Los muchachos de Jo/los chico...

By LinaRochaMedina

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Escrito por Luisa May Alcott; este libro sigue después de hombrecitos y con este se termina la saga de mujerc... More

Capítulo 2 El parnaso
Capítulo 3 Los últimos apuros de tía Jo
Capítulo 4 Dan
Capítulo 5 Vacaciones
Capítulo 6 Últimas palabras
Capítulo 7 El león y el cordero
Capítulo 8 Josie hace la sirena
Capítulo 9 Volvió la polilla
Capítulo 10 John se coloca
Capítulo 11 Emil agradece a Dios
Capítulo 12 La navidad de Dan
Capítulo 13 El año nuevo de Nat
Capítulo 14 Las representaciones en Plumfield
Capítulo 15 En la espera
Capítulo 16 En la cancha de tenis
Capítulo 17 Un rato con las muchachas
Capítulo 18 Día aniversario
Capítulo 19 Rosas blancas
Capítulo 20 Vida por vida
Capítulo 21 El caballero de Aslanga
Capítulo 22 El último aspecto

Capítulo 1 Diez años despúes

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By LinaRochaMedina

-A cualquiera que me hubiera dicho que en estos diez últimos años tendríamos tantos y tan admirables cambios, hubiérale yo contestado que no le creía y que se burlaba de mí -dijo la señora Jo (tía Jo, como la llamaban los chicos) a la señora Meg, al sentarse un día en la plaza de Plumfield, mirándose mutuamente con las caras rebosando orgullo y alegría. 

-Esta es la clase de magia que sólo se opera con el dinero y con los buenos corazones. Estoy segurísima de que el señor Laurence no podrá tener un monumento más noble que el colegio que tan generosamente fundó a sus expensas. Y la memoria de tía March se conservará en una casa como ésta tanto tiempo como la casa exista -contestó la señora Meg, que se complacía siempre en alabar a los ausentes.

-Recordarás que cuando éramos pequeñas acostumbrábamos a hablar de hadas y encantamientos, y decíamos que si se presentara una, le pediríamos tres cosas. ¿No te parece que por fin se cumplieron las tres cosas que yo deseaba? Dinero, fama y mucho amor -dijo la tía Jo, arreglándose cuidadosamente el pelo, en forma muy diversa de como lo hacía cuando era muchacha. 

-También se cumplieron las mías y Amy está disfrutando con gran contento de las suyas. Si mamá, Juan y Beth estuvieran aquí quedaba la obra terminada y perfecta -añadió Meg con voz temblorosa-; porque el sitio de mamá está ahora vacío.

Jo puso su mano sobre la de su hermana y las dos guardaron silencio por un momento contemplando la agradable escena que tenían a la vista, mezclada de recuerdos tristes y agradables. 

La verdad es que en todo aquello parecía que había algo de magia, porque el pacífico Plumfield se había transformado en un pequeño mundo de actividad constante. Las casitas parecían más hospitalarias, tenían las fachadas bien pintadas, los jardincitos muy bien cuidados; por todas partes se respiraba alegría y bienestar, y en lo alto de la colina, donde en otro tiempo no se veían más que águilas revoloteando, se levantaba ahora, majestuoso, el hermoso colegio edificado con el cuantioso legado del magnífico señor Laurence.

Las sendas que conducen a la colina, en otro tiempo desiertas, se veían ahora muy frecuentadas por los estudiantes, unos entretenidos con sus libros y otros alegres y revoltosos yendo y viniendo de un lado para el otro, disfrutando todos de lo que la riqueza, la sabiduría y la benevolencia les había deparado.  

  Casi tocando a las puertas de Plumfield se veía, entre los árboles, una bonita quinta y una regia mansión. La primera era de Meg y la segunda del señor Laurence, que al instalarse cerca de su antigua casa una fábrica de jabón había huído a Plumfield, mandando edificar la suntuosa casa donde vive ahora. Y de aquí parten los cambios y prosperidad de Plumfield. 

