Cuando los ángeles merecen mo...

Por tormentadelluvia

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Mi único propósito es informar sobre el trastorno bipolar, las pérdidas de personas muy cercanas y la depresi... Más

Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
El final

Capítulo 3

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Por tormentadelluvia

Jueves 7 de Marzo, 2013


Cuando llegué a la calle, el crepúsculo descendía poco a poco sobre el lugar. Las casas proyectaban sombras alargadas por la luz del sol sobre las calles.

Con la vista fija en el suelo, memorizaba el contorno de mis botas negras, manchándose con el barro y los charcos sucios que se amontonan en la acera.

Alcé la vista hacia el cielo, con las gotas de la lluvia provocando cosquillas en mis mejillas. Parpadeé, cuando divisé una gota negra derramándose en la zona de mi garganta. La lluvia barría mi rostro y el maquillaje negro que rodeaban mis ojos. A pesar de que el delineador era a prueba de agua, no era suficiente para soportarlo bajo la lluvia torrencial. El frío gélido me abrazaba hasta los huesos, así que traté de reprimir un estremecimiento.

Observé a la multitud que pasaba a mi lado con prisa, los paraguas refugiándolos de una lluvia que no paraba de atacarme. En aquel momento no me importaba permanecer bajo la lluvia, pero el frío era el problema real.

Una mujer apresurada se detuvo a mi lado cuando me vio. En su rostro, la preocupación y conmoción inundó en sus expresiones. La observé, desde arriba, con expresión sombría. Ella era de tamaño muy pequeño, como mi madre. Pero era mucho mayor que ella, con cabello gris surcando en los mechones de su cabello. Dio un par de pasos hacia atrás, dubitativa. Ella estaba luchando por elegir entre refugiarme con su paraguas, indicar el maquillaje corrido por mis mejillas o preguntar si me encontraba bien.

Pero no hizo ninguna de esas cosas. Y se fue.

La observé alejarse con rapidez, con los hombros encogidos, claramente avergonzada o asustada de mi aspecto en aquel momento porque estaba segura de que no me veía muy atractiva que digamos.

Suspiré, mi respiración convirtiéndose en un vaho blanquecino mezclándose con el aire pesado por la humedad. Al recordar los cigarrillos, me entraron unas ganas inmensas de fumar, pero estaba tratando de abandonar ese mal hábito.

Recuerdo que aquel día no tenía clases. Estaba en el último año como estudiante, a punto de graduarme de la preparatoria. Pero los profesores ni siquiera se tomaban la molestia en asistir a nuestras últimas clases.


Estaba de camino a casa con una pequeña sonrisa esbozada en mis labios. Era consciente de que tendría la casa para mí sola por la mañana, ya que mis padres estaban en el trabajo.

Y luego recordé quién se había quedado en casa.

Clementine.

La multitud iba y venía. Se tropezaban conmigo. Algunos murmuraban disculpas, unos me miraban de reojo, otros ni siquiera se daban cuenta de mí y continuaban en su camino como si yo no fuera alguien en absoluto.

«Exigen que los trates como a una persona, pero ni siquiera ellos tratan a los demás como tal.»

Estaba a punto de cruzar la calle cuando la luz roja del semáforo me detuvo a mí y a un par de personas. Solté un bufido mientras la gente con paraguas negras me rodearon.

Observaba la luz roja, la acera húmeda reflejando el cielo oscuro. Los autos y carros pasaban rápidamente, inconscientes de la calle resbaladiza. Algunos se detenían en seco pero continuaban acelerando, como si ellos no estuvieran a punto de cometer un accidente.

Clavé mi vista en el suelo, sumida en mis pensamientos. Qué fácil era dar un par de pasos hacia adelante, y esperar.

Esperar... un destino que tal vez ansiaba terriblemente.


Por el rabillo del ojo divisé a alguien pegar su brazo con el mío. Traté de ignorarlo, pero no pude evitar echarle un vistazo. Era un chico joven, bastante alto y esbelto. Estaba observándome también, con las manos rosadas por el frío. Movía su paraguas negro con nerviosismo. Me preguntaba qué estaba intentando hacer cuando dejé de sentir la brizna de la lluvia encima de mí. Quedé perpleja de la sorpresa, lanzándole una mirada con el ceño fruncido. Sonrió; una sonrisa tímida pero abierta que dejaba al descubierto una fila de dientes blancos y perfectos.

No me molesté en devolverle la sonrisa. Clavé mi vista hacia delante. La luz verde apareció de repente y me apresuré a cruzar la calle. Una moto avanzó frente a mí, ignorando la luz verde de los peatonales. Continué caminando con todas las personas detrás. Sentía miles de miradas posadas en mí, ya que era la única chica desalineada —como diría mi madre— que no tenía un paraguas arriba de su cabeza. Sospechaba que se trataba también de mi vestimenta. Todos se quedaban mirando mis botas negras y altas, con un toque femenino, vulgar y elegante al mismo tiempo. Me gustaban, eran mis favoritas, al igual que Clementine.

