Cuando las Estrellas hablan ©

By ValeriaDuval

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«Somos algo más que cuerpo. Somos energía. El universo entero lo es», dice Daniela, quien cree firmemente en... More

SINOPSIS
[1] El Pelotudo
[2] El Imbécil
[3] Sorpresas
[4] Compasión.
[5] Silenciosos Deseos
[6] Lucas
[7] Observaciones
[8] Levanah
[9] Excusas
[10] Y cuando las Estrellas hablan... ¿siempre hay que escucharlas? I
[1] Silencio
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[11] Y cuando las estrellas hablan... ¿siempre hay que escucharlas?

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By ValeriaDuval

—Dany —Gloria García le besó una mejilla al saludarla; parecía apenada.

—¿Estás bien? —Daniela se preocupó por su amiga. Dejaba su bolso sobre su escritorio, en su consulta; no era más de las ocho de la mañana. Se sentía dolorida.

Hacer el amor con Lucas realmente había sido como hacerlo por primera vez.

—Sí, yo sí —Gloria asintió, acariciándole un brazo, como si intentara… ¿darle apoyo?—. ¿Dónde estabas ayer? Te estuve llamando por horas.

Daniela había llegado al hospital dispuesta a contarle a su amiga todo lo que había ocurrido el día anterior —desde la magnífica, emocionante e irreflexiva experiencia que había tenido, hasta el temor que le crecía en el pecho porque se enterara su marido—…, pero ya no quería hacerlo. Comenzó a asustarse, ¿por qué ella actuaba de ese modo? ¿Qué diablos estaba pasando? Si ella estaba bien… ¿quién no lo estaba?

—¿Pasa algo malo? —se atrevió a preguntar finalmente.

Gloria se relamió los labios.

* * *

«Cáncer, es un excelente día par...»

Daniela Sandoval tenía una aplicación en su teléfono llamada «Las estrellas dicen hoy», que le enviaba todos los días consejos relacionados con su horóscopo, pero aquel día la eliminó.

—Está mal —se dijo.

Hablaba de su aplicación, y también del horóscopo que leyó en la página web el día anterior. No había otra explicación: las estrellas no se equivocaban, pero las personas que interpretaban sus mensajes, sí. Quizás habían acertado en la parte romántica, pero jamás debió dejar el hospital temprano.

Daniela se limpió las lágrimas una vez más.

—No tenías manera de saberlo —intentó consolarla Gloria—. No podías saberlo.

—Pero yo se lo prometí —se presionó una sien. Le dolía la cabeza—. Y ni siquiera le di su mapa. ¡Él quería su mapa! —Daniela se mordió el labio inferior y ya no intentó controlar el llanto.

El día anterior Santiago González había muerto. Gloria había intentado llamarla cuando el niño entró en coma, pero el celular de Daniela estaba dentro de su bolso, en el auto… y ella en su estudio, teniendo sexo con Lucas.

—Debiste llamarme a mi casa —susurró Dany, débil.

—No se me ocurrió —confesó Gloria—. La verdad no creí que estuvieras ahí.

Dany volvió a limpiarse las lágrimas.

—¿Vas a llamar a la madre de Santi?

—¡No! —Daniela se horrorizó de la sola idea. ¿Cómo iba a presentarse en su velorio, luego de haberle fallado de esa manera? No tenía ningún derecho—. Necesito salir. Tengo que salir.

Gloria deseó detenerla, pero decidió que sería peor que sus compañeros la vieran de ese modo; asintió finamente y le besó la cabeza a modo de despedida.

* * *

Cuando Antonio Jáuregui cruzó las puertas de su habitación, se encontró a su esposa bajo un edredón grueso. A pesar de que llovía con fuerza, ella tenía las luces apagadas —nada usual en Dany, quien era bastante temerosa—. Al principio creyó que estaba dormida, pero entonces notó un ligero movimiento en sus hombros.

—¿Dónde estuviste hoy? —preguntó Antonio, quitándose la corbata—. Dejaste un montón de citados plantados; tuvimos muchísimas quejas —su voz no resultaba agresiva, pero sí autoritaria—. Por la molestia, tuvimos que consultarlos a todos gratis… ¿Sabes de dónde va a recuperarse ese dinero?