Todo era alegría y bienestar en esta pequeña comunidad; y el señor March, como capellán del colegio, había visto por fin realizados los dorados sueños que durante tanto tiempo había acariciado. El cuidado de los muchachos del colegio se lo habían dividido las hermanas, y cada una de ellas se había encargado de la parte más de su gusto. Meg era la madre amiga de las niñas; Jo, la confidente y defensora de todos los jóvenes, y Amy, la señora "Munificencia", la que con mucha delicadeza quitaba las asperezas del camino para que se protegiera a los estudiantes indigentes, y los entretenía con su agradable conversación, tratándolos con tanta dulzura y cariño, que no nos extraña que todos le llamaran "la madre del amor", y al colegio el "Monte Parnaso", ¡tan lleno estaba todo de música, de belleza y de cultura!

Los primeros doce muchachos egresados de este colegio se habían desparramado por las cuatro partes del mundo durante estos últimos años, pero todos vivían y recordaban con alegría al viejo Plumfield, y tan presente tenían todo lo que allí habían aprendido, que cada día se encontraban más animosos para hacer frente a los contratiempos de la vida. Guardaban siempre en sus corazones la gratitud y el recuerdo de los alegres días que pasaron allí. Dedicaremos cuatro palabras a cada uno de ellos y en otros capítulos hablaremos más exten­samente de sus vidas.

Franz estaba con un pariente comerciante en Hamburgo; hoy ya tenía sus veintiséis años y se encontraba muy bien. Emil era el marinero más alegre que navegó por el azul océano. Su tío lo había embarcado, a disgusto del muchacho, para que hiciera un gran viaje, con objeto de que sentara un poco cabeza; pero volvió tan contento y satisfecho de la vida del mar, que estaba decidido a tomarla como profesión. Así lo hizo, y su tío, que era alemán, le daba participación en los negocios del barco; así es que el muchacho se consideraba dichoso. Dan andaba todavía buscando; porque después de sus investigaciones geológicas en América del Sur, se dedicó durante algún tiempo a la agricultura, y ahora se encontraba en California buscando minas.

Nathaniel o Nat, como le llamaban para abreviar, andaba muy atareado en el conservatorio de música, preparándose para poder marchar a Alemania, donde pensaba pasar un par de años para completar sus estudios.

Tommy estudiaba con entusiasmo medicina, y decía que cada día le iba gustando más. Jack estaba en el comercio con su padre, procurando hacerse rico lo antes posible. Dolly, Stuffy y Ned seguían en el colegio estudiando derecho. 

 El pobre Dick había muerto, y Billy también, pero nadie los lloraba, porque en vida habían sido en todo tan desgraciados como lo fueran de cuerpo, pequeños y contrahechos.

A Rob y a Teddy les llamaban «el león y el cordero», porque el último era tan desenfrenado como el rey de los animales y el primero tan manso como una de esas ovejas que no balan nunca. La tía Jo le llamaba "mi hija" y lo consideraba como el muchacho más obediente del mundo, del natural más noble y de maneras delicadísimas.   

Pero en Teddy veía ella reunidas, en una nueva forma, todas las fallas, antojos, aspiraciones y burlas de cuando ella era muchacha. Con sus mechones de cabello tostado, siempre en enmarañada confusión, con sus brazos y piernas enormemente largos, con aquella voz tan ronca. con su continua movilidad, había llegado Teddy a ser una figura prominente en Plumfield.  

Tenía buenas ocurrencias, talento natural y disposición para el estudio, pero mezclado con gran dosis de orgullo, y su madre, al oírle hablar, en los momentos en que razonaba bien, decía que no sabía lo que llegaría a ser aquel muchacho.  

Medio-Brooke había terminado ya sus estudios de colegio con gran lucimiento, y la señora Meg trataba de inclinarlo a que fuera clérigo, hablándole con mucha elocuencia de los sermones que predicaría, así como de la larga, útil y honrada vida que llevaría. Pero John, como ella le llamaba ahora, decía con firmeza que no abriría nunca un libro de teología ni de ninguna clase, porque de libros ya estaba más que harto y reharto, y que lo que deseaba era saber más de lo que sabía de los hombres y del mundo; y para esto, lo mejor y lo que a él más le gustaba era ser periodista; con lo cual la pobre señora quedaba desilusionada y desalentada.   

