LO QUE ERES

By MurielMoens

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Jonás ha decidido dar un cambio en su vida. Después de muchos años preocupado por encontrar su lugar, ahora s... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3 (reparado)
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
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By MurielMoens


Jonás observó al resto de personas sentadas alrededor de la mesa como si de un cuadro surrealista se tratara. A su lado, Miki, vestido con su jersey de cumpleaños, ese que no le había gustado por mucho que insistiera en decirle que sí. Los camareros se mostraban amigables y sonrientes, sin saber que en aquel encuentro había más tensión que en una cumbre internacional. Y él solo quería retroceder a la mañana en la que le había enviado el mensaje a Miki diciéndole que celebraran el cumpleaños con sus amigos para darse en la manita antes de tomar la decisión de darle a enviar. 

La llegada había sido un poco precipitada. Les había costado aparcar y todos los amigos de Miki ya estaban en el restaurante. Además, Jonás sabía que Miki y él tenían una conversación pendiente sobre el regalo. Cuando se acercaron al grupo, todos saludaron a Miki con muchos besos y abrazos. Jonás solo recibió sonrisas amables. Y falsas a su entender. Caminando hacia la mesa, Miki lo agarró de la mano y esperó a que escogiera asiento para sentarse a su lado. Le dio un apretón en el muslo. Fue un recordatorio de aquel “estamos juntos en esto” que Jonás agradeció porque, tras varios minutos, quedó bastante claro que el único que hacía un esfuerzo por integrarlo era su novio. 

—Entonces, ¿qué tal en la uni, Miki? ¿No te sientes un viejo?

Ya habían agotado todo el tema “Galapagos”, “verano”, “buceo” y demás anécdotas sobre las que Jonás no podía participar.

—Pues no tanto —respondió Miki mientras partía un trozo de tortilla—. Las ingenierías no se aprueban a curso por año. Hay gente de nuestra edad.

—Menos mal, si tuviera que rodearme ahora de dieciochoañeros con el pavo, me podría morir. 

Jonás le dio un trago a su cerveza sin inmutarse. Decidió también coger una croqueta.

—No estoy en primer año, David —dijo Miki con su sonrisa eterna—. Y aunque lo estuviera tampoco me importaría demasiado.

—Yo te juro que no entiendo por qué estás otra vez con la ingeniería. —Era Julia, creía recordar Jonás—. Si a ti lo que te encantaban eran las letras y la literatura.

—Porque quiero acabarla. No es que me vaya a dedicar a ello. Solo abro puertas. 

—Claro, pero recuerdo cuando empezaste a leer a Borges y Cortázar. Eras un crítico en potencia —insistió.

—Ya, Julia y lo pensé. Y también en ser músico. Y me gusta ser maestro. Yo que sé…  Ahora lo estoy intentando con esto y no pasa nada. Tampoco es algo definitivo.

—A Miki nunca le han gustado las cosas definitivas. 

Jonás se giró bruscamente para mirar a Joan. Él también lo miraba, encantado con la pulla que acababa de soltar. Sintió la mano de Miki agarrar la suya, fuerte. Un camarero se acercó a traer nuevas cervezas. 

—¿Habéis pillado ya los billetes para el viaje de esquí en diciembre? —Cambió de tema un rubio. De ese no recordaba el nombre.

Al parecer, había otro viaje. Esta vez de esquí y a los Alpes. Y sí, muchos de ellos ya habían comprado los billetes. Jonás contuvo el aliento esperando la respuesta de Miki, que no llegó.

—Por cierto, ¿se apunta Natalia? —preguntó otra de las amigas. 

—La llamé el otro día y me dijo que aún no estaba segura.

—Normal.

Otro apretón de Miki. Y su respuesta:

—Yo no voy a ir.

—¿Por qué? —dijo el rubio—. Siempre has venido a los viajes.

—El año pasado no fuimos, estuvimos en Roma —contestó Joan—. ¿Te acuerdas Miki?

La mano de Miki apretó más fuerte todavía. Jonás temía quedarse sin circulación. Y también le apetecía decirle que confiara un poco más en él, que no pensaba saltar aunque le estuvieran buscando.

—Claro que me acuerdo, Joan. ¿Olvidaste tú algo? ¿Quieres un resumen?

Joan estudió a Miki. Y Miki a Joan. La mesa se quedó en silencio, contrastando con el jaleo del resto del local. Se oyó un “mierda” al fondo. Alguno de ellos acababa de tirar su cerveza encima de David.

—Igual podemos volver al tema de la literatura, ¿no? —soltó María, con una risita—. Parecía más neutral.

Pero allí de neutralidad no había nada, porque Joan aprovechó de nuevo para soltar veneno por la boca.

—Jonás, ¿qué has estado leyendo últimamente? 

Valoró seriamente la posibilidad de no contestar. De dejarle con la palabra en la boca y seguir comiendo. Aunque eso era lo que todos esperaban de él. Incluso Miki, que seguía teniéndole controlado con la mano. Se soltó con brusquedad y movió los dedos para desentumecerlos. 

—Pues leí “Demian” hace poco. De Herman Hesse.

—Ah, "Demian", qué elección tan... interesante —respondió el rubio de antes con una sonrisa educada—. Es un libro bastante introspectivo, ¿no te parece? Muy apropiado para la búsqueda de identidad... en la adolescencia.

Gilipollas.

—Yo creo que toca temas bastante profundos sobre el autoconocimiento y la dualidad —le dijo Miki.

—Claro, claro, es un libro que suele resonar mucho cuando uno está... explorando esas etapas iniciales de la madurez. —Y se dirigió a Jonás—. Debe haber sido una lectura reveladora para ti.

Jonás le transmitió su opinión con una mirada muy reveladora también.

—Bueno, —insistió Miki—, cada libro tiene algo que enseñarnos, sin importar nuestra edad o etapa de vida. ¿O tú no disfrutarías ahora de “Matilda”, por ejemplo?

El rubio tuvo que ceder de mala gana. 

—Desde luego. La buena literatura siempre tiene algo que decirnos, independientemente de cuándo la leamos —añadió Julia, elevando su cerveza en un gesto conciliador. O condescendiente.

