era un hombre de verdad, lo amaba como a un hermano y era mi mejor amigo.

Matías tenía sus ciertas rivalidades. Muchos chicos lo odiaban. Incluso Jonny. Compartían un odio mutuo y profundo. Se lo pasaban discutiendo. Jonny tenía una pandilla, un grupo ridículo pero que alberga mucho poder en la ciudad. Cada vez que encontraban la oportunidad de golpearlo, la aprovechaban. Me cansaba de encontrar a Matías en la puerta de mi casa, moribundo, perdiendo sangre y con los ojos morados.

Le planté la cara en cuanto me harté de todo eso. Matías decía que no me atreviera en meterme en sus asuntos, porque era peligroso, porque Jonny era alguien quien no tendría problema en quitarte la vida de un día para otro.

Dio la casualidad de que lo encontré solo en la calle. Le di la vuelta bruscamente y empecé a decirle todo lo que sentía, todas las palabras que me había tragado para no meter el dedo en la llaga. Lo insulté de miles maneras, pero ni siquiera alcé la voz. Mi madre siempre decía que yo tenía un poder, un poder con las palabras; para herir, para tocar a alguien más, para endurecer y ablandar corazones a través de ellas. Al parecer usé mi «poder» en aquel momento, porque Jonny me pidió disculpas, hasta le pidió disculpas a Matías horas después.

Desde ese día Jonny se mostraba sumiso en mi presencia.

Sospechaba que él quería hacer algo más, tal vez vengarse de mí. Pero jamás lo hizo. Siempre me había echado una mano en cuanto volver a casa con Clementine desmayada o drogada en las madrugadas. También había recibido el apoyo de su pandilla. Se convirtió en un amigo hasta cierto punto, como un guardaespaldas de confianza. Puedo contar con él en muchas ocasiones, aunque últimamente se ha metido en muchas problemas y dice que ya no nos podemos ver como antes, por mi «seguridad».

-¿Está enamorado de ti? -me decía Clementine con aire de desconfianza.

Yo no creía que fuera así, pero ni siquiera me importaba la respuesta.


Jonny me atravesó con la mirada y barrió con sus ojos mi vestimenta.

-No tendría problema en hacerme homosexual en este mismo momento -se burló con una sonrisa de suficiencia.

-¿Calle? -insistí con impaciencia.

-Casa 557 -susurró examinando la calle que estaba detrás de mí para ver si alguien me seguía-. Calle Sarmiento.

-Gracias, Jonny -contesté con una sonrisa.

Me coloqué de puntillas para plantar un beso en su mejilla.

-Ten cuidado -me dijo, su mirada preocupada.


Atravesé varios callejones. Una fina lluvia caía del cielo cubierto. Busqué la luna, pero no había ni rastro de ella. Mientras caminaba, observaba el suelo para que los faroles de las calles no alumbraran ninguna parte de mi rostro. Tenía que pasar por desapercibida. Divisé varias ratas y cucarachas cruzar a través del camino. A pesar de lo que estaba a punto de hacer en aquel momento no albergaba muchas esperanzas en mí, permanecía calmada. Una mujer y una niña se acurrucaban contra la pared de un bar abandonado, cubriendo sus cuerpos con mantas sucias y raídas.

«No las mires a los ojos», pensé automáticamente. «No las mires a los ojos.»

Apresuré mis pasos cuando la niña comenzó a llorar. Sentía un abismo inmenso dentro de mí, una fuerte necesidad de ayudar. Pero yo no podía hacer nada por ellos.

De repente me sentía insegura, así que dudé antes de dar otro paso más. Si Jonny hubiera estado conmigo posiblemente me hubiera sentido más segura, no tan indefensa.

El viento fuerte amenazó con aventar mi capucha hacia atrás, para dejar al descubierto mi rostro limpio. Apreté los dientes y repetí la calle a regañadientes.

En el camino, me crucé con una pareja de enamorados que me confundieron con un tipo perdido.


Al llegar a mi destino, me oculté en el jardín de la casa 557. Me daba la sensación de que había llegado justo a tiempo, ya que se oían voces profundas y alteradas desde allí dentro. Las luces tenían un tono chillón anaranjado, y podía divisar sombras rápidas cruzando las ventanas cubiertas.

Una voz nerviosa balbuceó por lo bajo, mientras otras tres voces amenazantes lanzaban palabras por lo bajo, pero eran tan profundas que no tenía que analizarlas dos veces como para entender lo que decían.

Allí era donde vivía Kevin. Bonnie estaba dentro, con su pandilla mafiosa. Ya lo sabía. Sí, en nuestra ciudad había muchas pandillas. En realidad, su padre pertenecía a la Policía Estatal y él no hacía más que aprovechar el título de su puesto para escapar de los problemas y vender droga en los boliches. Siempre buscaba pelea y la podía conseguir dentro de la casa de Kevin.

Maldije a Kevin en mi mente de diferentes maneras.

Bonnie había aprovechado pillar desprevenido a Kevin. Era consciente de que no había otras voces por detrás. Su madre debía estar trabajando en la guardia del hospital. Kevin le debía unas cuantas deudas a Bonnie, el muy tonto, siempre le pedía favores que debía devolver pero que nunca hacía. Si no le devolvía el dinero o cualquier cosa que Kevin le había pedido prestado, entonces Bonnie y su pandillita de casi-mafiosos se encargaban de dejarle el rostro desfigurado y llenarlo de unos cuantos golpes.

No llegó a ser un par puñetazos, cuando Bonnie salió con la cara roja y respirando furiosamente. Otros dos sujetos le siguieron como perros falderos y trotaron lejos de la casa, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Aguanté la respiración, ya que Kevin los observaba desaparecer en un callejón a lo lejos, con el corazón en la boca. Solté un suspiro, pero contuve la respiración, porque el humo de mi aliento delataría mi escondite.

Maldijo varias veces, pateando una lata en la acera con furia. Sonreí para mis adentros.

A veces el karma era tan celestial.

La lata rebotó en el suelo hasta que chocó contra un farol de luz. De pie, sonreí maliciosamente. Kevin se quedó inmóvil de repente, con la pierna hacia atrás, a punto de patear la lata otra vez. Me escrutó con la mirada y le temblaron los labios cuando me reconoció.

-¿Qué haces aquí?

-Vine a visitarte -respondí con dulzura, las manos en los bolsillos.

-Hombre, ya. Te creo. De verdad -dijo con sarcasmo-. ¿Me vas a dar otra paliza? Por si no lo sabías, se te adelantaron un poco. -señaló con la barbilla en donde Bonnie y sus tontos amigos habían desaparecido-. A menos que tengas hambre y sed de venganza. Como siempre.

-Mi hambre y sed de venganza jamás desaparecerá hasta que te vea muerto.

Kevin luchaba por ocultar su temor, pero no lo logró.

-Brenda -reprochó, tembloroso-. Ya me partiste el cráneo la última vez. Me diste miles de palizas en estos últimos años. Te he pedido perdón.

-El perdón no vale cuando no se siente. -Me acerqué a él sigilosamente, todavía sonriendo con orgullo-. Pero esta vez no voy a golpearte. Aunque me sobren las ganas.

Sus labios dibujaron una mueca divertida. Me miró con curiosidad.

-¿Y entonces?

-Necesito que hagas algo por mí.



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