Amor y Wasabi [TERMINADA]

Door natvalensky

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Tim Kobayashi es un joven chef que quiere ser el mejor. Sin embargo, su sueño se ve más lejano cuando lo des... Meer

1: La amarga derrota
2: Waffles
3: La reina de la comida enlatada
4: Soufflé
5: La langosta
6: Cabernet sauvignon
7: Pastel de lava
8: Chaquetas Blancas
9: Salsa quemada
10: Cuchillos
11: El reto del jamón
12: Pollo y pastel
13: Raviolis
14: Solo será una cena
15: Dulce
16: Jugosa información
17: De la sartén al fuego
18: Por culpa del vino
20: Sashimi
21: Ikigai
22: Bullabesa
23: Sake
24: Lo dulce necesita sal
25: Las ventajas de olvidar el postre
26: Un buen jefe de cocina
27: Chardonnay
28: Jugo de felicidad
29: Chef de poca monta
30: Rojo cereza
31: Wasabi
32: Insípido
33: La receta más difícil
34: El platillo inconcluso
35: Los comensales
36: El plato fuerte
37: El veredicto final
Epílogo
Agradecimientos
Anuncio (buenas nuevas 2023)
Cast (o algo así)

19: El desayuno de la vergüenza

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Door natvalensky

Lo primero que Debra sintió esa mañana al despertar fue dolor de cabeza. Lo segundo, fue vergüenza. 

Estaba a medio vestir, exhibiendo su brasier, en una cama que no era la suya. Y lo peor de todo, era que ni siquiera lo había pasado bien la noche anterior como para justificar ese estado. 

Los acontecimientos de esa cita fallida con Tim se agolparon en su cabeza, intensificando la migraña. Recorrió la habitación con la mirada, y aunque el reloj digital de la mesa de noche le indicó que eran las siete de la mañana, no vio rastro del joven. 

¿Acaso quedó tan espantado por su ataque que huyó en cuanto pudo? Era muy temprano para pensar en todo eso, se regañó Debra, masajeándose las sienes. Necesitaba volver a sentirse como persona, antes de encarar lo que había pasado y empezar a culparse por ello. 

Se levantó de la cama y caminó tambaleándose hasta el baño. No se le ocurrió que podía encontrarse con Tim en el pasillo, o en el mismo baño, pero por suerte no fue así. 

La mujer que le devolvía la mirada en el espejo era un desastre. Tenía manchones de maquillaje en el rostro, los ojos hinchados, el cabello como rastrojos de paja. No se quedó mucho tiempo viendo su reflejo; no necesitaba ese nuevo recordatorio de la noche anterior, con los que ya había en su mente le bastaban. 

Estuvo un buen rato lavándose el rostro (Tim tenía un jabón para manos con olor a durazno que era simplemente reconfortante), usó su dedo como cepillo de dientes y se ordenó el cabello con las manos. Así pues, la mujer que salió del baño volvía a ser otra vez Debra, y no ese despojo de chica que se había levantado. 

Le llegaron sonidos de la cocina. Por supuesto, ¿en dónde más podría estar Tim?

Caminó silenciosamente hasta el umbral del pasillo, y una vez ahí se detuvo. Él estaba muy concentrado, picaba fruta fresca, y al mismo tiempo volteaba panqueques, y removía algo en una cacerola. Tenía el cabello húmedo, y estaba vestido para salir luego de desayunar, presumió ella. Se conmovió al pensar que se había arreglado teniendo cuidado de no despertarla. 

Después de casi un minuto viéndolo en silencio, por fin él notó su mirada. Debra fue consciente de que quizá se vio como una maldita acosadora. Pero contrario de asustarse, Tim le sonrió. 

―Buenos días ―dijo, su voz seria y calmada como era habitual. 

―Hola ―respondió ella, tomando asiento en la barra de la cocina, justo frente a él. 