Jonás estaba a un comentario más de levantarse de la mesa y mandarlos a todos a la mierda. La tensión en sus hombros y el apretón en su estómago se habían vuelto insoportables. Finalmente, no pudo más. Con la excusa de ir a fumar, se levantó empujando la silla hacia atrás con un ruido que sonó fuerte en el bullicio del restaurante. No esperó respuesta, no buscó la aprobación o el entendimiento de Miki, solo necesitaba aire, espacio, un momento para no sentirse tan fuera de lugar.

En la calle, el aire fresco de la noche le golpeó la cara, un contraste bienvenido con la atmósfera sofocante del restaurante. Se lio un cigarrillo, sus manos temblaban al encenderlo. Inhaló profundo y dejó que el humo llenara sus pulmones.

—¿Qué tal?

Joan. Lo que le faltaba.

—Bien.

Dio otra calada, más intensa que la anterior. Joan sacó también un paquete de tabaco y lo toqueteó un rato hasta que sacó un cigarro y le pidió fuego. Esperó a exhalar el humo antes de hablar de nuevo.

—Te caemos fatal, ¿no? 

Jonás se encogió de hombros.

—No os conozco tanto.

—Venga, Jonás…

—¿Qué quieres que te diga? 

Jonás apoyó la espalda en la pared y siguió fumando. Un par de chicas se reían a pocos metros. Notó la mirada de Joan sobre él. Respira, Jonás. Cuenta hasta tres.

—Mira, a mí no me caes mal, y me imagino que serás un tío muy majo si Miki está contigo.

—¿Pero?

—¿Pero qué?

¿Iban a jugar al juego de hacerse los tontos?

—A ver, Joan. Os pareció fatal que Miki dejara a Natalia para estar conmigo.

Joan negó con la cabeza.

—No. Nos pareció fatal que engañara a Natalia. Natalia estuvo muchos meses rayada contigo y él le mentía. Natalia estaba jodida y él seguía dándote clases y mintiendo. Y luego la dejó, desapareció y no le dijo nada a nadie. No entendíamos nada, Natalia estaba derrumbada,  llamábamos a Miki para saber qué tal y no contestaba. Se vino de vacaciones con nosotros y no fue capaz de decirnos que estaba contigo hasta que no se lo preguntamos directamente. Así no se hacen las cosas y, si soy su amigo, se lo tengo que decir. 

Jonás tiró la colilla al suelo y encaró a Joan.

 —Miki no miente para joder a nadie. Si no dijo nada sobre nosotros es porque no soporta que la gente se sienta mal. Quería cuidar a Natalia.

 —Sé de sobra cómo es Miki y no hace falta que lo disculpes. Por las razones que sean, lo hizo fatal. 

—¿Que es que tú lo haces todo bien?

—No —dijo Joan encogiendo los hombros–. Pero si un amigo mío ve que lo estoy haciendo mal, también me gustaría que me lo dijera.

—Y él lo está haciendo mal por estar conmigo.

Joan volvió a alzar los hombros y tiró su colilla en una papelera cercana.

—Yo eso no lo sé, Jonás. Y yo no tengo nada en contra de ti. Tú no eras el que tenía pareja. 

Decir que a Jonás le costó horrores aguantar hasta el final de la cena era quedarse bastante corto. Y no lo consiguió a base de cervezas. Ya había comprendido que emborracharse cuando tenía los nervios a flor de piel no era una opción. Cuando salieron del restaurante, Miki, por una vez en su vida, se mantuvo firme y rechazó todos los intentos de sus amigos para continuar la fiesta con unas copas. Jonás ni intentó siquiera hacer como que no había pasado nada. Mientras caminaban hacia el coche, el silencio entre ellos era palpable, solo interrumpido por el sonido de sus pasos en el cemento y el murmullo de la ciudad.

Jonás miraba al suelo, perdido en sus pensamientos, reviviendo cada comentario, cada risa compartida que no entendió, cada mirada que sintió dirigida hacia él. Miki, por su parte, parecía sumido en su propio mundo, quizás reflexionando sobre la noche, o tal vez evitando la conversación que se avecinaba.

Al llegar al coche, Miki abrió su puerta y Jonás se deslizó al asiento del pasajero. El viaje fue en un silencio casi total, con Miki concentrado en la carretera y Jonás mirando por la ventana, viendo las luces pasar sin realmente verlas. Al aparcar frente a la casa de Ago y Raoul, ninguno de los dos hizo ademán de salir. Miki finalmente rompió el silencio.

—Lo siento. —Habló en voz baja, mientras repasaba con un dedo el contorno del volante—. Fue una mala idea.

Jonás se giró para mirarle.

—¿Por qué siempre me ocultas las cosas?

El dedo de Miki quedó paralizado.

—¿Qué te he ocultado?

—El enfado de tus amigos.

—Te lo dije.

—Pero no me dijiste por qué.

Miki lo miró serio. Jonás odiaba ver a Miki serio porque Miki era alegría y era pureza y era “estamos juntos en esto”. Pero no lo habían conseguido.

—¿Y qué querías que te dijera? —preguntó Miki—. ¿Que opinaban que había sido un mentiroso y un cabrón? 

 —Pues sí, porque si estás mal quiero poder ayudarte.

—¡Es que no estaba mal! —gritó—. ¡Estoy contigo y estoy bien!

Se pasó una mano por el pelo. Estaba nervioso y frustrado. Jonás, en cambio, parecía demasiado calmado.

—¿Y qué opinan de mí ahora? 

—Nada.

—Mentira. ¿Por qué querías que me conocieran para que vieran cómo soy? ¿Qué opinan de mí?

—¡Nada, Jonás!

—¿Por qué me mientes? 

—No te miento.

Sí le mentía.

—Miki, te dije una vez que no me trataras como un niño pequeño. Que no me protejas de todo.

—¡No hago eso!

—¡Sí lo haces! —gritó Jonás. 

Abrió la puerta. No soportaba más tanta condescendencia. Miki lo sujetó del brazo para frenarlo.

