Volver en ti

بواسطة noregrets02

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Agoney es un chico que quiere creer que lo tiene y lo sabe todo hasta que se ve envuelto en una vida que le m... المزيد

Presentación y AVISOS
II - Fase 1: Primer acercamiento
III - Fase 2: Distancia
IV - Fase 3: La salida del sol
V - Fase 4: Un imprevisto
VI - Fase 5: El juego de la curiosidad
VII - Fase 6: Hablar de ti y de mi
VIII - Fase 7: Bailar pegados en un compás propio
IX - Fase 8: Llegada a la cima
X - Fase 9: En el ojo de la tormenta
XI - Plan Fallido
XII - Recalculando
XIII - Plan B: Vuelve en Ti
XIV - Fase 1.2: El camino
XV - Fase 2.2: Los Aliados
XVI - Fase 3.2: El espacio
XVII - Plan B Superado
XVIII - Vistazo General
XIX - Plan C: Echar raíces
XX - Fase 1.3: Mano a Mano
XXI - Fase 2.3: Asentamiento
XXII - Fase 3.3: Un buen adiós
XXIII - Fase 4.3: Reafirmarse
XXIV - Plan C: Completado
XXV - Consideraciones Finales
XXVI - Observaciones
XXVII - Fin: Misión Cumplida
Epílogo
Agradecimientos

I - Plan A: Encuéntrate

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بواسطة noregrets02

El chico, de estatura media y pelo castaño oscuro planchado hacia atrás, fue tajante; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las gafas de sol aún puestas; la camisa, de color azul oscuro, abrochada a excepción del primer botón, y los pantalones de pinza blancos, impolutos. Denotaba seriedad, al igual que sus palabras.

—De ninguna manera.

Frente a él, un hombre unos cuantos años mayor intentaba hacerle entrar en razón, con la expresión cansada pero firme y un aura que haría que cualquier persona le mostrase sus respetos. Pero es que el muchacho que tenía delante, Agoney, no era cualquier persona, al menos no para Abian.

—Hijo...

—He dicho que no.

—No me lo pongas más difícil...

—Que no, papá. Que no voy a ir a cuidar a unos bichos sucios que huelen a caca.

—Mira, Agoney, ¿sabes qué? Que no te lo estoy pidiendo, te estoy avisando —señaló con el índice, siempre lo hacía para zanjar los temas en los que tenía la última palabra—. Es más, te avisé hace meses que, si seguías comportándote así, te ibas dos semanas a trabajar a la granja.

—Es que no entiendo el problema.

Abian suspiró, si decían que tratar con adolescentes era complicado, hacerlo con un universitario rebelde era aún peor. Y eso que él había lidiado con muchas cosas desde joven.

Obviamente, la empresa familiar no había salido de la nada, llevaban tres generaciones de grandes esfuerzos; entre ellos estuvo el hecho de irse de Adeje, su pueblo natal en las Islas Canarias, cuando su hijo pequeño tenía cinco años, y desde ahí construir una nueva vida con su familia.

Tuvo que ver a su padre y a su abuelo pasar por malas rachas, por quebraderos de cabeza que duraron meses, y que luego fue él quien los tuvo que afrontar; tuvo que soportar miles de personas cuestionando sus ideas, tirándolas a la basura literal y figuradamente, y muchos desplantes, y aun así las discusiones con su hijo aún conseguían sacarle de juego. Pero no podía permitir que equivocara el camino como parecía estar haciéndolo, sólo esperaba que no fuera demasiado tarde.

—Desde que te juntas con esa chica... ¿Miriam?

—Mimi —le corrigió, poniendo los ojos en blanco al saber por dónde irían los tiros.