―No quería despertarte, pero quería hacerte el desayuno antes de irme ―explicó Tim, mientras volteaba de forma experta un panqueque que olía como un manjar de dioses.

―¿Tienes que irte? ―preguntó ella. No quiso sonar como una niña quejumbrosa, de seguro él tenía cosas más importantes que hacer antes de pasar el día con la loca que lloró la noche anterior hasta quedarse dormida. 

―Lamentablemente, sí. Tengo que estar en el estudio a las ocho ―Cierto, no era que quisiera irse, tenía el concurso de cocina―. Pero ya que estás despierta, podemos desayunar juntos. 

Acto seguido, buscó en la alacena dos platos, sacó el último panqueque del sartén y apagó el fuego de la cacerola, todo eso en cuestión de dos segundos, le pareció a Debra. 

―¿Quieres té o café? ―preguntó Tim, mientras servía té en una taza―. No soy muy asiduo a tomar café, pero a lo mejor tú sí... Puedo hacer un poco si quieres. 

―Té está bien, gracias ―aceptó ella. 

Sabía bien lo que intentaba Tim. Estaba ansioso, casi desesperado por hacerla sentir bien. Tal vez porque lo de la noche anterior había sido tan aterrador y penoso para él como lo fue para ella. 

Comieron en silencio, sin hacer contacto visual. Para ser justos, el desayuno estaba delicioso, y las palabras parecían sobrar entre ellos más que nunca. Era como si una cortina hecha de timidez, arrepentimiento y culpa se extendiera entre ellos, sin siquiera permitir que se vieran a los ojos. 

Mientras salían del departamento, Debra pensaba desesperadamente en algo qué decir. Ya se había disculpado unas mil veces durante su ataque, repetir esas palabras no haría más que invocar un espantoso déjà vu. Alabar su comida, como siempre hacía, le parecía superfluo en esta situación. Entonces, ¿qué debía decir?

―Tim... 

―¿Sí? ―respondió de inmediato él, casi como si estuviera esperando, con la misma angustia que ella tenía en su corazón, a que dijera algo. 

―¿Cómo supiste qué hacer? Digo, anoche cuando yo... ―No completó la oración, en parte porque no quería decirlo, en parte porque no hacía falta. 

―Oh, eso ―Tim se tomó su tiempo para llamar el ascensor, incómodo. Debra comenzó a arrepentirse de haber preguntado―. Mi papá solía sufrir ataques de ansiedad. Tenía un trabajo muy estresante, y siempre ha sido un tipo sensible. Entonces, cuando le daba un ataque, mi mamá lo calmaba así. 

Ataque de ansiedad. El término atravesó su estómago como una daga, como si fuera un diagnóstico terminal o una sentencia. La posibilidad de que esa experiencia se repitiera, el solo imaginar que podía llegar a ser algo recurrente, hizo que se le revolvieran las entrañas. 

―¿Y se curó de los ataques? 

―Es... un tema complicado ―repuso Tim, de repente hermético. 

Supuso que hablar de la época en la que su madre estaba viva era difícil para él. Para ella misma también era complicado tocar el tema de sus progenitores. 

―¿Quieres que te lleve a casa? Si salimos ya creo me daría tiempo ―ofreció él, cambiando de tema.

―No quiero que te retrases. Pero gracias. Por todo ―añadió ella. 

Tim no tenía que hacer nada de eso, ser tan lindo, hacerle el desayuno, ofrecerse a llevarla. ¿Por qué seguía haciéndolo, cuando ya sabía que ella no era más que una maraña de ansiedad, llanto y desequilibrio emocional?

―Es lo menos que puedo hacer, después de lo que pasó. 

―Espera... ¿acaso piensas que ese ataque fue por causa tuya? ―dedujo Debra, anonadada, mientras ambos entraban al ascensor.

Ok, estaba enterada de que ella era Miss Culpabilidad, la señorita capaz de sentirse culpable por cosas que para nada eran por su causa, pero no había pensado que Tim era capaz de hacerle competencia. 