—¿No íbamos a dormir juntos?

—¿Qué fue lo que no te gustó del jersey?

—Me encantó el jersey.

—Hasta mañana. 

Intentó salir de nuevo. Miki lo agarró más fuerte.

—Esperaba un regalo más personal. Un regalo que dijera algo de nosotros. Y este jersey es muy caro. No necesito que hagas estos esfuerzos conmigo.

Jonás lo miró a los ojos.

—El jersey es el menor de los esfuerzos que hago contigo, Miki.

***

Jonás se desplomó apenas cerró la portilla de la finca. Apoyado en ella, se sentó en el suelo. Estaba agotado. La humedad de finales de octubre se colaba por su ropa, él no era capaz de sentirlo, tan concentrado como estaba en controlar las lágrimas. Tomó una respiración profunda y se masajeó las sienes suave, rítmico, dibujando círculos pequeños, uno igual al otro y al otro y al otro y fue esa cadencia la que lo calmó. Entonces, apoyó la cabeza en la portilla y cerró los ojos. No podía más. Hasta levantarse del suelo frío y húmedo le consumía demasiada energía.

—¿Jonás?

—Dime, Ago. —Su voz sonó vacía, cansada.

—Llevas aquí cuarenta minutos. Pensé que estabas fumando pero tardabas tanto que me asusté.

No respondió nada. Qué iba a decir si ya hasta controlar la respiración le suponía un esfuerzo inmenso. Ago esperó de pie y más tarde Jonás, sin mover los párpados, notó cómo se sentaba a su lado. Permanecieron juntos unos minutos más. En silencio, a oscuras.

—Cuando te pedí los libros para empezar a leer… —murmuró Jonás—. ¿Por qué me diste libros para adolescentes? 

Ago giró la cabeza hacia Jonás.

—¿Qué?

—Yo quería leer libros de adultos. ¿Pensabas que no los iba a entender?

—Herman Hesse no es un autor para adolescentes. ¿Quién te dijo eso?

—Nadie.

Y se volvió a quedar callado. Inmóvil. Su cabeza apoyada en la portilla, los ojos cerrados.

—¿Jonás?

—Tenías que haber sido más duro conmigo en el colegio. Siempre estabas contemplándome. Tenías que haberme obligado a estudiar.

—Ya estás estudiando. Te esforzaste mucho el año pasado y este año aprobarás los exámenes.

—Los exámenes para tontos. 

Ago suspiró.

 —Jonás… ¿Qué ha pasado en la cena?

 —Nada.

Jonás sintió cómo la palabra se escapaba de sus labios. Nada. Todo. Me pasa todo, Ago. No me pasa nada, Ago. “Nada” no era solo una respuesta, era un escudo, una forma de protegerse de la vulnerabilidad que implicaba compartir sus sentimientos sobre la cena, el desprecio tan poco disimulado de los amigos de Miki. ¿Nada? ¿O todo lo que no podía decir porque no sabía cómo explicar ese miedo, esa sensación de no ser suficiente?

—¿Discutiste con Miki?

—No.

No. No podía hablar de ello con Ago. Tampoco con Raoul. Tenía pánico a que le dijeran algo que ya sabía, que esa actitud no era sana y que no podía seguir así. Le acojonaba pensar que dejaran caer una frase del tipo: "estar con Miki no te hace bien" y que aquello lo obligara a hacer algo definitivo. No sabía en qué lo convertía eso. En un cobarde, probablemente. 

—Jonás, ¿qué te está pasando? —Ago se había sentado más cerca, y le tocaba el brazo con cuidado de no molestar—. Sé que no estás durmiendo bien. Te oigo levantarte por las noches.

—No me pasa nada.

—Jonás —volvió a intentar. Esta vez, por fin, Jonás abrió los ojos—. ¿Tú te acuerdas de lo mal que lo pasaste cuando intentabas probarnos a Raoul y a mí? ¿Te acuerdas de lo mal que lo pasamos nosotros también?

No se veía la luna esa noche. Jonás lo supo porque la estaba buscando, mientras repasaba su primer año en casa de Ago y Raoul. La borrachera, la escapada, las peleas. Los dos habían tenido una paciencia infinita con él y, todavía con esas, había continuado sintiéndose inseguro. Pero ya no. Trató de hacer memoria, encontrar el momento exacto en el que se dio cuenta de que confiaba en su amor ciegamente. Pero, ¿confiaba en el amor de Miki? No. Aunque, si lo decía en voz alta, temía que se acabara todo. 

—No estoy haciendo eso, Ago. No estoy probando nada.

Sin esperar una respuesta, se levantó para entrar en casa. La humedad había calado hondo, porque todavía sentía escalofríos una hora después, en su cama. Tumbado de lado, hecho casi un ovillo, sintió la ausencia de Miki. De verdad pensaba que esa noche acabaría bien. Superarían la mierda de cena juntos, porque Miki le había dicho que estaban juntos en eso, y luego se irían más fuertes de allí. Y Miki estaría ahora rodeándolo con los brazos, susurrando en bajito que se moría de ganas por hacerle el amor y él le susurraría también que ni de coña en esa casa con todos durmiendo al lado. Y, aun así, dormiría imaginándoselo, contando los días para que volvieran a estar solos, desnudos, piel con piel. Abrazó la almohada más fuerte, se enroscó el edredón. El frío no desaparecía. ¿Tendría Miki la paciencia de Ago o de Raoul? Nadie la había tenido nunca. 

Más tarde, todavía de noche, escuchó el zumbido de un mensaje entrante. Acercó la mano a la mesilla, agarró el móvil y lo abrió. 

"Jonás, perdona si te ha molestado algo. No sé si te trato como a un crío, yo creo que no, pero si lo hago lo siento, de verdad. Y me encanta el jersey, te lo juro. Es un jersey muy indie. Igual que tú, pecoso. Te quiero. No quiero que estemos mal"

Jonás releyó el mensaje una y otra vez, esperando que, quizá, así desaparecieran los escalofríos. Cuando la luz del día comenzaba a hacerse hueco entre las persianas, tecleó mecánicamente: 

“Yo tampoco quiero que estemos mal”

***

Jonás y Miki no se vieron el domingo. Miki no insistió y Jonás se sintió casi agradecido, al igual que cuando Ago y Raoul se llevaron a Amanda y Guille de excursión antes de dejarlos en el centro. Se puso una serie fácil, de esas que ayudaban a no pensar. Cenó solo y se fue de vuelta a la cama para evitar otra conversación incómoda. 