—Pues eso, desde que te juntas con ella y ese grupito no haces nada. No ayudas en casa, bajaste las notas, que te recuerdo que básicamente perdiste un año de carrera y podrías estar a punto de graduarte, además de que te pasas días fuera de casa sin avisar... y lo peor de todo, lo peor porque me duele personalmente, es que de repente parece que para ti el dinero es lo único que importa. A ti nunca te faltó de nada, pero no te criamos para que alardearas de ello como si por tener más billetes en la cartera fueses mejor que el resto, que es lo que parece ser que piensas ahora.

—Yo soy igual que siempre, son paranoias tuyas...

—No me vengas con tonterías, es verdad y lo sabes. He visto cómo miras y cómo le hablas a Raquel y Julián y antes no eras así.

Ambas personas eran empleados de hogar desde hacía ya unos cuantos años, para los dueños de la casa, habían llegado a ser confidentes, pero el niño parecía haberles perdido todo el respeto desde hacía un tiempo.

—Y he oído como hablas con tus amigos de "la otra gente" —marcó las comillas con los dedos, no creyéndose del todo estar teniendo una conversación así con su hijo—. Así que sí, te vas, para que veas un poco de realidad fuera de la burbuja que te has montado. Además, es increíble que seas el único de la familia que va siempre hecho un pincel y le tiene miedo a la tierra. Eso lo tuviste que sacar de tu tía, porque de niño no eras para nada así.

—Pero...

—No hay más que hablar. Prepara las cosas, porque te vas.

Agoney refunfuñó, sabiendo que había perdido esa guerra. Intentó buscar nuevas réplicas, pero todas las que se le ocurrían habrían caído en saco roto, por lo que simplemente se quitó las gafas de sol y las dejó en el mueble a su derecha antes de girar hacia el pasillo que conducía a su habitación.

—Eres insoportable —dijo en su camino, casi chocándose con Raquel, que bajaba en ese momento al piso de abajo.

—¡Me lo agradecerás! —le gritó su padre cuando ya se había encerrado en su cuarto.

Increíble. Le parecía jodidamente increíble. Puede que fuese verdad que la mentalidad de sus nuevas amistades no era precisamente la que le habían inculcado desde siempre, esa en la que daba igual cuanto tuvieras, tenías que mancharte las manos y asumir que "todos somos iguales", y todo aquello.

Y a veces le venía a la mente, al fin y al cabo se lo habían metido en la cabeza cuando era un niño, pero es que cuando hablaba con Mimi, Ana y Ricky... sentía que esos euros de más sí que importaban, porque ¿cómo iba a ser igual que él una persona que no sabía lo que era viajar cuando le apeteciese, o que estaba acostumbrada a ir por la vida como uno más, conteniendo sus deseos por ser "demasiado caros"? No tenían las mismas vivencias, no podían ser iguales, no tenían que tratarse como tal. Es prioridad tener buenas relaciones con las personas que están a tu nivel, con las que vas a tener que convivir en tu día a día.

Ellos cuatro se habían hecho amigos en un crucero cuando él tenía diecisiete años, esos con los que la mayoría de la gente no puede ni soñar. Las dos chicas, una rubia y la otra morena, una andaluza y la otra canaria como él (motivo por el que empezaron a hablar), se ganaron su confianza al instante, desafiándole a una partida de póker; al rato se les unió otro contrincante, Ricardo Merino, hijo de uno de los mayores empresarios de la ciudad donde vivían. Conectaron al instante.

Después de ese viaje no dejaron de verse, de ir a fiestas, de hablar a todas horas, Agoney escuchó e interiorizó cosas que jamás había pensado, en las que nunca había caído. Cosas como que lo que ellos podían lograr con sólo chasquear los dedos producía rencor y envidia en el resto de gente, lo que les hacía inferiores; cosas como que si vistes con las mejores prendas de los mejores diseñadores todo el mundo cae a tus pies tarde o temprano; cosas como que si aprendes a mandar, no te tocará obedecer.

Pero otras veces, como esa en la que se encontraba, frente a la idea de viajar hasta la finca de su familia, no podía evitar recordar cómo era todo antes; antes de ese crucero, antes de la universidad, antes de empezar a decidir qué rumbo quería tomar.