Daniela no respondió nada. No le importaba de dónde saliera el dinero —seguramente de su paga. ¡Como si eso importara!—. Se limpió la nariz y, bajo su escudo aislante de algodón, continuó en silencio.

—Daniela —siguió Antonio—, no puedes hacer esto: ya son dos días seguidos que dejas el hospital sin decir nada. Trabajas con personas enfermas, no tienes ningún derecho a disponer de su tiempo como lo has estado haciendo. —Se quitaba la ropa. Si algo bueno se podía decir de Antonio (además de que era un buen padre), era lo buen y atento médico que había sido siempre.

«Para algunos de ustedes podrá ser simplemente un trabajo, su modo de ganarse la vida —Daniela recordaba bien el sermón que el cardiólogo les había dado a ella y a su grupo en una clase—, pero para su cliente es su salud, su vida, su única y preciosa vida, lo único que tienen, de lo cual ustedes serán responsables. Distracciones no es algo que podamos permitirnos porque (sin menospreciar su profesión) no somos jardineros para cambiar una planta por otra si se nos muere una, sino médicos».

Se escuchó un trueno —Daniela apretó los párpados bajo el edredón—; pasaban de las once de la noche.

—El hecho de que yo sea el director —siguió el hombre— no quiere decir que mi esposa puede actuar con negligencia. ¡Por el contrario!: mi esposa debe dar el ejemplo. Dependen muchas personas de ti; los internos, las enfermeras practicantes, ¡tus pacientes, Dany! —le explicó, pero ella no mostró ni una sola señal de interés; él se sintió enojado—. Te levanté un nuevo reporte. El siguiente, será el último —sentenció, seco, pero no consiguió ninguna reacción.

Algo comenzó a preocuparle, encendió la luz y, desde el otro lado de la cama, le quitó el edredón; ella, con las emociones a flor de piel, se sintió colérica por la invasión:

—¡Despídeme de una puta vez! —le bufó, incorporándose—. ¡No me importa!
Antonio permaneció inmóvil durante un rato.

—¿Por qué estás llorando? —se interesó, pero solo obtuvo silencio mientras ella se secaba las lágrimas. Rodeó la cama y le buscó la cara—. ¿Qué pasa, Dany? —su voz era extrañamente dulce.

Y tal vez eso —su inusual dulzura— la empujó a contarle. O quizá solo quería hablar con alguien; quería desahogarse y recibir consuelo.

—Murió Santiago —apenas pudo murmurar completo.

—¿Quién? —Antonio sacudió la cabeza. Ya había terminado de quitarse la ropa; solo vestía boxers y podía verse el vello, que comenzaba a volverse cano, en su pecho.

Daniela sintió rabia; Antonio Jáuregui era el director del San Basilio, pero no sabía quién era Santiago González, el niñito que había pasado el último año de su vida en el quinto piso, recibiendo quimioterapias y otros muchos tratamientos que le habían sido inútiles.

—Santiago —intentó recordarle—. Era paciente de Nacho —Ignacio Jáuregui era el director de oncología y el hermano mayor de Antonio; con él, su marido había competido por la gerencia del hospital familiar al fallecer el padre de ambos—. El niño pequeño…

—¿El de cáncer intestinal?

—¡Sí! —chilló ella, torciendo un puchero.

—¿Ya murió?

A Daniela se le escapó el aire de los pulmones: él ni siquiera lo sabía; Santi no había sido lo suficientemente importante como para que la noticia de su muerte diera vuelta al hospital. Dany se mordió los labios. Santiago había vivido tan poco tiempo en este mundo que no había sido capaz de hacer un solo amigo que lo recordara; en unos años, pocos se acordarían de que había existido. Pero lo había hecho, y había sido una personita dulce, inteligente, considerada...

Más lágrimas vinieron a sus ojos.
Antonio suspiró.

—¿Cuándo comenzaste a tratar con pacientes, Daniela? —tomó asiento en el sofá al lado de la cama. La miraba de frente.

Ella sacudió la cabeza, sin encontrar sentido a su pregunta.

—¿Cuándo?