El lunes se esforzó especialmente en el trabajo. A media mañana, le dolían los músculos de cargar maderas y herramientas, pero había conseguido su propósito: dejar de darle vueltas a la cabeza unas cuantas horas.

—Oye, Jonás… —escuchó decir a Kibo mientras se tomaba un momento para beber agua—. ¿Los quince días que tengo por la boda quieres descansarlos o quieres ir a alguna de las otras dos casas?

Faltaban menos de tres semanas para la boda. Y se sentía raro al pensar en ella. Por un lado, sabía lo que significaba para Kibo y Ricky, después de todo lo que habían luchado por estar juntos, y deseaba vivir a su lado en ese momento de  felicidad. Sin embargo, también lo veía como un espejo que reflejaba todas sus inseguridades. ¿Cómo se alcanzaba ese nivel de certeza que tenían Ricky y Kibo o Ago y Raoul? 

—Prefiero trabajar.

—Ok. 

Jonás jugueteó con la tapa de su botella de agua, su mirada perdida en algún punto distante. Vio cómo Kibo hacía ademán de alejarse y lo frenó.

—Oye, Kibo… ¿Te importa alguna vez no haber estudiado?

Kibo, apoyando su espalda contra la pared fresca del salón en el que estaban trabajando, consideró la pregunta un momento.

—Ahora no —respondió finalmente.

—¿Antes sí?

—Me importó hasta que me di cuenta de que era capaz de valerme por mí mismo. Ahí dejé de pensar que era menos que los que tenían trabajos de puta madre o mucha pasta.

Jonás asintió.

***

—¿Pero por qué no sales hoy con tus amigos? No va con segundas intenciones. Lo digo de verdad.

Miki lo miró mientras guardaba uno de sus jerséis en el armario de su nueva habitación. Los dueños del apartamento habían sido majos y le habían permitido hacer la mudanza durante el puente de Halloween. Se habían visto relativamente poco esa semana porque Miki tenía que hacer cajas en la casa de sus padres durante sus escasos ratos libres y Jonás había aprovechado para tomar alguna clase más de conducir antes del examen, que sería la semana siguiente.  Sin embargo, esos días separados, lejos de agobiar a Jonás, le habían dado un poco de aire. O no, en realidad la sensación era más bien de suspensión. A través de mensajes no discutían y casi parecía que su relación era buena. Miki le enviaba selfies con cara de amargado desde la universidad o desde su cuarto, atiborrado de bolsas, cartones y ropa. Jonás le respondía con emoticonos sonrientes. Miki le escribía diciéndole que solo podría soportar la mudanza si Jonás le prometía ayudarle a ordenar. Jonás le había dicho que por supuesto que le ayudaría a ordenar las cosas, aunque, de momento, solo estaba medio tumbado en la cama, jugando con una pelota de tenis.

—No voy a quedar con mis amigos, pecoso.

Jonás levantó la mirada, encontrando los ojos de Miki, que se había detenido en su tarea para dirigirle la palabra.

—Miki, sé que te encanta esa fiesta. 

—No he buscado el disfraz.

—Vaya excusa.

Miki le lanzó una sonrisa y una de sus mejores miradas traviesas.

—Salimos tú y yo. Disfrazados.

Jonás bufó.

—Yo no me disfrazo. Pero sal con ellos, yo me quedo con Guille y Amanda. 

—Yo también. —Miki cerró el armario y caminó hacia la cama, sentándose junto a Jonás. Con un gesto suave, tomó la pelota que Jonás estaba girando entre sus manos, deteniendo su movimiento—. ¿Qué andas maquinando?

Pues que no sabía si sentirse agradecido o asustado, eso maquinaba. Apreciaba el esfuerzo de Miki por incluirlo en todo, pero no podía sacudirse la sensación de que, de alguna manera, todo lo que le hacía sentirse más feliz a él, era peor para Miki. Jonás dejó escapar un suspiro, evitando el contacto visual.

—Me agobia que te pierdas cosas por mi culpa.

—No pierdo nada que no quiera perderme.

La determinación en su voz hizo que Jonás levantara los ojos finalmente.

—Me siento mal si dejas de ver a tus amigos.

Miki se pasó una mano por la cara, claramente frustrado, y se levantó para caminar de un lado a otro en la habitación. Jonás se quedó sentado en la cama, observando cada movimiento de Miki, sintiendo cómo la tensión crecía en el aire entre ellos. Después de un rato, Miki se detuvo frente a la ventana, mirando hacia la calle que se extendía ante sus ojos.

—No quiero verlos, Jonás.

—¿Te siguen hablando de mí? 

—No.

—Miki.

—¿Podemos simplemente sacar otro tema? —Miki se pasó una mano por el pelo, ese gesto que hacía siempre que se ponía nervioso.

—No.

—Ay, Jonás… ¿Qué quieres que te diga?

Jonás se inclinó hacia delante.

—Pues la verdad.

—¿Para qué? ¿Para hacerte daño gratuitamente? 

—¡No va a ser peor de lo que me imagino!

—¡Vale, pues tienes razón! —Miki se giró, mirando a Jonás con una seriedad a la que su novio no estaba acostumbrado—. Y por eso no quiero saber nada de ellos. Si les jode que esté enamorado de ti, que les den. No voy a verlos.

—¿Y con los de la universidad?

—¿No quieres que pasemos esa noche juntos? Dímelo a las claras.

Jonás percibió el enfado de Miki, y por un instante, temió haber empujado demasiado, haber rozado esa línea que siempre temía cruzar. Rápidamente, dio marcha atrás, tratando de encontrar un punto medio que calmara las aguas y les permitiera disfrutar de la noche sin más tensiones.