El chico de atrás apresuró su paso hasta llegar a mi altura y volvió a compartir el paraguas conmigo. Subimos al pavimento del frente y pasamos por un supermercado abandonado. Una cucaracha negra zigzagueó a través de mis pies hasta desaparecer dentro de una alcantarilla.

—No hace falta, gracias —le dije.

Me hice a un lado.

—Insisto —dijo con una voz ronca.

Le lancé una mirada de irritación. Soltó una sonora carcajada.

—Eres la única que no tiene un paraguas.

—No me había dado cuenta —respondí.

Él volvió a reír. Miré sus pies, que calzaban unas converse negras cubiertas de lodo. Lo examiné con atención, porque en aquel momento me resultaba bastante atractivo. Pero eso era todo. Callé los pensamientos de mi mente y continué centrada en mi camino. Seguimos avanzando unas cuantas cuadras más en silencio.

La brisa fría todavía me helaba hasta los huesos pero me negaba abrazarme con los brazos. El chico se acercó a mí como si pudiera leer mi mente y pegó su brazo con el mío por segunda vez. El calor que emanaba su cuerpo era cálido y bienvenido. La sonrisa que esbozó en sus labios hizo que me mordiera el labio para no soltar un bufido.

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó.

Por el rabillo del ojo lo observé. El chico me imitó.

—A mi casa.

—Qué específica —dijo con una mueca divertida—. ¿Y se puede saber dónde se encuentra tu casa?

«Piensa que estoy jugando. Y él no tiene idea de la desconfianza que siento.»

—A treinta cuadras de aquí.

—Whoa —dijo de repente, su mano rozó la mía accidentalmente—. Eso está un poco lejos.

—Lo sé.

El chico parecía querer agregar algo más pero permaneció en silencio.

—¿Por qué haces esto? —pregunté por fin, sin mirarlo en absoluto.

«Vamos al grano.»

—¿Hacer qué? —fingió estar confundido.

—Acompañar a una desconocida.

Realmente no sé por qué había dicho eso. Me arrepentí, al instante. Pero él pareció reflexionarlo mejor. Nuestras manos se volvieron a rozar. Estaba segura que esa vez no había sido por accidente. Había algo en él que me resultaba familiar. Sentía el calor de su cuerpo transportándose al mío. La lluvia se impulsó con más fuerza y los chorros de agua comenzaron a adornar el paraguas como estelas transparentes.

Todavía lo recuerdo. Sus pestañas húmedas y su cabello castaño. Sus ojos eran relucientes, como dos lunas en las cuencas de su rostro. Automáticamente mi cerebro lo apodó como «chico plateado». Por sus ojos.

—Porque no me gusta ver a las personas solas. Luces como un cachorro mojado.

Se rió de sus pensamientos por lo bajo.

«Ahora resulta que soy un cachorro mojado», pensé ensimismada. «¿Un cachorro mojado con el maquillaje corrido?»

—Tú también estás solo —respondí ignorando lo último. Yo no era débil.

Fruncí los labios, intentando contener la risa.

—Pero ya no. —Me sonrió.

Luché por no ruborizarme. Aparté la mirada para que no pudiera ver mi expresión y el rubor asomarse en mis mejillas. Soltó una suave carcajada, como de victoria. Me rodeé a mí misma con los brazos y accidentalmente toqué su hombro. Intenté evitar su mirada pero terminamos mirándonos a los ojos.

Contuve la respiración por puro impulso. Es como cuando lo haces inconscientemente, y que luego te das cuenta de ello minutos u horas después. Sus labios esbozaron una pequeña sonrisa sincera.

Aquella vez sí le devolví la sonrisa. No de esas sonrisas que dejabas tus dientes al descubierto. Una sonrisa cálida, pero con desgano.

Nos aproximamos hasta la esquina de mi casa. Me detuve en seco. Él pareció no notarlo, hasta que dio dos pasos más y se volvió luciendo sorprendido.

—¿Tan pronto? —dijo y añadió—: ¿Es aquí?

—Es aquí —afirmé.

—Bueno, espero que recuerdes llevar un paraguas antes de salir.

Estaba a punto de responderle de que no tenía un paraguas propio, que mi madre había comprado sólo tres paraguas y que no había ninguno para mí. Lo guardé para mis adentros.

—Lo sé, lo recordaré —respondí limitándome a esbozar una media sonrisa.

—Antes de que te vayas. —Me detuvo, tropezándose con las palabras—. Me gustaría saber tu nombre.

Me alejé unos cuantos pasos hacia atrás, con la vista fija en él. La lluvia fría volvió a inundarme el cuerpo, sin el paraguas refugiándome. El calor que el chico plateado compartió conmigo se desvaneció. Sonreí con satisfacción, imitándolo.

—Brenda —respondí—. ¿Y tú?

—Mark —sonrió—. Te veo luego.

—Adiós.

Ingresé a casa con una sonrisa burlona en el rostro. En aquel momento me permití estremecerme del frío, porque ya nadie estaba viéndome. Parecía que la temperatura iba descendiendo cada vez más, acompañándose de un fuerte viento que me revolvía el cabello.


En algún momento, hasta los días más cálidos pueden convertirse en los días más fríos de tu vida.



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