―Quiero decir... yo estaba allí contigo, debí saber que no te sentías bien. Pero estaba muy... tú sabes ―Fue incapaz de terminar la frase, pero sus mejillas sonrosadas le decían a Debra todo lo que necesitaba saber. 

―De no ser por ti, no sé qué me hubiese pasado ―le dijo ella―. Sentía como si fuera a morir. 

―Sí... me han dicho que así se siente ―repuso Tim, pensativo―. Pero incluso así...

―Tim ―lo interrumpió ella, tomándolo de la mano―. Estoy bien. 

Después de eso ninguno supo qué más decir. Se despidieron a las puertas del edificio, con un abrazo que contenía más emociones de las que eran capaces de admitir. 

***

Debra procuró cambiarse de ropa y cepillarse bien los dientes antes de buscar a Kate, no necesitaba que la niña la viera con el mismo atuendo del día anterior y empezara con sus preguntas impertinentes. 

Pero hiciera lo que hiciese, por supuesto que Kate preguntaría. 

―¿Por qué me tuve que quedar a dormir con los vecinos? 

―Pensé que te gustaría tener una pijamada ―inventó Debra, mientras abría la puerta de su departamento. La cerradura estaba oxidada, lo que la hacía difícil de abrir todo el tiempo.

―No me gustó. Esas niñas son raras, y muy malas en el Mario Kart ―contestó Kate, con el ceño fruncido―. ¿Y mi helado? 

―¿Qué helado? 

―Antes de que te fueras con Jackie Chan, me prometiste un bote de helado de fresa.

Debra se masajeó las sienes con una mano. Lo había olvidado por completo. 

―Después te lo compro, cariño. Lo prometo. 

―Sii, claro... También me prometiste que volverías en unas horas, y regresaste al día siguiente.

No tenía cómo contestarle a su hija, más allá de usar la carta de que era su madre y no podía hablarle así. Pero antes de que pudiera comenzar con sus frases clichés de mamá soltera, la puerta se dignó a abrir. 

Un olor extraño golpeó su nariz, era como lluvia, tierra mojada y tela húmeda. Cuando empezó a pensar que ahora tendría que lidiar con un problema de humedad, vio hacia la ventana abierta.

La noche anterior había llovido. Recordó que por esa razón, ella y Tim fueron al departamento de él, en vez de salir a comer a otro sitio. Y luego recordó, que antes de irse, la ventana estaba abierta. 

Recorrió el sitio, rogando porque nada no faltara nada. Lo último que necesitaba en ese momento era un robo. Todo parecía estar en orden, o por lo menos hasta que...

―¡MAMÁ! ―chilló Kate. 

Una sensación terrorífica se apoderó de Debra. ¿Kate estaba herida? ¿Le habían robado algo importante? ¿El ladrón seguía allí y se lo había encontrado? Con el corazón en la garganta, corrió otra vez hasta la sala, para encontrar a su hija, iracunda, con varios de sus cartuchos de juegos en la mano. 

―¿Qué pasa, linda?

―¡MIRA! ―Acto seguido, la niña agitó los cartuchos, y de ellos empezaron a salir gotas de agua. 

Claro, Kate había dejado sus juegos en la mesa frente a la ventana y se habían mojado por la lluvia. No pudo evitar suspirar de alivio. 

―Está bien, cariño, no es para tanto...

―¡¿No es para tanto?! ¡ESTÁN ARRUINADOS! ―Kate lanzó los juegos contra el piso―. ¡TODO ESTO ES TU CULPA! ¡SIEMPRE ARRUINAS TODO!

Debra quedó anonadada por un segundo. Era como si una versión femenina y más pequeña de Marlon le estuviera gritando. Pero no era él, se recordó, solo era Kate, y ella tenía que actuar como su madre. 

―¡A mí no me hables así, Katherine! ―respondió, tratando de ponerse autoritaria. 