Esta determinación de su hijo fue un golpe fatal para la pobre señora, que había acariciado durante muchos años la idea de que su hijo sería ministro del Señor; pero, por otra parte, sabía perfectamente que lo mejor es dejar a los jóvenes con sus inclinaciones y que la experiencia es el mejor maestro, así es que no le volvió a hablar más de este asunto, pero siempre confiaba en que un día lo vería en el púlpito.  

 La tía Jo se enfurecía cuando oía decir que habría un periodista en la familia, y lo instaba para que desistiera de su idea, pero el mu­chacho callaba y seguía firme en sus trece. No le disgustaban a Jo las tendencias literarias de su sobrino, pero lo que no quería de ningún modo es que pensara en los periódicos. Su tío Laurie, en cambio, le animaba para que lo fuera, y le pintaba la cosa de tal manera, que no había en el mundo carrera más brillante ni mejor que la del periodismo; le decía que Dickens y otras muchas celebridades empezaron así y llegaron a ser famosos novelistas de renombre universal.   

 Las muchachas prosperaban mucho. Daisy seguía siendo tan dulce como antes; era el consuelo, la compañera de su madre. Josie, a los catorce años de edad, era la joven más original del mundo; llena de rarezas y peculiaridades, la última de ellas era la gran pasión que se había despertado en ella por la escena, que causaba a su madre y a su hermana gran inquietud, pero al mismo tiempo gran diversión. Bess había crecido mucho, se había hecho una hermosa muchacha, pero aparentaba más años de los que realmente tenía, y seguía con su aire de princesita, habiendo heredado algo de esto de su madre y de su padre, aumentándolo después con el excesivo cariño de ellos y con el dinero. 

Pero el orgullo de la comunidad era la traviesa Nan, la inquieta, la revoltosa Nan, que se había hecho ya una real moza, plena de hermosura, energía y talento, que podía satisfacer las ambiciones de los padres más exigentes. A los dieciséis años de edad principió a estudiar medicina, y a los veinte seguía con firmeza sus estudios, en los que estaba ya muy adelantada; porque ahora, gracias a otras mujeres inteligentes, había en el pueblo colegios y hospitales donde las señoritas podían estudiar esta carrera. No había cejado un ápice en su propósito desde aquel día, ya lejano, en que estando debajo del añoso sauce dejó a Daisy asustada cuando le dijo: 

  -Yo no quiero ser gravosa a la familia, ni quiero que se preocupen por mí; tendré una profesión, y con un botiquín y una caja de instrumentos andaré por ahí curando a la gente.

El tiempo se encargó después de confirmar esta resolución, porque no hubo ser humano que le hiciera cambiar de idea.

Varios jóvenes acaudalados y de familias distinguidas y honradas la habían pretendido y hablan procurado disuadirla de su propósito, diciéndole que lo mejor era, como decía Daisy, "una casita muy bonita y una familia a quien cuidar". Pero Nan se reía y a todos los echaba con cajas destempladas, diciéndoles que ella no aceptaría más mano que la que tuviera que pulsar; pero hubo uno tan cabezudo y obstinado al que no consiguió hacer desistir.  

Este joven se llamaba Tommy, y desde niño se había aficionado tanto a Nan, que no podía pasar día sin verla y le llamaba su novia y le daba tantas pruebas de fidelidad y amor, que ella, a pesar de su firme resolución, se enternecía algunas veces. Sin necesidad y sin un átomo de vocación comenzó a estudiar medicina porque a ella le gustaba la carrera. Pero Nan, firme que firme, ni quería amores ni pensaba más que en la medicina;   

Tommy decía: "Sea lo que Dios quiera; yo creo que no mataré a muchos de mis semejantes cuando principie a ejercer mi profesión", y seguía estudiando con ella. Sin embargo, los dos eran muy buenos amigos, y los camaradas de él se reían al ver cómo andaba siempre a la caza del amor de Nan.   