Por una parte, recordaba a Alfred y a Mireya, sus amigos de la infancia. Eran los hijos del matrimonio que servía a su tía, Noemí, la cual siempre opinó diferente a la educación que Glenda, su hermana, y él recibían. Pero volviendo a Alfred y Mireya, esas dos personas habían llenado sus tardes de infancia de juegos, de mundo, con ellos nunca había sentido esa línea que separaba el tener o no tener, simplemente eran ellos, niños disfrutando y regalándose sonrisas sin ton ni son.

Hasta que se fueron. Su tía se mudó y, desde ese día, no volvió a ver a sus amigos ni a los padres de estos.

Y, por otra parte, estaba la granja en sí. Abian y Faina, sus padres, compraron el terreno cuando él era un bebé y su hermana un par de años mayor. Fue un plan improvisado, lo decidieron en un viaje por un pueblo cercano a la ciudad en la que ahora vivían, pero ellos siempre habían pensado que si las ganas de hacer algo te llegaban tan de repente es porque lo necesitabas.

Así lo hicieron. El espacio fue creciendo y lograron fusionarlo, con ayuda de los que serían sus nuevos socios y grandes amigos, con la empresa familiar que, desde ese momento, además de ofrecer organización de eventos y servicios de hostelería (los cuáles se vieron complementados al introducirse también en la industria restaurantera), creó un área de distribución de alimentos en la que entraban desde legumbres, verduras y frutas hasta los diferentes tipos de carne, leche y fabricación de quesos y embutidos. Ese fue el principal motivo de su mudanza a la península.

Ah, y lo único que a Agoney le parecía interesante, caballos. Daban clases de hípica a algunos jóvenes del pueblo posicionado a unos minutos de distancia de la finca y, de vez en cuando, habían conseguido llegar a alguna competición, aunque fuese de bajo nivel de reconocimiento. Las veces que había ido de pequeño había aprendido a montar, era lo único que no le causaba rechazo, porque siempre (o eso se había hecho creer en los últimos tiempos) había sido muy escrupuloso a la hora de ensuciarse y cualquier otra actividad relacionada con los bichos. Porque para él todo animal aparte de perros, gatos y caballos, eran bichos.

A fin de cuentas, el problema era que no podía creer que su padre fuese a mandarle allí a trabajar. Él, un estudiante de tercero de diseño, recogiendo excrementos de esos seres malolientes. No era justo, se iba a morir en el intento. Y eso sin contar que iba a tener que estar con un tipo de gente con el que evitaba relacionarse, porque cada uno tiene que estar en su lugar, que si no, surgen los problemas.

Pero la última palabra estaba dicha, y ese mismo lunes después de comer montó en el coche conducido por su chófer, Sebastián, un hombre ya cano, antaño pelirrojo, que rondaría los cuarenta y muchos años y que recordaba desde que tenía uso de razón. Más que empleado, era familia.

Y así puso rumbo a su peor pesadilla: la granja.

—Señorito, le vendría bien no estar con esa cara las tres horas de viaje que tenemos por delante —apuntó el hombre poco después de arrancar, viendo por el retrovisor la expresión de Agoney.

—¿Y qué cara pongo, Sebastián?

—Tampoco le han mandado al ejército, muchacho. Hay gente de su edad, aire fresco, otro ritmo de vida... le vendrá bien.

—Si, oliendo a mierda todo el día.

Sebastián suspiró, poniendo los ojos en blanco antes de contestarle.

—Podría ser igual de escrupuloso a la hora del sexo, que estoy cansando de llevar chicos salidos de quién sabe dónde de un lado a otro de madrugada.

—¡Sebastián! —exclamó, sonrojándose— tampoco han sido tantos. Qué ¿cuatro?

—Seis.

—En casi dos meses, no es tanto, además mi vida sexual es cosa mía y la disfruto como quiero.

