Las historias no siempre son bonitas, y mucho menos si son de amor. En ocasiones escucho la historia de cómo se conocieron una pareja de ancianos y me parece tan surrealista que no puedo creérmelo. O quizás no quería creérmelo. El romanticismo existe para algunas personas, pero no para nosotras.
Yo no soy la protagonista de esta historia. Solo soy el punto de partida para empezar a contar su historia, por eso debo contar primero la mía.
Me levantaba todas las mañanas a las seis en punto. Ponía los pies en la moqueta azul de mi habitación y frotaba la planta de los pies hasta que conseguía la fuerza de voluntad para levantar el culo del colchón y plantarme delante del espejo de mi baño.
Mi cara pálida, demacrada, las ojeras de un tibio morado que hacían juego con los azulejos verdes del alicatado de las paredes y las apenas imperceptibles clavículas que se intuían bajo mi piel. Me metía en la ducha y mientras me duchaba aprovechaba para lavarme los dientes y ahorrar tiempo y agua.
Usaba esos estúpidos productos para que esos tímidos rizos de mi pelo se acomodasen en mi cabeza y evitar parecer los pompones de una animadora de UCLA. Mi madre me cortó el pelo cuando se hartó de desenredármelo todas las malditas mañanas y yo dejé que lo hiciera para dejar de llorar con cada tirón de ese cepillo.
Preparaba un gofre y un café y me los comía sentada en la solitaria mesa de la cocina a la luz de la cristalera que daba al patio donde estaba la piscina de la comunidad. El traje gris, la camisa blanca y los zapatos negros. Ese perfume de una marca famosa acabada en Boss. Buscar las llaves del coche como una condenada que no sabía dónde las había dejado la tarde anterior al tirarlas en la entrada y tragarme una hora de camino al trabajo por el tráfico hasta el trabajo.
Me sentaba en la silla de mi cubículo y comenzaba a ilustrar con la cabeza agachada hasta que me iba de esa aburrida oficina. Un día, otro y otro hasta que un día ya no fue como el anterior. Un día vi, por encima de las paredes de mi cubículo, a una chica morena que cruzaba la oficina para entrar en el despacho del jefe con una sonrisa que ocupaba toda su cara.
El pelo le caía sobre los hombros y relucía brillante bajo los focos de luz fluorescentes de aquella inerte oficina. Sé que todos nos giramos para ver cómo flotaba su vestido liso de florecitas amarillas y cómo agarraba su bolso de un amarillo un tono más fuerte.
Ese fue el primer día que la vi, esa mañana de abril hacía casi un año. Cada día fui descubriendo una cosa diferente de ella, como su gusto por el capuccino y las galletas de canela a media mañana, la manía de repasarse los labios con el gloss cada media hora o su risa un tanto destartalada que recorría la oficina cuando hablaba con otros compañeros frente a la máquina de café.
Al principio nos saludábamos de lejos con una sonrisa, luego trasladamos las sonrisas a un 'buenos días' al entrar en la sala de descanso, a pagarle el café si ella no tenía monedas y a compartir el desayuno en la mesa.
Nos hicimos amigas. Me miraba desde su despacho y arrugaba la nariz con una dulzura que empezaba a dejarme con una estocada en el pecho a cada movimiento. Compartía conmigo algunas de sus galletas de canela y me buscaba con la mirada cuando parecía estar aburrida. Me acariciaba esas ondulaciones de mi pelo que durante tantos años había odiado y me preguntaba si quizás debería hacer que se rizaran del todo creando trépanos solamente para ella.
Un día me enteré de que era la hija del dueño de la empresa, del pez gordo que sentaba su enorme culo en el sillón de cuero unas plantas más arriba, y pensé que quizás debería alejarme de ella, pero ella no se alejó de mí. Me preguntó si me molestaba que no me lo hubiese contado antes, pero ¿qué me iba a molestar a mí? Era normal que no quisiese que se supiera, al fin y al cabo, todos creerían que era una enchufada (que lo era).
Y luego un fatídico 10 de mayo, cuando llegó a la oficina con los ojos iluminados, radiantes al igual que su anillo de prometida con un tal Brad. No podía hablar. Me quedé rezagada en la silla con una sonrisa impuesta, postiza, un pegote en la cara de imbécil que se me había quedado. ¿Por qué confundí todas aquellas señales con algo que no era ni remotamente la idea que yo tenía en la cabeza? ¿Por qué me acariciaba el pelo cada vez que pasaba por detrás de mi silla?
Busqué tantos porqués aquellos meses mientras la miraba cuando repasaba sus informes que me olvidé de que debía olvidar aquello. Mis sentimientos se enquistaron en una persona para la que yo solo era una compañera de trabajo, alguien con quién tomarse una copa los viernes por la tarde a la salida de la oficina o hacer bromas en la sala de descanso.