Los dos se aproximaban a Plumfield a la caída de la tarde del día en que Meg y Jo estaban hablando en la plaza. No iban juntos, porque Nan caminaba muy de prisa y sola por aquel alegre camino que conducía al pueblo, pensando en una cosa que le interesaba mucho, y Tom corría detrás, casi en puntas de pie, con objeto de alcanzarla sin que ella lo notara.
Nan era, como dejamos dicho, una hermosa muchacha, de color sonrosado, ojos grandes y claros, sonrisa agradable y pronta, y ese mirar peculiar de las jóvenes distinguidas. Era sencillísima en el vestir, de andar ágil y gracioso, y bastante desarrollada. Las personas que pasaban junto a ella se volvían irremisiblemente como para mirar una cosa agradable.

Un ¡hola! dicho a su espalda con toda la dulzura posible que permite el vocablo le hizo volver la cabeza.   

  -¡Ah! ¿Eres tú, Tommy?
-El mismo. Me imaginé que hoy darías una vueltecita por estos alrededores...
Y la cara de Tommy irradiaba alegría en aquel momento.

-Adivinaste. ¿Y cómo está tu garganta? -preguntó Nan con su tono profesional, que era siempre un balde de agua fría para los raptos amorosos de Tommy.

-¿Mi garganta? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Está bastante bien. El efecto de aquella prescripción ha sido maravilloso. Nunca volveré a llamar homeopatía a ese charlatanismo. 

-El charlatán has sido tú en esta ocasión, porque lo que te di no era más que eso. 

-Pues si con azúcar y leche se puede curar la difteria de un modo tan admirable, tomaré nota para lo sucesivo. 

-Pero, oye, Tommy, ¿cuándo van a terminar todas esas tonterías? 

-Y tú, Nan, ¿cuándo acabarás de burlarte de mi? Y la alegre pareja se reía uno del otro, lo mismo que cuando eran niños y corrían juntos por los alrededores de Plumfield.-Ya sabía yo -dijo Tommy-que como no hiciera lo que acabo de hacer no me sería posible hablar un momento contigo. Estás siempre tan sumamente ocupada, que no te queda un momento libre para hablar con los amigos de la niñez.

 -Tú debes hacer lo mismo: estar siempre muy, ocupado; y te lo digo de veras, Tom; como no pongas más atención en los libros no terminarás tus estudios en toda tu vida -dijo Nan con mucha seriedad.

 -Dichosos libros; ¿te parecen pocas horas las que estoy con ellos? Yo creo que un hombre de mi edad debe tener algún rato de expansión, después de pasar todo el santo día con disecciones y otras cosas tan desagradables como ésas. 

-¿Entonces por qué no lo dejas y te dedicas a otra cosa que te guste más? Sabes perfectamente que yo consideré siempre como el mayor disparate del mundo lo que estás haciendo -dijo Nan, clavando sus penetrantes ojos en la cara de su amigo, que se había puesto más colorado que un tomate. 

-Pero tú no ignoras por qué elegí yo esta carrera, y también sabes que continuaré con ella hasta que salga adelante, si es que no reviento antes. Yo no me encuentro desanimado, ni estoy fatigado, aunque lo parezca; y eso proviene del corazón, que sólo una doctora que tú conoces muy bien lo puede curar. . ., pero que no quiere curarlo.

  En el aire de Tommy había cierta resignación melancólica que resultaba cómica y patética a la vez porque todo esto lo decía con mucha seriedad, pero sin demostrar la menor ansiedad ni estímulo. Nan arrugó el entrecejo, cosa que hacía con mucha frecuencia; ya sabía cómo tenía que tratar a su amigo.  


 -Ella quiere curarlo del mejor y único medio que hay; pero no hay paciente más refractario que éste. ¿Fue usted al baile, como le encargué?  

  -Sí, señora. 

-¿Y se consagró usted a la linda señorita Westa? 

-Toda la santa noche estuve bailando con ella. 

-¿No hizo esto ninguna impresión en los susceptibles órganos de usted? 

-Ni pizca. Tan distraído andaba bailando con ella, que sin darme cuenta que la llevaba entre mis brazos, bostecé una vez en su misma cara; y cuando le daba el brazo para devolverla a su mamá, daba yo un gran suspiro, como si me quitara un gran peso de encima. 