―¡Desearía estar con papá! ¡Con él nada de esto pasaría! ―gritó la niña. 

Ni siquiera le dio tiempo a Debra de responder. Kate corrió a su habitación y se encerró dando un portazo que seguramente se había escuchado en todo el complejo de edificios. 

Pero lo que nadie, ni siquiera la propia Kate fue capaz de escuchar, fueron los sollozos de Debra en la sala de estar, al darse cuenta de que ni siquiera podía ser una buena madre. 

***

Esa noche, Kate no quiso salir de su habitación a cenar, así Debra se quedó hasta tarde por si le daba hambre y salía a hurtadillas, y mientras tanto investigó sobre los ataques de ansiedad en internet. 

Descubrió que, efectivamente, lo que sintió esa noche encajaba con los síntomas descritos por la mayoría de las páginas web. Entre las técnicas para calmarlos, algunos mencionaban también los ejercicios de respiración que había hecho con Tim, y al darse cuenta de ello se le encogió el corazón.

Sin embargo, lo único que todos los sitios recomendaban para que desaparecieran, era acudir a terapia con un psicólogo. 

Contarle sus problemas y miedos a un desconocido le parecía aterrador y muy inapropiado; pero entonces recordó lo que sintió esa vez, la desesperación, la falta de aire, el convencimiento de que iba a morir... y eso la espantó muchísimo más. 

Así que ese mismo lunes, dejó a una todavía enojada Kate en casa de Sonia, y fue al consultorio de una psicóloga que consiguió por internet. 

Debra era un completo manojo de nervios en la sala de espera. En su adolescencia, fue varias veces (todas ellas de forma no voluntaria) con el consejero escolar, así que una parte de ella esperaba que esa terapeuta, la doctora García, fuera una versión californiana y más costosa del psicólogo de su preparatoria: algún universitario recién graduado, que solo tomaba notas mientras ella hablaba y que decía frases motivacionales predeterminadas con la esperanza de que se sintiera mejor. 

Comenzó a pensar que todo había sido una pésima idea, aún estaba a tiempo para levantarse e irse, no había pagado la consulta, nadie le reprocharía nada... 

―Señorita Evans ―la llamó la recepcionista con voz dulce―. Ya puede pasar. 

―Gracias ―respondió ella, aunque le costó reunir voluntad para levantarse del asiento y acercarse a la puerta del consultorio.

―Mucha suerte ―dijo la joven secretaria cuando pasó por su escritorio, seguramente había percibido lo nerviosa que estaba. 

Debra le sonrió, o eso creyó hacer, no estaba segura, toda su concentración estaba puesta en el despacho frente a ella. 

Cerró la puerta con cuidado. El consultorio de la doctora García era bastante espacioso, tenía grandes ventanas que daban a la calle, y para sorpresa de Debra ningún sonido se filtraba por ellas; tenía muebles blancos, con acentos de colores neutros en los cojines, las sillas, o los portalápices. Era un sitio muy a la moda, pero al contrario de lo que solía ocurrirle en lugares así, Debra no se sentía incómoda. 

―Hola Debra, es un placer conocerte ―la saludó la doctora García al verla entrar. Era una mujer de más de cuarenta, con voz calmada y una sonrisa simple―. ¿No tienes problemas con que te llame Debra, verdad?

―No, ninguno ―respondió ella―. Es un placer conocerla. 

Con un ademán, la doctora le pidió que se sentará en el sofá, mientras ella tomaba asiento en una butaca frente a él. No era de esos divanes típicos de los terapeutas, más bien un bonito mueble que vería en cualquier revista de decoración. 

―¿Qué te trae a consulta, Debra? 

Abrió la boca para contestar, mas enseguida volvió a cerrarla. ¿Qué debía contarle? ¿Hablar sobre Marlon, sobre Tim, Kate, el divorcio, el ataque de ansiedad, sus episodios de llanto, su pasado, su embarazo, su madre? Tenía tantas cosas por decir, que todas se agolparon en su garganta, impidiéndole hablar. 