—Sí, sí quiero. 

—Pues ya está. —Cogió una camiseta de una de las cajas y comenzó a doblarla—. Vamos luego con Guille y Amanda. En realidad es el mejor plan.

—Como quieras.

—Oye, ¿dejo esta parte del armario para ti? —Miki se detuvo, con la camiseta en la mano, mirando a Jonás expectante.

—No hace falta.

—Así no tendrías que andar todo el rato con mochilas.

Miki dejó la camiseta en el estante y se acercó a Jonás. Él desvió la vista hacia la única estantería que había en la habitación, en la que descansaban un par de libros y una foto de ellos en la playa. 

—No me importa andar con mochilas. Es tu casa, usa los armarios para ti.

—Pero tú vas a venir a veces, ¿no?

—Cuando pueda. No quiero dejar de ver a los niños y tengo que estudiar. 

—¿Quién te está diciendo que dejes de hacer esas cosas? —Miki frunció el ceño, confundido.

—Nadie. No lo decía con mala intención.

Miki suspiró y volvió al armario.

—¿Por qué pones barreras todo el tiempo? 

Ay, Miki. Si tú supieras. Cómo no iba a poner barreras si se pasaba el día conviviendo con el temor a aferrarse demasiado, a esperar demasiado, a caer demasiado profundamente en algo que no sabía lo que duraría, el miedo a la dependencia, a fusionarse tanto con Miki que cuando este se diera cuenta de lo poco que valía y lo dejara, acabara destrozado. 

—No pongo barreras. Solo digo que no quiero traer cosas. 

—Vale, pues no las traigas. ¿Una copia que he hecho para ti de las llaves tampoco la vas a querer? —Miki lo observó, una sombra de tristeza cruzando su rostro. 

Y la tristeza en Miki sí que era algo que Jonás no podía soportar. Por eso, se levantó lentamente y se acercó a él.

—No te enfades, Miki.

—No me enfado, Jonás. —Su tono era calmado, pero sus hombros tensos delataban lo contrario.

—¿Seguro? —preguntó Jonás, abrazándolo por la espalda—. Porque me has llamado por mi nombre. 

Posó sus labios en el cuello de Miki y frotó la nariz contra su pelo. Qué rico olía. Y qué idiota era él por no saber disfrutar de ello.

—Para.

—No… —continuó repasando su mandíbula con besos suaves—. No hasta que me sonrías.

***

Jonás y Miki estaban en el salón, rodeados de telas de colores, maquillaje y una variedad de accesorios dispuestos en el suelo. Guille corría de un lado a otro, sosteniendo una capa de superhéroe y una varita mágica.

—¿Por qué no está disfrazado? Siempre se disfraza a las nueve de la mañana. 

Raoul le lanzó una mirada que le dio a entender a Jonás tres cosas: La primera, que su paciencia estaba al límite. La segunda, que necesitaba escapar al primer rincón silencioso y recuperar algo de paz mental. Y la tercera, que era el turno de Jonás de hacerse cargo de Guille, un gesto que decía: "Te toca, yo ya no puedo más".

—¡Mira, Miki! ¡Voy a convertirte en un monstruo! —gritó Guille, agitando la varita con entusiasmo—. Raoulín, cuéntales de cuántas cosas me disfracé hoy. 

—Hola, chicos. Buenas noches. Vaya horas. Guille se ha disfrazado de siete cosas diferentes. Me voy a la cama.

—¿Por qué cojones hablas así? —preguntó Jonás.

—¡Porque lo convertí en robot! ¡Raoulín, haz el baile del robot loco!

Raoul, en un alarde de destreza impresionante, agarró la varita de Guille y se tocó con ella la cabeza. 

—Ya está. Desconvertido. Me voy a la cama. Ago ya está arriba porque es mucho más listo que yo y Amanda está con sus amigas y creo que dormirá con una de ellas. Esto que corre y chilla todavía no ha cenado. Os quiero mucho. Adiós. 

Le devolvió la varita a Guille y se lanzó a las escaleras para subirlas de dos en dos. Jonás colocó sus manos en las caderas y miró a Miki, que se echó a reír. 

—Y tú querías que me perdiera esto. 

Tras la retirada estratégica de Raoul, Guille se giró hacia ellos con una sonrisa que no auguraba nada bueno. 

—¿Cuánta Fanta has bebido? —le preguntó Jonás. 

—Mucha.

—Puto Raoul. 

—Raoulín dijo que os dejaba a vosotros el subidón de azúcar. 

Madre mía. Jonás se rascó la cabeza y miró de reojo a Miki. Con ese ya no podía contar. Andaba buscando entre las telas algo para ponerse.

—Vale. ¿A qué quieres jugar, Guille?

—Soy Gran Hechicero Guille. Mira la varita. 

La varita en cuestión era un palo de brillantina que culminaba en una gran mariposa de piedras. 

—Preciosa. Muy discreta. ¿A qué quieres jugar, Gran Hechicero Guille?

—¡A convertir a Jonás en el Hechicero Ayudante Número Dos!

Ese que había hablado no era Guille. Era Miki, envuelto en una tela verde fluorescente, con los ojos pintados y una diadema en el pelo. Y, joder, qué bien le quedaban los ojos pintados.

—Yo no me disfrazo, Hechicero Ayudante Supongo Que Número Uno.

—Claro que te vas a disfrazar —respondió mientras recogía más telas del suelo—. ¿Tú qué opinas, Gran Hechicero Guille?

El alarido que soltó dejó meridianamente claro lo que opinaba. Y el salón se transformó en una batalla campal. Jonás corría, esquivando muebles y montones de telas. Miki lo seguía, envuelto en tela verde, con Guille detrás, varita en alto. Para esquivarlos, Jonás rodeó la mesa del comedor, tropezando con unos juguetes que andaban por el suelo. Guille no lo dudó. Se tiró en plancha cuando Jonás trataba de recuperar el equilibrio. Miki, a carcajadas, agarró una tela y trató de enroscarla alrededor de Jonás. Este tiró de él mientras Guille gritaba que lo iban a aplastar. Entre los dos, cogieron al niño y empezaron a hacerle cosquillas, rodando los tres por el suelo. Guille, a una orden de Miki, se sentó en el pecho de Jonás. Y entonces, el capullo de su novio, extendió la mano, agarró el maquillaje y comenzó a pintarle los ojos a él también. Jonás se retorcía, lanzaba patadas al aire, tomó impulso y se giró, dejando de espaldas a Miki y a Guille. 