—Por supuesto, no me atrevería a juzgarle por lo que haga en la cama, pero para este pobre coche sí que es demasiado.

—No seas dramático.

—Dijo el señorito que lleva una cara de verdadero horror por ir dos semanas a una granja.

—Ya se me había olvidado. Gracias.

—Pues es lo que toca.

—Reconoce que mi padre está loco.

—Reconozca que tiene parte de razón, y creo que, si no lo ve, puede que estos días le ayuden a hacerlo.

"O quizás estés con gente te vuelva a abrir los ojos" pensó el conductor, que había visto crecer a aquel chiquillo, y entre toda aquella apariencia de felicidad y vivir la vida loca, se había perdido la sonrisa sincera que casi siempre adornada su cara. Agoney no era realmente lo que mostraba últimamente, a lo mejor sólo necesitaba que se lo recordasen.

El resto del camino pasó lento, incluso habiendo echado un par de cabezadas, quizás era por sus pocas ganas de llegar, que atrasaban todo lo posible el fin del trayecto. Estaba a punto de volver a quedarse dormido cuando el automóvil frenó en el aparcamiento contiguo a la casa central del lugar. Con un suspiro, salió del vehículo seguido de Sebastián, que cogió sus maletas.

Fueron hacia la calle, encontrándose con un paisaje amarillo en primer plano; abriendo la mirada, una explanada verde se extendía más allá de lo que podían contemplar.

—Campo —dijeron las dos voces al unísono, una con cierta calma, la otra con desesperación.

—Vamos allá.

—Si no queda otra...

Siguiendo al hombre, llegó hasta la puerta de entrada de aquella casa, era bastante grande, de ladrillo, el portón marrón parecía imponente, la entrada a otro mundo para el que Agoney no creía estar preparado. Llamaron al timbre y unos segundos después apareció detrás de la madera una señora, la cual tenía una edad bastante cercana a la del chófer de los Hernández y que sonrió al segundo de reconocerles.

—¡Ya estáis aquí!

—Hola, Anya —respondió con cariño Sebastián, dándole un casto abrazo a causa de los bultos que llevaba consigo.

—Buenas tardes, Anastasia.

—Buenas tardes, niño. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Qué mayor estás!

Anastasia era una señora de mediana edad, pelo rojizo y mirada dulce, que también había sido parte de la infancia y adolescencia de Agoney. Al principio había estado en casa con ellos, ocupándose de algunas de las tareas del hogar, pero poco después de decidir construir aquel recinto y ampliar el negocio, cuando ya tenían unos cuantos trabajadores y la casa bien amueblada, la mujer decidió aceptar la oferta de retirarse allí y, además de encargarse del cuidado de la casa, dirigir un poco las cosas, porque si algo le gustaba a Anastasia, eso era mandar. Aunque en realidad estaba llena de amor y cariño, incapaz de levantarle la voz ni a una mosca.

Después del saludo, Agoney se dirigió hacia las escaleras que se situaban a la izquierda de la estancia, subiendo un piso hacia los dormitorios.

La casa, toda de un color marrón claro, casi naranja, estaba formada por dos plantas: en la de abajo estaba el recibidor, una antesala, el comedor situado a la derecha, la cocina al fondo, un baño un poco más a la izquierda y un pequeño trastero si bajabas las escaleras que se encontraban tras una puerta cercana al lavabo. También en esa zona se encontraban las escaleras que subían hasta la segunda planta; en ella se situaban las habitaciones, dos para el servicio, una principal con cama de matrimonio y otras dos algo más pequeñas, cada una con su baño particular, donde él y su hermana solían quedarse de pequeños. En ese piso también se situaba un despacho y un pequeño estudio que raras veces se utilizaba.