-Repita usted la dosis lo antes posible y apunte los síntomas que observe. Yo le pronostico, ¡alégrese usted!, que poco a poco lo conseguirá 

-¡Nunca! Estoy completamente seguro que no conviene a mi constitución. 

-Ya veremos. ¡Obedezca usted, y haga lo que le ordenan sin replicar! 

-Sí, señor doctor, lo haré como usted lo ordena 

Hubo silencio durante un momento; después, como quien de pronto se acuerda de algún objeto muy importante en el momento de hacer la valija para marchar de viaje, exclamó Nan:

-¡Mira que nos hemos divertido de chicos ahí, en ese bosque! ¿Te acuerdas cuando te tiraste desde lo alto de aquel gran nogal y quedaste un rato inmóvil en el suelo? Yo creía que te habías roto la nuca. 

  -¡Ya lo creo que me acuerdo!; y cuando la tía Jo me pintaba la cara con hojas de ajenjo; y aquel día que me quedé colgado de la chaqueta - dijo Tommy, riéndose de tan buena gana que parecía haber vuelto de pronto a los tiempos de su niñez.

-¿Y cuando le pegaste fuego a la casa?

-Sí, y tú corriste a buscar tu caja de vendas. 

-¿No has vuelto a ver tórtolas? ¿No te llaman los muchachos "el atolondrado"? 

-Daisy me llama así todavía. ¡Hermosa muchacha! Ya hace una semana que no la veo. 

-Pues mira, no podías hacer nada mejor que hacerle la corte. 

-No, muchas gracias; me rompería el violín en la cabeza si yo le dijera una palabra sobre ese particular. Otro nombre está grabado en mi corazón, y no se borrará nunca: "Esperanza"; es mi lema: "Antes morir que entregarse". Veremos quién resiste más.

-Pero, ¡cuidado que son ustedes necios los jóvenes! ¿Creen ustedes que van a seguir tratándonos como nos tratábamos cuando éramos muchachos? En eso sí que están equivocados. 


¡Qué hermoso está el Monte Parnaso visto desde aquí! -dijo de repente Nan, cambiando bruscamente de conversación por segunda vez.                

  -Es un hermoso edificio; pero a mí me gusta más el viejo Plum. Si la tía March no se hubiera marchado para siempre, disfrutaría al ver estos cambios admirables que ha habido ­contestó Tomás, al detenerse los dos delante de la gran puerta, contemplando el hermoso paisaje que tenían a la vista. 

Unos gritos repentinos les hizo volver de pronto la cabeza, y vieron a un muchacho de pelo casi colorado que iba saltando por los zarzales como un canguro, seguido de una muchacha delgada que gritaba y reía sin importarle nada los pinchazos que se daba en las zarzas. Era una niña muy bonita, de cabello oscuro en trenzas acaracoladas, ojos claros y cara muy expresiva. Llevaba el sombrero caído a la espalda, sujeto con la cinta al cuello y el vestido y blusita un tanto mal parados, debido a los arañazos de las plantas espinosas. 

  -¡Atájalo, Nan!, haz el favor; ¡detenlo, Tom! que me ha quitado un libro y yo lo necesito, ­gritaba Josie, contenta al ver a sus amigos.

Tommy agarró por el cuello al ladrón, mientras Nan sacaba a Josie de entre los espinos y la sentaba a sus pies sin dirigirle una palabra de reproche, porque todo aquello no era nada para lo que ella había hecho de muchacha.

-¿Qué te pasa, bien mío? -exclamó Nan mientras le quitaba los espinos largos del vestidito, y Josie se miraba los arañazos de las manos. 

-Pues mira, yo estaba estudiando mi papel debajo del tilo, y Teddy vino despacito y me quitó el libro de las manos con su gancho; se le cayó al suelo, y antes que yo me levantara lo tomó y echó a correr. ¡Dame el libro, tunante, o te daré una bofetada cuando te agarre por mi cuenta! -exclamó Josie sollozando y riendo al mismo tiempo. 

  Ted, que se había escapado de las manos de Tommy, estaba a cierta distancia, hojeando el libro y haciendo tales aspavientos y posturas tan cómicas, que hacía morir de risa.