—Te vas a comer el maquillaje.

Miki no podía reírse más.

—Y a ti, canijo, te voy a babar hasta las orejas. 

Comenzó entonces a dar lametones a Guille, que chillaba como un loco, muerto del asco. El Hechicero Ayudante Número Uno salió en su defensa, metiendo la cara entre Guille y Jonás. 

—Raoulín.

—¿Qué?

—Raoulín.

Jonás giró la cabeza ciento ochenta grados y miró hacia las escaleras. Raoul estaba en lo alto. En un silencio estremecedor. Jonás se puso de pie y se sacudió los vaqueros. Miki se colocó detrás de él y Guille se escondió entre ambos. Vaya par de valientes. 

—Estoy pensando en la forma más jodida de acabar con los tres y que no quede ni rastro. 

Jonás arqueó las cejas. Miki le acarició el culo. Guille le pellizco en el culo. 

—Dadle de cenar al niño y metedlo en la cama para que se duerma. No voy a cuestionar ningún método. 

Los hechiceros ayudantes asintieron a la vez y Raoul desapareció de vuelta a su cuarto. 

—No sé si me acostumbraré algún día a ver a mi director en calzoncillos —le susurró Miki al oído.

Jonás soltó una carcajada.

—¡Veamos si el gran Hechicero Guille puede superar la prueba suprema!  —anunció entonces Miki, alzando la varita que Guille había dejado en el suelo—, nos enfrentamos al mayor desafío jamás visto en este planeta.

Guille, con los ojos abiertos de par en par, asintió, preparado para cualquier aventura que sus dos hechiceros ayudantes tuvieran en mente.

—¡El Gran Hechicero Guille debe usar sus poderes para hacer aparecer la cena más deliciosa! —declaró Jonás, entrando en el juego.

—¡Pero eso es fácil! —dijo Guille, quitándole de un manotazo la varita a Miki.

—¡Oh, no tan rápido! —Miki agitó un dedo con aire de sabiduría—. La verdadera magia no está en hacer aparecer la cena, sino en hacer que algo... —hizo una pausa dramática—, que no te gusta mucho se convierta en algo que te encanta.

—¿Como las verduras? —preguntó Guille, frunciendo el ceño.

—Exactamente como las verduras —respondió Jonás.

—¡Pero eso es imposible!

—Pues vaya porquería de Hechicero.

—Yo confío plenamente en el Gran Hechicero Guille —afirmó Miki mientras subía al niño en brazos—. Si tú no confías, igual no deberías ser Ayudante Número Dos.

Y muy dignamente, pasó por delante de Jonás de camino a la cocina. Jonás, entre risas, aprovechó para quitarse las telas y recoger un poco el salón. Cuando llegó a la cocina, Guille estaba sentado en la encimera mientras Miki cortaba verduras con mucho teatro.

—¡Rodajas de cola de gato naranja! ¡Trocitos de ratón verde disecado! 

Guille, incapaz de resistirse, empezó a agitar su varita sobre las verduras, pronunciando sus propias palabras mágicas.

—¡Verdurus asquerosus convertus deliciosus! —exclamó con una risa.

Antes de que se dieran cuenta, tenían la tabla llena de verduras listas para ser cocinadas. Miki se encargó de la sartén mientras Jonás y Guille preparaban una ensalada mágica.

—¡Mira, Guille! —dijo Miki, señalando la sartén donde revolvía las verduras—. Tus hechizos están funcionando. Se están convirtiendo en una comida riquísima.

Cuando la cena estuvo lista, se sentaron los tres en la isla, con Guille estudiando con sospecha su plato lleno de verduras.

—Ahora, el último desafío del Gran Hechicero Guille —dijo Miki, ofreciéndole un tenedor—. Probar tu creación mágica.

Guille miró a Miki y luego a Jonás.

—Ni de coña.

—¡Guille! ¡Habla bien!

—Ni de broma me como eso.

—Joder…

Bajándose del taburete, trepó por las piernas de Miki. El muy cabrón sabía a quién camelar.

—Mikilín, ¿a ti no te salían las tortillas más ricas del mundo?

Un rato después, Miki y Jonás guardaban los restos de tortilla en un tupper. Habían conseguido acostar a Guille, que les había obligado a tumbarse con él y contarle tres cuentos. Casi se habían quedado dormidos, uno a cada lado del niño, pero Jonás había hecho el esfuerzo de levantarse porque no quería dejar la cocina desordenada. 

—Es increíble cómo ese niño consigue siempre lo que quiere —comentó Jonás, cerrando el tupper—. Debe ser magia de verdad.

—No es magia. Se llama manipulación pura y dura.

Jonás se rió. Y después salió a la terraza para encenderse un cigarro. Miki lo acompañó con un par de latas de cerveza. Le dio una a Jonás, acompañada de un beso en la mejilla y se sentó frente a él. 

 —¿Sabes? A veces creo que Guille va a acabar dominando el mundo —dijo Jonás abriendo su cerveza.

—O tal vez siendo un gran chef que se especializa en tortillas.

—Le consientes todo. 

Todos consentían a Guille, era un hecho, pero lo de Miki era algo escandaloso. Miki lo miró por encima de su lata, a punto de dar un sorbo, con una sonrisa nada avergonzada.

—Ya sabes que me gusta consentir a la gente que quiero.

Madre mía. Eso iba con segundas. Jonás meneó la cabeza y sonrió de medio lado. 

—Cuentista.

—Joder, qué guapo eres.

—Cuentista.

—Joder. Qué. Guapo. Eres.

Se levantó un poco para coger el móvil del bolsillo y enfocar a Jonás, que cada vez estaba más encantado con ese tonteo que se traían y que había echado tanto de menos. 