—Tenía diecinueve —gimoteó.

—¿Y cuántos años tenías cuando te titulaste como médico?

Una vez más, Dany sacudió la cabeza, ¿a qué venían estas preguntas? Él sabía bien cuándo se había titulado: ella tenía veintitrés años… y cuatro de matrimonio.

—¿Por qué m...

—Y desde entonces —la interrumpió—, ¿cuántas personas has visto morir? Es increíble que tanto tiempo después sigas llorando como una interna que recibe su primer recién nacido muerto —atajó, decepcionado—. Las lágrimas, y el tiempo de reposo, son un lujo que un médico no puede darse: hoy dejaste a todos pacientes por llorar algo que sabías sucedería y que no puedes cambiar.

¿Por algo que sabía que sucedería y no podía cambiar… y ya? ¿Así de fácil? ¿Como cuando se te caen las llaves por llevarlas en un bolso roto o se te derrama el café por no cogerlo bien? ¿Ese tipo de cosas? Como si fuera común… normal, que un ser querido fallezca, un niño pequeñito, entre tanto sufrimiento. Daniela ni siquiera pudo responder a eso. Torció un gesto de dolor.

—Eres increíble —siguió Antonio, apretando los labios—. Eres como una niña —sacudió la cabeza, con desapruebo, y la dejó sola.

Esta vez fue él quien durmió fuera, en el sofá de la sala de estar, lo cual agradeció Daniela porque no pudo dejar de llorar la noche entera.

*

Por la mañana, se obligó a ponerse de pie diciéndose que Antonio tenía razón en que no podía dejar a sus otros pacientes —aunque no tenía por qué haber sido tan cruel—. Tomó una ducha y, mientras terminaba de vestirse, su marido regresó a la recámara de ambos.

Ella trató de ignorarlo. Tomó asiento frente a su tocador, para maquillarse, y mientras se ponía la base, a través del espejo notó que él estaba mirándola; se preguntó si acaso estaba complacido de verla fuera de la cama, aunque no le importaba su opinión, de hecho, lo que quería era alejarse de él, por lo que se olvidó del corrector para cubrir sus notables ojeras, se selló la base con polvo y se dio prisa a poner algo de sombra oscura en sus cejas… pero entonces él tomó asiento en la cama, justo a su lado, para mirarla de cerca mientras se abotonaba los puños de la camisa blanca que vestiría aquel día.

Daniela se quedó quieta por un segundo, pero se negó a mirarlo; sintiéndose incómoda; se rizaba las pestañas cuando él, de repente, le dijo:

—Pasa el tiempo.

—¿Qué? —se escuchó preguntar ella, confusa, mirándolo al fin.

—Que anoche estuve pensando en el día que te conocí —le explicó él.

Daniela suspiró, creyendo que él comenzaría a sermonearla de nuevo, por lo que aplicó rápidamente el rímel.

—No, no, no —le aclaró Antonio, intuyendo lo que ella pensaba—. No lo digo por lo de anoche: te veía ahorita y pensaba en que el tiempo pasa muy rápido. Ya no eres una niña.

Dany se quedó aún más confundida. Antonio suspiró con cansancio al saberse obligado a explicarle: ciertamente, su mujer siempre había sido un poco lenta captando ideas.

—Me refiero a que te estás haciendo vieja —le dijo, casi con rudeza—. Ya no te ves igual al día en que te conocí.

¡¿Qué mierd…

Daniela abrió ligeramente su boca, totalmente asombrada y ofendida. Realmente no esperaba eso, ¡verdaderamente no! ¿Qué mierda ocurría con él? Ella acababa de pasar por un momento terrible, ¡¿y él se acercaba a decirle eso?! Además… ¡¿vieja?!

—¿Yo estoy vieja? —se escuchó decir; sentía que la rabia la recorría de los huesos a la piel—. ¿Entonces qué serás tú, a tus casi cincuenta? ¡¿Una momia de mierda?! —escupió y, sin terminar de arreglarse, cogió su bolso (vacío), sus llaves, y se marchó al hospital. Solo quería alejarse de él.