Los aplausos que se oyeron de la plaza pusieron término a estas bufonadas, y todos se marcharon juntos hacia la avenida, con bastante más formalidad que en aquellos tiempos en que Tommy hacía de cochero y decía que Nan era el mejor caballo de tiro.

  Sofocados de tanto correr y reír, aplaudieron todos a las señoras al llegar, y se sentaron junto a ellas para descansar un rato, mientras Meg cosía los rasguños del vestido de su hija y la tía Jo suavizaba un poco las crines del león y rescataba el libro. Daisy apareció en aquel momento. 

-Preparad buena cantidad de bollos para tomar el té; Daisy viene a acompañarnos -dijo Ted. 

-Sí, puedes hablar de bollos; la otra tarde te comiste doce tú solo; por eso estás tan gordo ­dijo Josie, echando una mirada compasiva a su primo, que estaba más delgado que un esparto.

 -Bien, pues yo me voy a ver a Lucía Dove, que tiene un lobanillo y ya debe estar a punto de cortárselo. Tornaré el té en el colegio -añadió Nan, tocándose al mismo tiempo el bolsillo para ver si tenía la caja de cirugía.   

  -Me alegro, porque yo te acompañaré y te ayudaré en la operación, aunque no sea más que para ponerle los algodones -dijo Tom, acercándose un poco más a su ídolo. 

-¡Puf! No habléis de eso, que Daisy se descompondrá; más vale hablar de los bollos que nos comeremos ahora tomando el té. Teddy se frotó las manos de alegría, como indicando que él, por su parte, pensaba comerse unos cuantos.  

  -¿Qué se sabe del comodoro? -preguntó Tommy. 

-Ya está navegando con rumbo hacia casa, y Dan confía en poder también venir pronto. Ya tengo muchos deseos de ver a mis muchachos reunidos -contestó la señora, alegrándose sólo con la idea.

-Todos vendrán, si pueden venir; hasta Jack, y se gastaría con mucho gusto un dólar para asistir a esas comidas que damos de vez en cuando entre los amigos -dijo Tommy riendo. 

-Pues ya están engordando el pavo para la fiesta, ¡miradlo! -dijo Teddy señalándolo 

  -Si se marcha Nat a fines de este mes, tenemos que prepararle una buena despedida. Yo confío en que este chico ha de hacer suerte por ahí -dijo Nan, dirigiéndose a su amigo.

Las mejillas de Daisy se sonrosaron de pronto al oír pronunciar este nombre, y los pliegues de muselina de su blusa subían y bajaban mucho más de prisa que antes; pero se limitó a decir con mucha tranquilidad:  El tío Laurie dice que es un muchacho que tiene talento, y que después que pase algún tiempo en el extranjero se podrá ganar aquí muy bien la vida, aunque no llegue nunca a ser una celebridad.   

  -Sí, a veces los jóvenes son precisamente todo lo contrario de lo que uno se creía; así es que no podemos asegurar nada -dijo la señora Meg, dando al mismo tiempo un suspiro-Todos deseamos que nuestros hijos sean hombres buenos y útiles, y que nuestras hijas sean también buenas y hacendosas, y es muy natural que deseemos que lleguen a ser célebres; pero esto es algo más difícil. Son como nuestra pollada, que va detrás de la gallina; unos con las patas cortas y otros con las patas largas; los unos con aire de grandísimos estúpidos, y los otros revoltosos y listos. Esperaremos a que crezcan y veremos el cambio que hay en ellos.  

  Y como precisamente Ted se parecía a uno de esos pollos zancudos, no pudieron, por menos, que echarse todos a reír al ver la cara que puso al hacer la señora Meg esta comparación. 

-Yo ya quisiera ver a Dan establecido; porque "piedra que rueda no cría musgo"; ya tiene sus veinticinco años y todavía anda por ahí, sin haber encontrado nada positivo - y la señora Meg contestó con una afirmación de cabeza a su hermana. 