—¿Vas a dejar de sacarme fotos?

—No puedo, es que estás precioso. Mira esta, saca el móvil. 

Apagó el cigarrillo y sacó el móvil. Observó la foto que le mandó Miki. La amplió. Sí que estaba guapo, pero era porque le brillaban los ojos al mirarle. Esa era su cara cuando miraba a Miki y, dios, realmente resplandecía. Levantó la vista con ganas de provocar un poco más a su novio. Y se asustó.

—¿Qué te pasa, Miki? —Se levantó de un salto. 

—No es nada.

—Te acabas de secar una lágrima —le dijo mientras se acercaba.

Miki se había aferrado al teléfono y Jonás no sabía si dar un paso más o dejarle intimidad. Qué intimidad. Miki estaba llorando. Bordeó la mesa y separó un poco la silla de Miki para acuclillarse frente a él. Miki seguía sosteniendo el móvil y con la mano izquierda frotaba la otra mano. Jonás apoyó los codos en las rodillas de Miki, buscando su mirada. Observó cómo echaba un último vistazo a la pantalla y después alargaba el brazo para ofrecerle el teléfono.

—Mira.

Jonás extendió la mano para cogerlo. Miki respiró hondo. La pantalla iluminada revelaba una foto donde la pandilla de Miki se apelotonaba para aparecer detrás de Joan. Todos estaban disfrazados y felicísimos. El estómago de Jonás dio un vuelco.

—¿Qué…?

—Es un poco tonto, pero me alegra ver a Natalia así de feliz. —Su voz parecía cargada de alivio.

Jonás se fijó más y, efectivamente, entre ellos estaba Natalia, vestida de negro y con unas trenzas, riéndose a carcajadas. Se giró un momento para dejar el móvil encima de la mesa y volvió de nuevo a centrarse en Miki. Su mirada, cálida y presente, se posó en los ojos de su novio. Entonces, extendió su mano para acariciarle la mejilla con el dorso de los dedos. La caricia continuó, trazando un camino sobre las cejas de Miki, alisando cualquier rastro de preocupación. Deslizando su mano hacia atrás, Jonás peinó suavemente su pelo, para apartárselo de la frente. Finalmente, sus manos se encontraron y entrelazaron los dedos. 

—Miki... 

—Sentía un peso todo el tiempo.

Jonás respondió con una sonrisa sincera. Después apoyó la mejilla sobre sus manos entrelazadas. Miki se agachó un poco, le dio un beso en el pelo y se quedó allí. Quieto. Los dos en silencio.

—¿Te acuerdas del día que nos quedamos dormidos aquí en el sofá? 

La pregunta de Jonás flotó suavemente en el aire. Sintió a Miki asentir despacio. Y sonreír. Notó su sonrisa sin mirarlo.

—Me dijiste tus grupos favoritos de música —contestó Miki en un susurro.

—Me desperté y tenías tu mano en mis pies. Los sujetabas. Te habías quedado dormido así.

—¿De verdad? De eso no me acuerdo.

—¿Podríamos volver a dormir hoy de la misma forma?

Miki le besó de nuevo el pelo y se incorporó, soltándose de Jonás. Colocó las manos a ambos lados de sus mejillas y se acercó para besarle con tanta ternura que Jonás temió deshacerse.

—Vamos.

  

*** 

Jonás se despertó con la espalda hecha polvo, los pies calentitos y el corazón rebosante de amor. Adoraba a Miki. Era tan fácil como eso. No necesitaba darle vueltas a ningún pensamiento más. ¿Miki quería que usara las llaves de su casa? Las usaría. ¿Miki quería que dejara ropa en el armario? Sin problema. ¿Miki quería la luna? Ya buscaría en Google maneras de conseguírsela. Casi por primera vez, era Jonás el que estaba ansioso por despedirse de Ago, Raoul y los niños para volver de nuevo al apartamento de Miki. Y una vez allí, se tomó su tiempo para desvestirlo lento, y a cada trozo de piel que quedaba al descubierto, le dedicaba mil besos y mil caricias. Hicieron el amor mirándose a los ojos. Después, Miki intentó seguir con la mudanza pero Jonás tiró de él para devolverlo a la cama. Necesitaba seguir conectado a él, respirarle, impregnarse de Miki. Y volvieron a hacer el amor hasta que cayeron rendidos y dormidos. 

A la tarde siguiente, cuando Miki llegó de la universidad, se encontró la casa a oscuras y una rueda de bicicleta, con bombillas incrustadas, en una esquina del salón. Se puso a llorar como un bobo. El miércoles, cuando Jonás llegó al apartamento después de aprobar el exámen práctico de conducir, se encontró a Miki en el salón, iluminado con la lámpara de rueda y sujetando algo envuelto en un lazo rojo. Era un mapa, con cruces pintadas sobre él. “A estos sitios podemos ir en coche y tú vas a llevarme”, le dijo. Jonás quiso llorar como un bobo. El jueves, media hora después de salir del trabajo, Jonás cruzó la entrada del apartamento y se detuvo en seco, capturado por la multitud de voces que se filtraban desde el salón. Miki, ajeno a su llegada, estaba concentrado en una videollamada grupal, la pantalla alumbrando su silueta con una mezcla de tonos azules y verdes. Sin querer interrumpir, Jonás se apoyó discretamente en el marco de la puerta mientras su mirada alternaba entre Miki y la pantalla.

En la llamada, un grupo, claramente compañeros de Miki de la universidad, compartían anécdotas y discutían sobre algún trabajo de ingeniería. Jonás se fijó en una chica porque hablaba más que el resto y se dirigía más a Miki. Jonás observó la naturalidad con la que intercambiaban ideas, cómo sus risas se escuchaban por encima de las de los demás. Igual hizo un ruido, porque Miki se giró hacia él y lo llamó con un gesto alegre. 

—¡Pecoso, ya llegaste! ¡Mira, son mis amigos de la uni!

Jonás, con una sonrisa algo forzada, saludó a Miki mientras se acercaba. Miki tiró del abrigo para darle un beso. Después, tiró más para sentarlo en su regazo.