Agoney se instaló en una de las habitaciones pequeñas, aunque de ese adjetivo poco tenía. Nada más entrar estaba la cama, lo suficientemente grande para dos personas que durmieran abrazadas; a la izquierda, el armario de dos puertas, y a su lado el baño, con ducha incluida; todo era de un color amarillo pálido, casi blanco, que entraba en contraste con el resto del cuarto, marrón caoba. A la derecha de la cama, una mesilla con un par de cajones y una pequeña lampara. Suspiro y tuvo que reconocer que la sensación de familiaridad que le embriagó fue cuanto menos gratificante.

Le dijo a Sebastián que dejase su maleta y se dispuso a deshacerla, si iba a estar allí casi una quincena, podía usar el armario; aunque primero se despidió del chófer, que volvía ya a la ciudad. Finalmente, cuando abrió el mueble, se encontró un par de abrigos que dudó que le valiesen aún, puesto que hacía cerca de diez años que no iba a aquel lugar, sonrió escuetamente y los echó a un lado. Acomodó la ropa que había llevado, la mayoría pantalones, polos y camisas adecuados al calor de principios de junio, que estaba al caer, pero con alguna americana por si refrescaba por las noches.

Cuando terminó, decidió que era hora de enfrentarse a lo que sería su hogar los próximos días, y no estaba preparado. No se hizo el muerto porque aún tenía la dignidad intacta.

—A las diez les preparo la cena —anunció la mujer cuando le vio volver a bajar a la primera planta.

—¿Les? Pero si me acabo de despedir de Sebastián.

—¿De verdad crees que tus padres te van a dejar venirte aquí sólo sin que nadie controle lo que pasa, además de la pobre Anastasia? —en cuanto oyó esa voz se giró, con una sonrisa dibujada en la cara.

—¡Capde!

—A mí también me puedes saludar, eh, niño.

—Dios, Mamen, hacía mucho que no les veía.

Se acercó hacia la pareja para abrazarles. Esas dos personas, un hombre con poco pelo y el que le quedaba, canoso, algo ancho y con una sonrisa bonachona siempre en la cara; y una mujer castaña, de ojos brillantes y buenos consejos como bandera, eran amigos de la familia de toda la vida, podría decirse que eran sus tíos postizos, y además, los que acabaron siendo compañeros de locuras y socios de sus padres en aquel negocio.

Él nunca se había interesado por cómo llevaba su familia aquel lugar, sólo sabía que un mes de cada dos, sus padres iban a pasar allí unos días. Conversando con Mamen y Capde descubrió que habían acordado que cada mes una pareja iría a ver cómo iba aquello, dirigir las cosechas, controlar el estado de los animales, y más cosas a las que él no le encontraba el interés ni comprendía, por lo que las olvidó en menos de dos minutos. Agradeció que estuvieran allí por eso y que no les hubieran mandado realmente a controlarle, lo que le faltaba ya.

También le dijeron que, aunque en el lugar trabajaba bastante gente, los únicos que vivían en la casa de forma casi permanente eran Anastasia y dos hermanos, Laura y Roberto, más cerca ambos de la cuarentena que de la treintena, que básicamente dirigían al resto de empleados, los cuales habitaban en el pueblo que había a apenas quince minutos de allí, ese que sus padres visitaron hacía ya tantos años.

Miró el reloj, eran las seis y media de la tarde cuando, de una vez, se decidió a recorrer aquel sitio, acompañado de los otros dos adultos que le iban enseñando los distintos espacios. Y él tragándose la cara de asco que le daba todo aquello.

En conclusión... barro, animales chillando, cacas de bichos, más barro, olores horribles, más animales, gallinas que juró que le miraban mal, las vacas que le mugían en la cara, patos dispuestos a picarle, más barro y su cabeza a punto de explotar.

Algunas personas les saludaban y él sonreía de lado, falsamente. Estaban trabajando, que se centrasen en eso y les dejasen a ellos con sus cosas.

—Pues hasta aquí la granja, detrás están los establos, supongo que los caballos ya no te reconocerán.

—¿Sigue Bambi? —preguntó, acordándose del potro que tenía de pequeño.