-Dan terminará por encontrar pronto lo que busca, porque la experiencia es el mejor maestro del mundo. Aun está un poco tosco, aunque cada vez que viene al pueblo lo encuentro algo más pulido. No será nunca gran cosa, ni llegará tampoco a reunir una fortuna; pero si de aquel muchacho medio salvaje conseguimos hacer un hombre laborioso y honrado, no habremos conseguido poco, y yo, por mi parte, quedaré muy satisfecha -dijo la tía Jo, que no dejaba nunca de defender a las ovejas negras de su rebaño.

-¡Esto está muy bien; mamá está también de parte de Dan! Vale por doce Jacks y por doce Neds, que andan por ahí desesperados por hacerse pronto ricos, y que parece que todo se lo quieren tragar - dijo Teddy entusiasmado, porque le gustaba mucho oír contar a Dan sus aventuras cuando de tiempo en tiempo volvía al pueblo.

-Es posible - dijo Tommy algo pensativo -. Quién sabe si algún día oiremos decir que con un madero y un solo remo se tiró por el Niágara, o que encontró alguna pepita de oro colosal en California. 

-¡Algo hará, no se burle usted! -dijo la tía Jo, enfáticamente-. Yo he preferido que mis muchachos conozcan el mundo de esa manera, que no dejarlos abandonados en las grandes ciudades llenas de tentaciones, donde pierden lastimosamente el tiempo, el dinero, la salud y muchas veces la vida, Dan todavía no ha encontrado nada positivo, es verdad; pero es trabajador y constante, y se saldrá al fin con la suya. 

-Y de Medio-Brooke, ¿qué se sabe? -preguntó Tommy. 

-Por la ciudad anda, de periodista, buscando por todas partes noticias como un desesperado, desde los sermones hasta las apuestas en los matches de box. Ha principiado por esto, pero es aplicado e inteligente, y llegará con el tiempo a ser un buen periodista - dijo la tía Jo en su profético tono; porque ansiaba poder convertir algunos de sus gansos en cisnes. 

-"En nombrando al ruin de Roma..." -exclamó Tommy al ver a un joven de buenos colores y ojos castaños que se aproximaba hacia donde ellos estaban, agitando un periódico por encima de su cabeza. 

-¡Aquí tienen ustedes su "Diario de la Noche"! ¡Ultima edición! ¡Crimen horroroso! ¡El cajero de un Banco se fuga! ¡Fábrica de pólvora volada, y huelga de los estudiantes de humanidades! -gritó Ted, y corrió a ponerse al lado de su primo con la gracia y presteza de una joven jirafa. 

-El comodoro ha entrado, cortará su cable y se marchará en cuanto termine -exclamó Medio Brooke en tono profesional de náutica al leer la buena noticia. 

Todos hablaron a la vez durante un momento, y el diario fue pasando de mano en mano, para que todos pudieran ver por su propios ojos la agradable noticia que el "Brenda", procedente de Hamburgo, había entrado en el puerto con toda felicidad. 

-Mañana mismo lo tenemos aquí con su colección de curiosidades marinas. Yo lo vi más negro que un grano de café tostado y oliendo a alquitrán, y me dijo que lo habían nombrado segundo piloto porque al otro lo habían desembarcado con una pierna rota -añadió John entusiasmado. 

-Tendré que arreglarle yo la pierna -dijo Nan para sus adentros, retorciéndose las manos con aire profesional. 

-¿Y qué tal está Franz? -preguntó la señora Jo.

-¡Se va a casar! ¿No lo sabían ustedes? Tía, una buena noticia para usted. El primero del rebaño; así es que ya se puede usted despedir de él. Ella se llama Ludmilla Hildegard Blumenthal; de buena familia, guapa, acomodada, y un ángel, eso desde luego. El muchacho espera el consentimiento de su tío, y en cuanto lo reciba ya lo tenemos convertido en un honrado burgués. ¡Que Dios le depare buena suerte y muchos años de vida!    

  -Pues no podéis figurares lo mucho que os agradezco la noticia. Porque deseo ver a todos mis muchachos casados cuanto antes con una buena mujer, viviendo tranquilos y felices en una casita bonita y bien arreglada; éstas son todas mis ambiciones -dijo la tía Jo cruzando sus manos con gran contento, con lo que se parecía muchas veces a una gallina distraída con una gran pelada a su cuidado. 