A medio camino reparó en que se olvidó de su teléfono y su cartera, pero no se detuvo; se sentía… inquieta —sus manos, al volante, temblaron durante todo trayecto y el corazón le palpitaba con fuerza— aunque… en el fondo creía que él tenía razón: ya tenía veintisiete años. Se estaba haciendo vieja.

* * *

—Daniela —la llamó Tania.

La aludida se detuvo antes de entrar a su consulta y, sin mirarla, suspiró profundamente. No le gustaba que esa muchacha le hablara con tanta familiaridad.

—¿Sí? —se obligó a responder, volviéndose hacia ella.

—La madre del niño con cáncer le trajo unas cosas ayer, pero usted no estaba.

«Santiago —pensó Dany—. Su nombre era Santiago».

—Era una caja azul —siguió la enfermera—. La dejé sobre su escritorio.

»La señora dijo que el niño le dejó algo ahí, dentro.

—Gracias —se limitó, sintiéndose débil de repente.

Daniela finalmente entró a su consulta y, al cerrar la puerta, recargada contra esta, se quedó mirando la cajita azul que esperaba por ella.

Esa caja era una manualidad que Santiago y ella habían hecho juntos: Dany le había llevado una caja de zapatos y pintura acrílica; pintaron la caja y la dejaron secar mientras jugaban cartas, luego le pusieron calcomanías. Santiago decía que guardaba ahí las cosas que le gustaban, pero nunca se las mostraba a nadie, siendo así, ¿cómo ahora iba a abrirla ella?

Sintió temor y una repentina corriente de frío le erizó la piel —solo llevaba una blusa oscura, ligera, pues se había olvidado de la chaqueta al salir tan apresurada—. Pensó que era el aire acondicionado y buscó el control de este, sobre su escritorio…, y entonces se dio cuenta de que estaba justo frente a la cajita de Santiago. ¿Qué le había dejado él?

Tomó asiento en su silla y, apretando los dientes, abrió la caja. Se encontró con un pequeño dragón de goma, con una canica transparente de barnizado tornasol, con una bolsa vacía de papas fritas…, y una carta. Era una hoja cuadriculada, de cuaderno, y a pesar de que estaba algo arrugada, había sido cuidadosamente doblada en cuatro partes. Dany la desdobló y miró una diminuta casa, dibujada con color negro, en la esquina inferior izquierda —el dibujo tenía líneas regulares, por lo que Daniela creyó que él estaba tranquilo cuando lo hizo—; y de la puerta de la casita, salía una línea roja que recorría cuatro calles al este, y dos al norte, llegando finalmente a un parque, a un juego —al parecer— de tubos, el cual había marcado con una «x». Y al lado del dibujo, con la letra de la madre de Santiago, decía:

“Sé por qué no quieres dibujarme el mapa: no quieres que me vaya, pero sé que va a suceder pronto. Lo sé porque lo soñé, pero no te pongas triste porque también soñé el parque. Ya sé cómo llegar. Dios me lo dijo en mi sueño: la entrada está cerca de mi casa, así que no me voy a perder. Te dibujé un mapa para que me visites cuando mueras.
Te quiero mucho, Dany”.

Decía la carta y… Daniela se sintió mareada mientras que un característico dolor en la mandíbula, producto del llanto, la invadía.

La hoja tenía lágrimas secas, que corrían un poco los colores del dibujo y la tinta de las letras, y Dany intuyó que no eran del niño sino de la madre, y las de la doctora no tardaron en hacerles compañía. Las palabras de Santiago, simples, aniñadas y llenas de paz, la reconfortaban —¡él no se había ido angustiado por no conocer un camino imaginario!—, pero no le quitaban la pena.

Siguió mirando el contenido de la caja: había un pequeño extraterrestre de plástico, un pequeño auto de carreras, una jeringa sin aguja y, en el fondo, clavado en una liga para cabello, se encontraba un arete que ella había extraviado unos meses atrás. Al parecer, se había caído en la cama de Santiago y él lo había guardado, como un recuerdo de ella —él la había querido tanto como lo quiso Daniela—. Lo besó como le habría gustado besar los dedos del niño una vez más y sonrió al hacerlo. Lo sintió cerca de ella. Sintió que él estaba a su lado, vivo…, Sintió que podían despedirse y se dijo que, tal vez, tras su muerte, Dios sí mandaba a playas bonitas a los niños y les asignaba una cabaña y a un perro.