—Si, pero me temo que ya no es del tamaño de antes, aunque así puedes salir a montar a caballo con ella, "como los mayores".

Rieron, recordando al pequeño Agoney de apenas siete años aprendiendo a montar a caballo, pero sin que le dejasen salir a campo abierto. Era la primera risa genuina que el canario soltaba en todo el día.

—Te dejamos por aquí para que te adaptes, camines, o lo que quieras hacer, nos vemos en la cena, cielo.

—Adiós.

Cuando perdió de vista a la pareja, resopló, mirando a su alrededor y dejando ver su cara de pocas ganas de estar en aquel sitio.

—Dos semanas, dos semanas oliendo a estiércol, ¿qué es lo peor que me pueden hacer? ¿Que saque la leche de una vaca?, ¿que barra el establo?, ¿que recoja huevos de gallina? —apretó los dientes, guardándose la arcada al imaginarlo, acto seguido negó con la cabeza— No, definitivamente no, pienso encerrarme en la habitación y ya, no pueden obligarme a nada.

—¡Tío! ¡Párate, tú! —el grito le sacó de su monólogo, y no le dio tiempo a reaccionar cuando un cuerpo chocó frente a él y una bola de tierra le dio directa en el pecho.

—¿¡Pero qué cojones!?

—¡Perdón! —el chico con el que había colisionado se separó lo suficiente para que pudiese observarle, era rubio, debía tener más o menos su edad, iba vestido con una camiseta básica y unos pantalones anchos, todo manchado de barro, como él en ese mismo instante Perdón, es que no te he visto, y el chaval este me estaba persiguiendo y...

—¿¡Agoney!?

En ese momento dejó de prestarle atención al chico que cogía aire tras su carrera para dirigir la mirada hacia el dueño de aquella voz, cuando le vio, le miró de arriba abajo con el ceño fruncido.

Moreno, pelo rizado, ojos achinados y una gran sonrisa.

Y la bandana. La jodida bandana.

—¿¡Alfred!?

—Pero quién te ha visto y quién te ve, amigo.

—Pues claro, recubierto de... —se miró, y por poco no empezó a hiperventilar al ver el marrón por su camisa— joder, ¿qué coño es esto? Qué asco.

—A ver, que sólo es tierra.

Agoney elevó la cabeza de nuevo, volviendo a fijarse en el chico que había chocado con él, sonreía de medio lado y le miraba como si fuese un extraterrestre sólo porque se había quejado de que le habían puesto perdido. No sabía quién se creía, pero vestido así y en aquel lugar, sin dudas, no tenía ningún derecho a hablarle así.

—¿Y tú quién se supone que eres?

Ante el tono de superioridad de Agoney, el chico frunció el ceño, dejando atrás la media sonrisa y despertando sus alertas. Hasta ese momento no había reparado en las pintas del otro, demasiado bien vestido para estar en mitad de un campo.

—Trabajo aquí, ¿quién coño eres tú?

—El hijo de los dueños.

Y con una simple frase, la cara del rubio se tornó blanca, y roja segundos después. El hijo del jefe, pues claro, y él cagándola desde el primer minuto, se suponía que eso ya lo había dejado atrás, había madurado y no la liaba con cada paso que daba, pero no, ahí estaba.

—Y... yo... eh...

—Por Dios, Agoney, no le asustes.

—No le estoy asustando, este mequetrefe de aquí ha venido a ensuciarme una camisa que apuesto a que cuesta más que toda la ropa de su armario, y me habla chulito además, como si fuese alguien.

—Joder, vale —rio sarcástico el rubio ante semejante comentario, la rabia que le había producido el tono de superioridad había conseguido que se esfumasen la vergüenza y la cortesía que debía tener con sus superiores—. Que es que eres de los ricos que van de "soy mejor que el resto", ¿no? Si es que alguien que es dueño de todo esto sin dar palo al agua porque eso ya lo hacen los papis y los empleados, no podía ser humilde.