—Dafne —pronuncié su nombre cuando me acerqué en la sala de descanso.
Ella se giró con una sonrisa resplandeciente, plena, espléndida y cautivadora. Esa que se iba a casar con ese tal Brad que le había regalado el pedrusco brillante que deslumbraba toda la oficina. Incluso su padre bajó orgulloso ese día para ver cómo todos felicitaban a su primogénita y ensanchaba su pecho al ver a su pequeña ser alabada.
—Felicidades por la boda. ¿No te pesa el dedo? —Bromeé, viéndola levantar la mano para enseñármelo con la felicidad implantada en los ojos.
—Qué va. —Arrugó la nariz sin quitar la mirada del diamante.
—¿Vas a la fiesta de empresa este viernes o ahora eres una mujer casi casada? —Me hice camino entre las mesas para llegar a la máquina expendedora más cercana.
—No, no voy. Tengo cena con los padres de Brad para contárselo a ellos también. —Se puso a mi lado mientras yo rebuscaba calderilla en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. No respondí, me limité a contar las monedas para un sándwich de atún y mayonesa y un café que me repusiera de aquello—. Será divertido, espero.
—Quizás tu suegra tiene preparado un interrogatorio para sacarte todas las inseguridades. ¿Quién sabe? —Introduje las monedas en la ranura de la máquina, observando la reacción de Dafne por el rabillo del ojo. Se había cruzado de brazos y me miraba tan seria que parecía estar enfadada.
—No, cállate, Wilson. —Me eché a reír alzando los hombros. Se había tomado en serio una broma—. Le caigo bien... Creo. —Arrugó la nariz mientras yo sacaba el sándwich de atún de la máquina y lo dejaba en la mesa—. ¿Piensas que le caigo bien?
—Le caes bien a todo el mundo, Dafne.
*
La vida era aburrida. Podían pasar mil cosas a mi alrededor que mi vida seguiría siendo aburrida porque yo no era la protagonista de mi propia vida, era un agente externo, un satélite que pululaba alrededor de las vidas ajenas, un figurante que comía solo detrás de la escena principal. De hecho, ni siquiera en esa fiesta de empresa me divertía.
El señor Archer había montado una fiesta que superaba las expectativas de los que estábamos allí. Nos miramos extrañados cuando subimos a la azotea y escuchamos música que se nos hacía familiar, nada aburrido o anticuado. Había una barra de bebidas no alcohólicas y algunas mesas con aperitivos adornadas con un gusto inusual en la oficina.
Las guirnaldas de bombillas redondas cruzaban el cielo, rodeaban la barra y resplandecían contra el vidrio amarillo de los vasos en los que se iban a servir las bebidas. También nos sorprendieron los aperitivos; no eran los típicos sándwiches duros de atún o jamón, sino canapés minuciosamente preparados como mini rollitos de primavera o gambas rebozadas en panko.
Uno de los camareros me sirvió en uno de esos vasos amarillos un 'mangorita' que, según ellos, era un margarita sin alcohol y de mango. No tenía nada que ver con un margarita, era más bien un zumo de mango con gas, pero estaba mejor de lo que sonaba. Solo tenía pensado beberme esa bebida, disfrutar de las vistas e irme a casa a dormir, pero el destino tenía preparado algo diferente para mí.
En la barandilla, mirando al imponente atardecer magenta de Los Ángeles, me sorprendió el perfil de Dafne. Sostenía un cigarro en la mano y el humo se escapaba entre sus labios con la esperanza de volver a ellos cuando la brisa lo empujaba hacia su cara. No sabía que fumaba, aunque es cierto que nunca había salido con ella. De hecho, apenas conocía nada de ella que no fuese lo que ocurría entre las cuatro paredes de esa oficina.
Me atreví a acercarme con un cuidado inusual, como si no quisiese espantar a una presa con el sonido de las ramas partiéndose, pero Dafne se giró con el cigarro en la mano y los ojos entrecerrados para mirarme.
La veía diferente. Estaba diferente. No tenía el pelo liso como lo tenía desde que la conocí, su melena azabache estaba ondulada y despuntada por la brisa de finales de primavera. Tampoco llevaba los labios con ese leve toque de gloss, los llevaba completamente pintados de rojo acompañando sus ojos rodeados de una sombra oscura cubriendo sus párpados y las pestañas más largas de lo que las recordaba.
No me cuadraba tampoco su ropa. Dafne nunca se pondría ese escote en el que debías esforzarte para no mirar, ese en el que la camisa blanca se ajustaba a su cintura y rodeaba su pecho hasta casi abrazarse a él.
—Joder, ¿qué ha pasado en casa de tu suegra, Dafne? —Solté una leve risa, dándole un trago a la bebida—. Oh, quizás ha pasado algo de verdad. ¿Ha pasado algo de verdad? —Ella ladeó la cabeza con el ceño fruncido y una sonrisa que dejaba ver toda la hilera frontal de sus dientes blancos en contraste con el carmín del labial.