—Y este es Jonás —les comunicó al resto.

—¡Joder, por fin! ¡Qué ganas de conocerte!

—Nos sale tu nombre por las orejas.

—No soy tan pesado —rio Miki.

—Sí lo eres. 

—Bueno, pero tengo mi encanto —respondió mientras se apoyaba en el brazo de Jonás—. Jonás opinaba lo mismo que vosotros y mira, lo conseguí convencer.

—Ya, es que tienes mucha labia, tú —dijo la chica de antes para seguirle la broma. Había algo en su tono, quizá una nota demasiado estudiada, que a Jonás le pareció extrañamente perturbador.

—¿Tengo labia, pecoso? 

Jonás intentó una sonrisa y miró de nuevo a la chica. La videollamada continuó, con Miki y sus amigos sumergiéndose en temas técnicos, discutiendo sobre un próximo proyecto de clase. Jonás trató de seguir el hilo, pero se sintió cada vez más desplazado y más ridículo, allí sentado encima de Miki, analizando cada una de las interacciones que tenía con su compañera. Cuando los nervios en el estómago se volvieron insoportables, se excusó para ir a la cocina, no sin antes notar cómo Miki y la chica compartían otra risa. Se sirvió un vaso de agua. Las tazas del desayuno todavía estaban en el fregadero. La de Miki, blanca, con un relieve de una cara sonriente y la suya, blanca, con un relieve de una cara con la ceja alzada.

Al regresar, Miki ya se despedía de sus amigos. Tan simpático y alegre como siempre. 

—Qué majos son —comentó después de levantarse.

Jonás asintió. Miki se acercó a darle un beso.

—¿Qué tal en el comedor? 

En el comedor. Miki había estado hablando de proyectos de ingeniería y él podría contarle lo malas que eran las patatas del comedor. Intentó responder, pero las palabras se le atragantaban. 

—Bien.

La conversación que siguió fue un baile de respuestas sin significado, una farsa de normalidad que dejó a Jonás exhausto. ¿Entonces vas mañana con Ago a comprar el traje para la boda? Sí. Falta una semana, qué fuerte. Ya. ¿Si vamos los dos con pajarita quedaría un poco ridículo? ¿Un poco, no? Me flipa que vayan a recorrer Noruega de luna de miel, nosotros también tenemos que recorrer Noruega. Claro. A veces me imagino cómo sería nuestra boda, ¿lo has pensado alguna vez? Acabo de cumplir veinte años, Miki. Qué bobo eres, no digo ahora. Ay, qué bobo eres, de verdad. Me tengo que poner a estudiar un poco, pecoso, ¿tú también quieres estudiar?

Aunque dijo que sí, lo cierto es que no estudió nada. Solo era capaz de pensar en la chica, en nombres que Miki había comentado alguna vez. Repasaba los comentarios, filtrando algún dato que le resultara relevante. Y luego pensó en Natalia, en si en algún momento de la primavera se habría sentido igual. ¿Habría sido Miki tan cariñoso con Natalia mientras se fascinaba por él? Joder. Se habían besado mientras Natalia y Miki seguían juntos. En la casa de Aitana. Si Guille no hubiera interrumpido. Y luego Miki se fue al pueblo con Natalia. Joder. 

Más tarde, apenas pudo cenar. Y luego, medio tirados en el sofá, Miki volvió a hacer más planes, esa vez para el verano. Cuando estuvieran menos liados y eso. Y Jonás tuvo que fingir interés.

—En realidad, podríamos hacer lo de Noruega en agosto, por ejemplo. Ahí ya tendrás mucha práctica de conducir.

Jonás sintió que el suelo se movía bajo sus pies. 

—Voy a ir a darme una ducha —murmuró.

—Voy contigo.

—No, Miki, de verdad. Estoy supercansado y quiero ducharme y dormir. 

Miki no discutió su respuesta. Seguía sonriendo, aunque a Jonás le parecía que la sonrisa no alcanzaba sus ojos. En el baño, puso la música en el altavoz, se desnudó, entró en la ducha y se derrumbó. Lloró como hacía años que no lloraba. Como nunca creía que había llorado. En serio pensaba que había logrado alejar sus miedos. Que la noche de Halloween había significado un cambio. Durante los últimos tres días se había sentido como en julio. Qué va. Se había sentido incluso mejor. Y solo había necesitado ver a Miki con otra chica para que toda la mierda volviera de nuevo. Se limpió las lágrimas, enfadado, pero no conseguía frenarlas, se había roto y no encontraba la manera de recomponerse. Más tarde, en la cama, volvió a pensar en Natalia, en si ella también habría mirado a Miki dormir, sabiendo que lo suyo tenía las horas contadas. Igual se había apretado contra su espalda de la misma manera que lo hacía él ahora. Aterrada. Impotente. Vencida. Completamente enamorada. Al amanecer, Jonás se levantó sin haber pegado apenas ojo. Sabía que algo tenía que cambiar, que no podía seguir viviendo en la sombra de sus miedos y su inseguridades. Encendió la luz de la cocina y se hizo un café por llevarse algo al estómago. Ayer habían desayunado juntos, apoyados los dos en la encimera como ahora estaba él.Y Jonás se había reído un buen rato porque Miki se había despertado con un remolino en el pelo que era incapaz de controlar. Ayer Jonás todavía no estaba roto. Dejó la taza en el fregadero y, al darse la vuelta, se fijó en un post-it amarillo, de aquellos con los que Miki le llenaba la habitación cuando aún era su profesor, pegado a la nevera. No lo había visto antes y ayer no estaba allí. Se acercó para ver qué ponía. “¡Hoy es viernes, todavía tienes tres días para realizarte como persona!”. Contuvo un sollozo. Volvió a la habitación y se arrodilló para mirar a su precioso novio.

—Te quiero muchísimo, Miki —susurró, acariciando su pelo con suavidad.

—Faltan perchas.

—¿Qué?

Miki se revolvió, completamente dormido.

—Mañana voy a comprarlas.

—Sí, mi amor, mañana vamos a comprarlas juntos.


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