—Perdona, ¿qué insinúas?

—No insinuó nada, afirmo que te crees mejor que yo por tener más dinero, y sorpresa, lo único que hace eso es que seas una mierda de persona, pero como te dan la paga todos los días para tus caprichos, te da igual todo.

—Deberías cuidar un poquito más las formas viendo con quién hablas, ¿no crees?

—Bueno, chicos, vamos a calmarnos —interrumpió Alfred ante el cruce de miradas muy poco amistosas de aquellos dos chicos, frenando una contestación que sólo habría empeorado aún más aquella situación.

—Pues sí, total, no merece la pena discutir con esta clase de personas y rodeado de tanta porquería. Voy a limpiarme, que algunos sabemos que es algo importante —fue lo último que dijo Agoney antes de dar media vuelta y marcharse de allí, refunfuñando y dejando a los otros dos con la palabra en la boca.

—Oye, Alfred, ¿este es tu simpático amigo de toda la vida del que tanto me has hablado? —cuestionó Raoul elevando una ceja, todavía ofuscado— Porque creo que endulzas demasiado las cosas.

—Él no... él no es... no era así —tragó saliva, confundido ante la actitud de una persona a la que creyó conocer alguna vez y que ni de lejos pensaba que pudiera haber cambiado tanto— aunque bueno, hace muchos años...

—Ya... pues no le han sentado muy bien.

—Tú también eres un poco mecha corta, por poco le muerdes.

—¿Pero tú no le has escuchado, tío? Mira, de igual, que tengo que seguir trabajando.

—No sé qué cojones acaba de pasar —murmuró Alfred cuando tanto Raoul como Agoney se habían alejado de él en direcciones opuestas.

Ya en la casa, Agoney fue directo a la ducha, aun refunfuñando y echando maldiciones a toda la familia de aquel enano rubio que le había estropeado la ropa, encima esa camisa era un regalo de Ana.

—Pues empezamos mal en esta porquería de sitio. ¡Qué sorpresa!

Aprovechó el chorro de agua caliente corriendo por su cuerpo para relajarse. Dos semanas, sólo dos semanas, no tenía ni que acercarse a esa gente, saludaría a Alfred, le preguntaría por Mireya y punto.

Catorce días.

Cuando salió del baño y se vistió con el pijama decidió que, hasta la hora de la cena, se dedicaría a estar tumbado mirando el móvil, aunque fuese sólo media hora.

—Pero ¿cómo puede haber tan mala cobertura? —se quejó al ver que, como mucho, podía mandar mensajes que tardaban siglos en enviarse— Es que este lugar es el infierno.

—Eres un quejica ¿Lo sabías?

Sus ojos viraron rápidamente hacía la puerta para encontrar a la persona a la que pertenecía esa voz. Una chica que estaba hecha toda una mujer, vestida con unos tejanos y una camisa a cuadros desabrochada que dejaba ver una básica blanca debajo, botas altas, rubia y bien peinada; y con una sonrisa deslumbrante.

—¡Mireya! —exclamó, levantándose de un salto y yendo a abrazar a su amiga— Estás guapísima.

—Lo sé, y tú también, veo que finalmente le has cogido el gusto a la ropa de marca —le inquirió, revisando el cuello de su pijama, incluso para dormir, ¿dónde está Micky Mouse?

Agoney rio, algo nervioso quizás, sabía a qué se refería, él siempre había tenido un pijama del famoso ratón, y cuando se le quedaba pequeño, se compraba otro. Aún recuerda el día que fue con Ricky y se disponía a comprarlo, y el "muy bueno, Agoney, pero vamos a comprar de verdad, en la tienda de enfrente hay unos pijamas buenísimos si es lo que quieres", y cómo iba a decirle que a él le bastaba con el pijama de Disney de diez euros, habría sido ridículo.

—La gente madura, Mire.

—Madurar y amargarse no tienen por qué ir de la mano, cariño, y Disney es ageneracional.