-Yo también lo deseo -dijo Tommy, dejando escapar un suspiro y echando a Nan una mirada suplicante de soslayo, que hizo reír mucho a los demás. 

-Sí, sí; no conviene que se marchen los jóvenes porque la población femenina, particularmente en Nueva Inglaterra, excede en mucho a la población masculina -contestó John hablando al oído de su madre. 

-Una gran provisión, sí; tres o cuatro para cada hombre. Pero vosotros los muchachos sois muy costosos, y conviene que las madres, hermanas, esposas e hijas tengan cariño a sus deberes y los desempeñen bien; de lo contrario desapareceréis de la superficie de la Tierra, ­dijo Jo con gran solemnidad, mientras tomaba una cesta llena de medias y calcetines rotos. 

-Efectivamente, abundando tanto las mujeres como abundamos, debemos consagrarnos muchas a cuidar a los hombres desamparados. Cada día estoy más contenta cuando reflexiono y veo que con mi profesión seré una soltera feliz que podré prestar gran servicio a la humanidad-. El énfasis con que Nan pronunció las últimas palabras hizo suspirar de nuevo a Tommy y reír a la concurrencia. 

-Yo estoy orgullosa y muy satisfecha de ti, Nan, y tengo la convicción de que saldrás adelante con tu empresa, y que serás una muchacha utilísima; porque mujeres como tú hacen mucha falta en el mundo. Hay momentos en que creo que yo equivoqué mi vocación; yo debí permanecer soltera; pero, por otro lado, el deber me inclinaba por este camino, y la verdad es que no lo siento -dijo tía Jo, volviendo un calcetín azul muy burdo, de dentro a fuera. 

-Ni yo tampoco lo siento. ¿Qué hubiera sido de mí sin mi querida mamá? -añadió Teddy dando un abrazo a su madre, quedando ocultos por un rato detrás del diario en el que había estado absorto un buen rato. 

-Mira, hijo mío, si te lavaras las manos con más frecuencia, no serían tus caricias tan desastrosas para mi cuello. 

Josie, que había estado estudiando su papel al otro lado de la plaza, principió de pronto a repetir en alta voz el discurso en la tumba de Julieta; los demás, al oírla, aplaudieron, y la pobre muchacha, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, se asustó al oír el palmoteo.  

 Y Nan murmuró: 

-Demasiada excitación cerebral para su edad- 

-Estoy temiendo que no tendrás más remedio que consentir, Meg. Esta chica es una actriz nata. Tú y yo jamás lo hicimos tan bien cuando representábamos de niñas -dijo tía Jo, arrojando a los pies de la actriz un montón de abigarrados calcetines, a guisa de flores, cuando la vio dejarse caer por tierra con tan elegantes movimientos.

-Es una especie de castigo de Dios, por lo que me gustaban a mí las tablas. Ahora me doy cuenta de lo que experimentaría mamá cuando yo le rogaba que me dejara seguir la carrera del teatro. Tú recuerdas que las tablas eran mi pasión, pero que tuve que abandonar la idea de ser actriz para no disgustar a mamá. Yo no quiero que Josie lo sea, y quién sabe si no tengo que abandonar de nuevo mis esperanzas, mis deseos y mis planes -dijo Meg. 

Había tal acento en la voz de su madre, que hizo que John tomara por los hombros a su hermana y le diera un golpecito en la espalda, que equivalía a un "no pienses en hacer esas cosas en público".
Soltó Josie una carcajada, mofándose de su hermano, y tía Jo comentó:
-Los dos formáis una buena pareja de tunantes, pero yo os quiero igual. Pero se necesita una mano fuerte para manejarlos. Josie debería haber sido hija mía, y Rob, tuyo, Meg; así mi casa sería todo paz, y la tuya un loquero. Bueno, ahora debo irme a notificar a Laurie las noticias que tenernos; vente conmigo, Meg, que un paseíto nos vendrá bien.
Y encasquetándose el pajizo de Ted, la tía Jo se marchó con su hermana, dejando a Daisy atendiendo a su bollos, a Ted apaciguando a Josie, y a Tom y Nan dando a sus respectivos pacientes un mal cuarto de hora.   




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