Cuando las Estrellas hablan ©

By ValeriaDuval

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«Somos algo más que cuerpo. Somos energía. El universo entero lo es», dice Daniela, quien cree firmemente en... More

SINOPSIS
[2] El Imbécil
[3] Sorpresas
[4] Compasión.
[5] Silenciosos Deseos
[6] Lucas
[7] Observaciones
[8] Levanah
[9] Excusas
[10] Y cuando las Estrellas hablan... ¿siempre hay que escucharlas? I
[11] Y cuando las estrellas hablan... ¿siempre hay que escucharlas?
[1] Silencio
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[1] El Pelotudo

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By ValeriaDuval

—Oh, doctora —canturreó una enfermera joven, algo sorprendida, pero contenta de encontrarla en Sala de Urgencias—. Aquí tengo las ampolletas —anunció triunfante, y le mostró el medicamento junto a una de esas bobaliconas sonrisas que tenía.

Daniela Sandoval apretó los labios, irritada, pero intentó tranquilizarse. Se dijo que esa chica, de no más de veinte años, seguramente sufría de alguna clase incapacidad intelectual, así que no debía odiarla…, aunque, por culpa de ella —y de su estado mental—, hubiese tenido la experiencia más aterradora de toda su vida.

Un momento atrás, en el piso de pediatría, Dany le había pedido a esa enfermera… Tania —o como se llamara—, un par de ampolletas de metamizol. Nada fuera de lo común, solo un par de malditas ampolletas de metamizol, un antipirético muy utilizado gracias a su efecto casi inmediato para bajar la temperatura corporal y, eso era justamente lo que su pequeño paciente, de seis años, necesitaba: que su temperatura bajara rápidamente.

Dany se comprometía —y preocupaba— por todos y cada uno de sus pacientes a un nivel personal, aunque tenía un especial cuidado con los niños. Estos siempre le habían gustado —por eso se especializaba en pediatría y hacía tantas horas de prácticas como podía—, y se sintió muy frustrada cuando, diez minutos luego de haberle pedido las ampolletas de metamizol a esa enfermera prácticamente —que el director del hospital le había asignado con el único propósito de fastidiarla, porque, ¡oh, sí! Dany estaba segura de eso: Antonio Jáuregui, su marido, siempre hacía esas cosas para sacarla de quicio—, no había señales ni de ella, ni del medicamento.

¡Diez malditos minutos esperándola! Dany laboraba en el hospital San Basilio, un hospital privado que, si bien, no era el más grande de la ciudad, sí gozaba de buen prestigio y, aunque tenían un importante número de pacientes a diario, diez minutos eran excesivos. ¿Qué estaba haciendo la enfermera? Ella solo debía bajar dos malditos pisos, llegar a la farmacia interna y solicitar el medicamento, ¿era tan difícil? Dany se disculpó con los padres del menor —quien ardía en fiebre de casi cuarenta grados— y bajó ella misma a buscar el metamizol, y al llegar a la farmacia, le pareció casi imposible cuando le dijeron que no tenían el medicamento, pero que en Sala de Urgencias había mucho y podía tomar algo prestado. Eso podría haber explicado el retraso de Tania —no el mental: su demora—… si la Sala de Urgencias no estuviera justo frente a la bendita farmacia. Dany fue allá, quedándose igual de impresionada del poco personal que se encontraba ahí —quizás una doctora y dos enfermeras—… pero no Tania.

«Bueno —pensó—, al menos no tenemos heridos de gravedad», de cierta forma, eso la hacía sentirse satisfecha; cualquiera diría que ella era una mujer bastante aprensiva —nada bueno para un médico—, pero la realidad era que la desdicha ajena, en general, la afectaba. Tenía un nivel de empatía muy alto.

—Gloria— saludó ella a la jefa de Urgencias apenas entrar.

Gloria García era su mejor amiga y lo había sido los últimos cuatro años.

—Hola— se limitó la doctora, quien atendía a una adolescente.