—Se cancela la boda, la madre de Brad no cree que sea una buena influencia para él. —Soltó sin más, dándole otra calada al cigarro mientras mantenía la mirada fija en mí sin un ápice de sonrisa o de broma en su tono.
Carraspeé, limpiándome los labios del zumo de mango que me estaba tomando y que casi se me escapa de la boca por la tos. Apreté los ojos e intenté recomponerme como pude bajo su mirada curiosa, esa que estudiaba todos y cada uno de mis movimientos con el humo saliendo entre sus labios.
—¿Estás bien? ¿Necesitas algo? —Negó nuevamente.
Parecía que alguien había muerto delante de sus ojos y había cambiado la trayectoria de su vida para cambiar tanto en tan solo unas horas. Era prácticamente otra persona con la misma cara.
—Eso me tranquiliza. —Sonreí, quizás demasiado, mientras que ella permanecía totalmente seria apoyada contra la barandilla de la azotea—. Sabes, eh... Me tienes aquí para lo que quieras, Dafne.
—Gracias. —Apagó la colilla contra el muro de cemento que rodeaba la azotea—. ¿Me esperas un momento? Está ahí mi padre.
—Claro.
La vi irse al centro de la fiesta donde su padre, con un micrófono en la mano, comenzaba a dar un discurso sobre los valores de la revista. Valores, proyecto, futuro, dinamismo, emprender, sostenibilidad, avance...
—Y ahora, sin más dilación, os presento a la creadora de esta pequeña fiesta, mi hija. —Todos aplaudimos con una sonrisa en el rostro. Era de admirar que Dafne también supiese hacer toda clase de fiestas, o quizás yo alababa lo más mínimo que hiciese aquella muchacha—. Pensaréis que es una fiesta pequeña y que cualquiera podría hacerlo, pero esto que veis aquí ha costado trescientos dólares en menos de doce horas. —Las caras de incredulidad iban creciendo entre nosotros y, ahora sí, los aplausos fueron más numerosos—. Esta es la única forma que tengo de demostraros que mi hija vale la pena, que no se ha ganado el puesto porque soy su padre. —Dafne sonrió y asintió—. Dadle la bienvenida a la nueva organizadora de eventos; mi hija Olivia.
—No me lo puedo creer —musité con la cara enrojecida y casi sin voz al verla venir hacia mí con un vaso en la mano y una sonrisa burlona.
—Yo soy la mayor. Nací tres minutos antes. —Le dio un sorbo a su bebida—. Por cierto, mi hermana se va a casar. Deja de mirarla como si fuese una hamburguesa a las tres de la mañana, por favor.
Me quedé absolutamente pálida.
—No, eh... —Solté una risa nerviosa—. No, no. N-No me gusta tu hermana.
—Oh, por favor... Dafne es idiota, y ahora que voy a trabajar con ella se pondrá el doble de idiota. —Arrugó la nariz, echándome un vistazo por encima como si fuese la mejor pieza de carne de la carnicería—. Tienes mejor planta que el estúpido de Brad, eso sí. Solo una estúpida podría casarse con semejante imbécil.
—Deja de llamar a tu hermana estúpida...
—Sabía que te gustaba.
𝐍/𝐀: 𝐍𝐨𝐬 𝐯𝐨𝐥𝐯𝐞𝐦𝐨𝐬 𝐚 𝐥𝐞𝐞𝐫 𝐮𝐧𝐚 𝐯𝐞𝐳 𝐦𝐚́𝐬. 𝐒𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐠𝐫𝐚𝐜𝐢𝐚𝐬 𝐚 𝐯𝐨𝐬𝐨𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐫𝐞𝐜𝐮𝐩𝐞𝐫𝐞́ 𝐦𝐢𝐬 𝐠𝐚𝐧𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐛𝐢𝐫 𝐲 𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐛𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐨, 𝐨𝐬 𝐝𝐞𝐛𝐨 𝐮𝐧𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐠𝐫𝐚𝐭𝐮𝐢𝐭𝐚 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐬𝐞𝐠𝐮𝐢𝐫 𝐜𝐨𝐧𝐞𝐜𝐭𝐚𝐝𝐚 𝐜𝐨𝐧 𝐯𝐨𝐬𝐨𝐭𝐫𝐚𝐬. 𝐍𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐨𝐬 𝐚𝐠𝐫𝐚𝐝𝐞𝐜𝐞𝐫𝐞́ 𝐥𝐨 𝐬𝐮𝐟𝐢𝐜𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐡𝐢𝐜𝐢𝐬𝐭𝐞𝐢𝐬 𝐩𝐨𝐫 𝐦𝐢́.¡𝐍𝐨𝐬 𝐥𝐞𝐞𝐦𝐨𝐬!
𝐭𝐰𝐢𝐭𝐭𝐞𝐫: milanolivar