Llamaron a su puerta mientras se secaba las lágrimas.

—¿Sí? —Respondió, limpiándose la nariz con un pañuelo desechable.

Tania asomó la cabeza.

—Ya tiene tres pacientes esperando —le hizo saber ella, indiferente a las evidentes lágrimas que la médica intentaba, fallidamente, ocultar—. ¿Qué hago con ellos?

—Haz pasar al primero —se limitó. Buscaba en el cajón de su escritorio un pequeño espejo y el polvo facial, para disfrazar la hinchazón enrojecida del llanto, por lo que no vio a su paciente cuando este entró—. Buenos días —lo recibió ella cuando este cerró la puerta después de entrar.

—Buen día —le respondieron al tiempo que echaban el seguro a la puerta.

Dany sintió que la sangre se le congeló en las venas. No supo si fue porque reconoció la voz o su inconfundible acento. Levantó la mirada lentamente… y se encontró con Lucas justo frente a ella.

Sus ojos azules —o verdes…— parecían buscar una respuesta.

—¿Todo bien? —su tono juguetón se volvió serio al encontrarla llorando.

Dany asintió con un movimiento algo epiléptico.

—¿Qué ha-aces-s aquí?

Él la estudió por un momento, antes de responder:

—Ayer te llamé todo el día y por la noche estuve parado bajo tu árbol, mientras llovía, y vos ni te dignas a asomarte. ¿Por qué llorás? —volvió a lo importante.

De manera asombrosa y repentina, Daniela se sintió insegura de su apariencia; sus cabellos estaban revueltos —húmedos de un lado y esponjados del otro—, y se había maquillado poco y llorado mucho… y acababan de llamarla «vieja».

—Estuve ocupada —mintió, nerviosa. Si Antonio la buscaba y, como siempre, se proponía entrar sin llamar, iba a encontrarse con la puerta cerrada…, y con un hombre guapísimo, a solas, con ella—. ¿Qué-Qué es lo que quieres?

Lucas no respondió inmediatamente; a Daniela le pareció que él estaba estudiándola y no sabía cuánta razón tenía: lo que él veía, era a una mujer espantada, que lloraba, pero no de miedo, sino de pena.

—Nada. Que me garchaste y luego no me respondiste las llamadas más, pedazo de forra —intentó jugar con ella, pero su tono era suave, muy distinto al que usaba regularmente para hacerla reír—. ¿Por qué llorás? —le preguntó—. Decime. —Se acercó a ella.

Daniela se rascó la nuca nerviosamente. Se hizo daño. ¿Qué mierda hacía él ahí? ¡¿Por qué había ido al hospital?!

—Che —pareció preocuparle su silencio… y su evidente nerviosismo—. ¿Estás bien?

—Tu pistola —recordó. Él debía querer eso—. Está en mi casa. Te la devolveré esta noche —le prometió, solo quería que él se marchara. ¡Antonio podía llegar en cualquier momento!—. Te veo en la noche. Te la devolveré, lo prometo.

Lucas estaba ya muy cerca de ella y estudiaba atentamente su rostro.

—No vine por la pistola —aseguró, rodeando el escritorio—. Podés quedártela —dijo.

Y Daniela escuchó sus palabras, pero no las comprendió. Lucas se inclinó hacia ella y la besó en la frente, después la abrazó.

*

Los labios del muchacho sobre los de ella, su cercanía, ¡el peligro!, la obligaron a reaccionar.

—¡Lucas! —gimió ella, aterrada, echándose hacia atrás—. ¡Aquí no!

—¿Entonces dónde? Quiero saber por qué llorás —insistió—. ¿Te hicieron algo?

—No —ella sacudió su cabeza de manera rotunda—. Murió un paciente. Un niño.
Lucas relajó los hombros y se apoyó contra el escritorio, como si quisiera tomar asiento.

—¿Y por qué venís a laburar si estás de luto? —le preguntó luego.