―Yo... no sé por dónde empezar.

―Ok, no hay problema con eso. Comencemos por lo básico, ¿qué edad tienes?

―Tengo veintiséis. 

―Perfecto. ¿Trabajas, estudias? 

―Trabajo. En el departamento de marketing de una agencia de bienes raíces. Es bastante aburrido, de hecho.

―¿Tienes pareja? 

―Soy... divorciada ―dijo Debra con cautela. 

Últimamente, cuando anunciaba esto a las personas que conocía, siempre se mostraban sorprendidas. ¿Divorciada? ¿Siendo tan joven? Ay, pobrecita... y más comentarios de ese estilo. Sin embargo, la doctora García solo mostró entendimiento, asintiendo con la cabeza. 

―¿Fue algo reciente?

―Sí, hace menos de un mes. 

―¿Y tienes hijos con tu expareja?

―Una hija. Se llama Kate. Tiene ocho años. 

―Así que la tuviste bastante joven, ¿no? ―Debra se dio cuenta de que, en todo lo que llevaban conversando, la doctora Gascón no había escrito más que un par de veces en su libreta. Del resto, parecía que estuvieran manteniendo una conversación común y corriente. 

―Sí, tenía dieciocho. Acababa de entrar a la universidad. 

―Debió ser muy difícil para ti. 

Solo fueron seis palabras. Una frase corta, simple, que no significaba gran cosa. Y aun así, esas seis palabras fueron suficientes para que sus débiles defensas volvieran a derrumbarse y los ojos se le llenaran de lágrimas. La doctora García le tendió un pañuelo de papel, dándole a entender que podía llorar todo lo que quisiera. 

―Yo solo... quiero dejar de ser así ―musitó Debra, con voz quebrada. 

―¿De ser cómo? ―preguntó la doctora. 

―Frágil, débil, fracasada... 

―¿Por qué crees eso? Apenas nos conocemos, pero una mujer que ha pasado por un embarazo precoz y un divorcio, y sigue adelante con su hija no me parece frágil o débil ―repuso la otra mujer. 

Debra empezó a jugar nerviosamente con el pañuelo de papel, mientras empezó a contar lo que sintió durante su ataque de ansiedad. Omitió las circunstancias en las que había ocurrido, y esto no pasó por alto para la terapeuta. 

―¿Dónde estabas cuando ocurrió?

―Estaba... con Tim. Es mi... bueno, estamos saliendo ―balbuceó ella. 

―Ya veo. ¿Y cómo es Tim? 

―Él es muy tierno, al principio hasta se ponía nervioso cuando hablaba conmigo. Nos conocimos en sus clases de cocina, es un chef increíble. También toca el violín, y tiene una gata. Es el hombre más dulce que he conocido, siempre está preocupado por que me sienta bien ―Mientras describía a Tim, una pequeña sonrisa de idiota enamorada se le formó en los labios; pero entonces recordó en dónde estaba y por qué estaba allí, y enseguida se desvaneció―. Cuando tuve el ataque, él me ayudó a calmarme. Pero mientras más estamos juntos, más siento que no lo merezco. 

La doctora asintió mientras asimilaba todo su monólogo. 

―Gracias por compartir eso conmigo, Debra. Creo que podemos partir de eso que me has contado para comenzar la terapia, tratar la ansiedad y la baja autoestima, ¿te parece bien?

Debra no sabía qué milagro pretendía hacer la mujer para tratar su ansiedad y que dejara de sentirse como basura. Sin embargo, se permitió confiar en ella, así que asintió con la cabeza. 

.

Hoy quise sorprenderles con este capítulo, porque justamente estoy de cumpleaños🥰

Puede que este no sea el momento más alegre de esta historia, pero si algo he aprendido es lo mucho que se puede avanzar a partir de episodios difíciles.

Una vez más, gracias por leer💗

-Nat.

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