—¿Puedo coger unas ampolletas de metamizol? —preguntó Dany, dispuesta a buscarlas ella misma para no interrumpir a su amiga.

—Las que gustes. Están en el estante; las llaves están puestas —le indicó, metiéndose las olivas del estetoscopio a las orejas.

Y Dany fue al fondo de la enorme sala a buscar las ampolletas… pero no pudo hacerse a ellas: el armario del medicamento estaba justo al lado de una camilla que tenía cerradas las cortinas plásticas. Cortinas gruesas, diseñadas para dar absoluta privacidad al paciente, por lo que Dany no pudo ver la figura que se movía al otro lado…

Una mano asomó de entre las cortinas, la cogió rápidamente por los cabellos y la hizo entrar.

—¡Cállate! —le siseó un hombre al oído, poniéndola contra el muro, presionando el cañón del silenciador de un arma en su sien.

—No tengo dinero aquí —jadeó ella, aterrada; su dinero estaba dentro de su bolso, en el segundo piso, en pediatría—. Pero mi iPhone está en el bolsillo derecho de mi bata.

—No quiero robarte —siseó nuevamente el hombre, y aunque intentaba disimularlo, Dany detectó un marcado acento extranjero en su voz—. Una bala me dio en el costado, en la cintura —él hablaba muy bajo, contra su oído—. Salió por atrás, pero la hemorragia no se detiene. Vas a curarme.

«Es argentino —logró identificar ella el característico el acento—. El cabrón es argentino, o está fingiendo serlo, para despistarme.»

—¿Entendés lo que digo? —Él presionó más el arma. Le hizo daño en la piel.

—S-Sí —tartamudeó Dany, bajito.

—Agarrá lo que necesitás para curarme. Si gritás, te mato —le advirtió—. A vos y a todos los que están en esta puta sala, ¿entendés? ¡Lo entendés?! —Presionó otra vez el cañón del arma contra su sien y cerró con fuerza su mano alrededor del brazo femenino.

—Sí —aceptó ella, y un pensamiento extraño le pasó por la mente: iban a matarla y jamás sabría el final del libro que leía. Cerró con fuerza los ojos y se mordió un labio: no. Si hacía lo que él quería, quizás…

—Atrás mío hay un cuarto —siguió él—. Nadie ha venido acá. ¿Lo usan?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Agarrá lo que necesitas. Movete.

Y entonces todo pasó muy rápido. Cuando se está en peligro, el tiempo parece ir más lento, pero para Dany todo pasó muy rápido: él no aceptó ninguna clase de medicamentos —ni siquiera analgésicos; seguramente tenía miedo de que Dany lo durmiera y llamara a la policía—, y aunque ella tenía las manos temblorosas por el miedo, logró detener la hemorragia —la bala había entrado y salido desgarrando la piel y la carne, y aunque había dañado el músculo, no había señal alguna de haber llegado a la aponeurosis: la poca profundidad en la herida así lo sugería; además, era evidente que la bala no había perforado ningún órgano vital… de otro modo, el desgraciado no estaría tan lúcido—. También, a juzgar por la herida de salida, la bala no se había fraccionado tampoco. Ella se lo dijo y él volvió a ponerle el arma contra la cabeza:

—¡Que no me mirés a la cara, pelotuda! —le ladró.

En otro momento, Daniela se habría reído; resultaba casi ridículo que él se preocupara tanto por su cara, cuando lo había escuchado hablar a todo momento: podría reconocerlo por la sola voz… o hasta sin ella: él era alto, delgado, musculoso y tenía una piel muy blanca y firme. Conclusión: era un hombre joven, atlético, aparentemente caucásico, con acento argentino, y tenía una herida de bala en el costado izquierdo, ¿qué más necesitaba para reconocerlo?

Pero claro, eso solo importaba si ella salía viva de ahí, así que guardó silencio y se dedicó a suturarlo. Le temblaban mucho las manos y, en una de las últimas puntadas, se picó el pulgar con la aguja ensangrentada.