—Tengo otros pacientes —mintió. Santiago jamás fue su paciente, sino su pequeño amigo y, aquellas, eran las palabras de Antonio, no las suyas.

—¡Qué boludez! —susurró él.

Ella lo miró con resignación. Siempre —por todo— era juzgada.

—Vamos —él la cogió por una muñeca—. Lo que te hace falta es salir de acá.

—¡No! No puedo, acabo de llegar. Tengo muchísimo trabajo.

Lucas suspiró y miró sobre su hombro, hacia la puerta, como si evaluara algo. Pese a la situación, Daniela notó lo bonito de su perfil, y cuando él volteó de nuevo, se inclinó y la besó, ella no puso objeción alguna, puesto que su beso no fue invasivo: sin tocarla con sus manos, él tan solo apoyó con suavidad sus labios contra la comisura derecha de los labios de Daniela. Era un beso que pedía permiso, que preguntaba si ella quería más.
Y ella quería, pero no ahí ni en ese momento.

Él asintió, la dejó, pero entonces hizo algo de lo más incomprensible: alargó la mano y tiró del escritorio la taza de café —vacía— con el revés de su mano. Ella lo miró frunciendo el ceño, sorprendida y confusa: él parecía tranquilo, casi indiferente ante el hecho; era como un gato.

—¿Por qué hiciste eso? —inquirió, pero sin fuerzas.

Aunque no fue necesario que él explicara nada, pues inmediatamente después llegó la respuesta:

—¿Daniela? —Tania llamó a la puerta.
Daniela salió detrás de su escritorio de inmediato, dispuesta a atenderla rápidamente para evitar malos entendidos, pero él le impidió el paso.

—Entonces, ¿nos vemos esta noche? —la presionó.

—¿Daniela? —siguió la enfermera.

La médica bufó y Lucas la abrazó, apremiándola con la mirada, arqueando sus bonitas cejas: quería una respuesta y parecía ser el requisito para soltarla.

—¡Está bien! —prometió ella, no le quedó más remedio—. ¡Nos vemos en la noche! —susurraba con los dientes apretados.
Él la soltó lentamente.

—¡Abre la puerta! —demandó ella, acomodándose sobre su asiento y buscando su espejo.

—¿Nos vemos en tu casa? —él no se movió de su lugar.

—¿Necesita ayuda, Daniela? —siguió la enfermera.

—¡No! —gritó la aludida a su asistente de enfermería, y luego susurró al argentino—: Sí. Ahí —aseguró, mientras que escribía algo en una receta, con las manos temblorosas—. ¡Abre ya, por favor!

Lucas notó que ella sudaba a causa del nerviosismo, le dio un beso en la cabeza y, apiadándose de ella, abrió la puerta. Tania lucía intrigada, pero Lucas no le prestó atención, volvió al escritorio y tomó asiento frente a Dany.

—¿Todo bien, Daniela? —se aseguró Tania.
En silencio, Dany le sonrió con nerviosismo.

—Llama a limpieza, ¿quieres? —le pidió—. Se me tiró una taza y se quebró.

—Sí —aceptó la enfermera, pero no se retiró: miraba a Lucas.

Dany respiró profundo.

—Tómate esto —le tendió la receta al muchacho; la hoja tembló en su mano al igual que aquella noche había temblado el cigarrillo entre sus labios.

—¿A qué hora me lo tomo? —preguntó él, haciéndose con la receta.

¿A qué hora? Un poco atontada, Dany parpadeó rápidamente. ¿Lucas estaba preguntando a qué horas… el qué? Le llevó un momento entender que él se refería a su cita.

—A las cinco —se obligó a decir. Era el segundo jueves de Julio y, cada segundo jueves de cada mes, Antonio tenía junta con la directiva, por lo que llegaba a casa ya muy noche—. Cada cinco horas —añadió, disimulando.

—Bien. Cada cinco horas —reiteró él, poniéndose de pie—. Gracias.

*

Y el timbre sonó a las cinco en punto. Daniela se puso de pie rápidamente y corrió a atenderlo.

—¡¿Por qué llegas por la puerta principal?! —lo haló por la playera oscura, que él vestía, y lo hizo entrar—. ¡Van a verte los vecinos! —lo empujó luego, como reproche, una vez que cerró la puerta.

Lucas se rio —el sonido de su risa era encantador—, la cogió por la cintura le dio un beso casto en los labios.

Ella se apartó.

—No estuvo bien lo que hiciste. No está bien que vayas al hospital… ¡ni que vengas aquí! Estaba pasando por un momento difícil ¡y me estresaste innecesariamente!

El muchacho guardó silencio por un momento, luego, le explicó:

—No me contestabas y, luego de saber lo que pasó… ¿realmente querés estar sola?

Daniela lo pensó por un momento. No, no quería…

*

Habló de Santiago. De cómo lo conoció, de cómo comenzaron a hablar… de cómo comenzó él a decaer. En el estudio de Daniela, sentados sobre el sofá, Lucas la escuchó con atención, interrumpiéndola solo para hacerle alguna pregunta relacionada con lo que ella decía. Lloró luego. Después Lucas comenzó a preguntarle por la caja, por la bosa de papas fritas, por aquel arete… Y Daniela terminó riéndose también, contándole las anécdotas divertidas con el niño.
Cuando llegó el silencio, se apoyó contra el muchacho, débil, descansando, y él la abrazó. Al cabo de un rato, el aroma del muchacho comenzó a llenarle los pulmones y a envolverla, al igual que la suavidad de su ropa, y deseó besarlo. Lucas pareció adivinarle los pensamientos… o tal vez ella le buscó los labios inconscientemente, y posó sus labios contra los de ella.

Al principio Daniela se negó a volver a caer, a volver a serle infiel a su marido, a… Pero quería estar con él. Realmente lo quería.

Y esta vez, ya fuera porque Daniela se encontraba vulnerable, pero fue distinto. Había sido tan suave todo el tiempo. Ella había estado sobre él desde el inicio, sentada sobre sus caderas, pero Lucas la había recostado sobre su pecho, envolviéndola con ambos brazos, besándole los labios. Había sido una posición que ella no conocía y, cuando él, tras hacerla llegar al clímax, le pidió que se moviera, Daniela intentó incorporarse, pero él la dejó.

—Así —le suplicó él.

—No puedo así —confesó ella.

—Sí podés —difirió él, en un susurro—. Mueve solo tu cadera.

—No puedo.

—Sí podés. Haz como que me la ponés vos a mí —él no la había soltado ni un momento más que para atraerla y besarla con mayor profundidad. En aquella pose, podían besarse plenamente mientras se unían.

Daniela lo intentó y se sorprendió del resultado. Trató de no pensar en la experiencia que tenía él y centrarse en cuánto le gustaba él.

—¿Así? —le preguntó, tratando de complacerlo—. ¿Te gusta así?

—Me encanta —respondió él, alzando su cabeza, con sus ojos cerrados.

—Tú me encantas a mí —le confesó, besándole el cuello.

Él gruñó y finalmente la soltó para buscarle los labios con mayor hambre.

—Voy a acabar —le avisó.

Daniela asintió, aunque deseó que no: no quería separarse de él; Lucas cambió de posición, giraron y se recostó sobre ella.

—Aún no —se escuchó suplicarle cuando él la penetró de nuevo.

—¿Eh? —le preguntó, comenzando a moverse dentro de manera más enérgica.

—Aún no termines, por favor —le repitió, sujetándolo por la cintura, teniendo cuidando con su costado izquierdo.

—Te garcho de nuevo —le prometió él, sin detenerse, reconociendo que ella finamente estaba actuando como su encuentro anterior… más animada, más acelerada, más exigente—. ¿Dónde querés que me venga? —le jadeó al oído, intentado excitarla más.

Lo logró. Ella abrió más sus piernas.
—Adentro —le dijo—. Adentro.

*

Cuando Antonio regresó a su casa, Daniela ni le dirigió la mirada; había parado de llorar y se sentía completa. Había llorado su pena, después había reído… había sido consolada y algo más...

Aún sentía la humedad del placer de Lucas entre las piernas.

* * ** * * ** ** * *

Fin de la primera parte de la novela *;--;*
Ojalá que también la disfruten ustedes. ★

Próximo capítulo: "Silencio".

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