Nunca antes le había ocurrido eso, ni siquiera cuando era una interna inexperta. Temió que él estuviese infectado de VIH o cualquier otra enfermedad mortal. Apretó los dientes con asco, terminó de suturarlo y cortó el hilo; cogió una jeringa y dos tubos de laboratorio.

—Pará, pará, pará —la detuvo él—, ¿para qué es eso?

Dany ya comenzaba a limpiarle el antebrazo izquierdo con un algodón empapado de alcohol.

—Me piqué un dedo con tu aguja —le explicó—. Tengo que tomar una muestra de tu sangre.

—¿Para qué?

—Para asegurarme de que no me contagiaste de nada.

—Yo no estoy enfermo de nada —soltó él. Su «yo» sonó como un «sho» bastante altanero.

Daniela se quedó quieta. Además de aprensiva, también era hipocondriaca —nada bueno para un médico—. Si no tomaba algo de su sangre para analizarla —aunque ella se hiciera los estudios correspondientes después—, pasaría por muy malos —y ansiosos— ratos los próximos años —a diferencia de otros médicos, Dany no tenía fe ciega en los estudios de laboratorio y creía que, algunas enfermedades, podían pasar desapercibidas por años y años, sin mostrar ninguna clase de signos o síntomas—.

—Me piqué con tu aguja —repitió, con calma. La idea de contagiarse de hepatitis C, de pronto, era más aterradora que un disparo limpio en la cabeza—. Tienes que dejarme que te tome una muestra. —Y dicho aquello, sus ojos color miel subieron por primera vez al rostro del muchacho. Solo pudo verlo por un segundo, pues él le puso la pistola en la frente, pero pudo verlo bien: ciertamente él era un hombre muy joven, tenía ojos claros, cabellos —revueltos— de un castaño oscuro, y una fina capa de sudor (producto del dolor) le cubría la piel—. Por favor —repitió, mirando su herida ya suturada.

Lentamente, el muchacho bajó su arma.

—Hacelo rápido —consintió luego de pensarlo un breve instante, y murmuró algo que Dany no alcanzó a entender. Ella llenó los tubos con su sangre y luego él la hizo arrodillarse en el suelo, de espaldas a él. Se puso su chaqueta y le advirtió nuevamente que, si gritaba, los mataría a todos.

—No lo haré —prometió ella. Se sentía casi agradecida por las muestras de sangre, pero sus manos aún temblaban; tenía miedo de que él la asesinara antes de irse para que ella no lo delatara—. No llamaré a nadie. No se lo diré a nadie —siguió, pero él ya se había marchado. Se escabulló en algún momento, rápido, silencioso, y pasaron casi cinco minutos antes de que se diera cuenta de que estaba sola.

Cuando al fin salió, le dolían las rodillas y se sentía débil. No vio a su amiga Gloria por ningún lado. Caminó hacia la puerta, sintiendo que flotaba, que sus pies no tocaban realmente el piso… y entonces Tania se acercó a ella, sonriendo, y le mostró las ampolletas de metamizol.

Quizás, en otro momento, Dany hubiera tenido ánimos de darle un buen golpe en la nuca, pero se sentía tan casada, tan hecha trizas, que lo único que hizo fue tenderle la mano para que le entregara el medicamento.

—E-Eh —Tania dudó, apartándose—. ¿Está bien, Daniela?

«No, retrasada mental. No lo estoy» pensó y, sin embargo, lo que dijo fue:

—Muy bien. Gracias por las ampolletas.

—Es que no se ve muy bien. —Tania le miraba las mangas de la bata con insistencia; Dany no había reparado en que las tenía ensangrentadas—. Mejor busco a otro doctor que le aplique esto al niño. —Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó de ella.

Incrédula, Daniela la vio subir al elevador. ¿Qué le pasaba a esa hija de…?

Ya lo decía su horóscopo aquella mañana: aquel, sería un día de mierda. 

✨ ✨ ✨

Próximo capítulo: El Idiota.
¡Gracias por leer! ❤

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