—Ya... bueno ¿Tú también trabajas aquí?

—¿También? —preguntó, algo confundida, pero pareció responderse ella misma— Ah, eso es que ya has visto a Alfred. Si, aquí trabajo, más o menos.

—¿Y con esos tacones —preguntó bajando la mirada eres capaz de moverte por... esos lugares... llenos de... tierra y barro y...?

—Puedo moverme por ellos perfectamente, pero ahí es donde entra el "más o menos" que te acabo de decir, no trabajo en la granja como tal, estudio contabilidad y pues soy una especie de becaria.

—Ya decía yo que alguien con tanto estilo no podía trabajar limpiando habitaciones de bichos.

La carcajada de Mireya resonó por las paredes, hasta que la cortó al ver la expresión del chico.

—Ah, que va en serio, ¿habitaciones de bichos? Agoney, hijo, que mal hicimos en perderte de vista —se burló, posando ambas manos en sus caderas, en una posición que evocó el recuerdo de su madre en la mente del canario, o, al menos, lo que recordaba de ella—. Y creo que tú vas a aprender que se puede ser granjero y tener mucho estilo, sobre todo cuando conozcas a Aitana.

—¿Aitana?

—Es otra de las que trabaja aquí, supongo que ella o Raoul serán los que te digan lo que tienes que hacer estos días. Pero vamos, que me desvío, para alguien con estilo, aparte de yo, ella, y bien digna que es con su trabajo. Que no es simple, amigo, te aviso para que tengas cuidado con "tu estilo".

—Creo que soy bastante hábil para los retos, no creo que se me haga muy cuesta arriba...

—Ya me dirás eso cuando empieces a hacer algo, ya me dirás —rio, y Agoney se sintió un poco mejor, pero es que Mireya siempre había sido como un bálsamo reparador para él, la única persona de su día a día que le había producido una sensación similar era su paisana, Ana—. Bueno, me voy ya, nos vemos mañana.

Con un último abrazo, la rubia abandonó la habitación, dejando tras de sí a un chico bastante confundido y una tormenta avecinándose sobre su cabeza.

A las diez bajó al salón, donde la mesa ya estaba preparada. Se sentó con Capde y otra mujer que resultó ser Laura, al poco rato llegaron Mamen, con el hombre llamado Roberto, y Anastasia con la comida.

La cena fue agradable, todos eran realmente simpáticos, y bueno, quitando a la pareja de hermanos Andrés-Piano, donde resultó que el chico era adoptado, conocía a todos. Le preguntaron qué tal por la ciudad, si estaba estudiando, que cómo había llegado allí, "ideas de mi padre" fue lo único que respondió. Anastasia, la única que parecía saber la verdadera razón, mantuvo silencio.

—Pues mañana empieza el juego de verdad, pero tranquilo que no te vamos a matar a trabajar. Te ayudarán dos chicos que trabajan aquí —"Aitana y Raúl" recordó las palabras de Mireya—, Aitana y Raoul, muy simpáticos los dos, de los mejores que tenemos y encima deben ser más o menos de tu edad.

—Qué ganas —farfulló, elevando las cejas con la mirada enfocada en su plato y el trozo de pescado que había en él.

—No me seas así, hijo, que seguro que le coges el gusto, lo que pasa es que tanto tiempo con tu tía te enterró la vena campestre de la familia.

—Si tú lo dices, Capde... Y por cierto, la cobertura...

—A veces viene, a veces va, pero el teléfono fijo funciona de maravilla, por si quieres llamar a alguien.

—Perfecto.

"Si, fantástico".

Volvió a su cuarto en cuanto terminó la cena y se lanzó directo a la cama, cogió su teléfono móvil, por si había suerte, y pudo ver qué le habían llegado algunos mensajes de su grupo de amigos.

"Ya has llegado al sitio ese?"

"No contesta, ¿Y si le han secuestrado?"

"A lo mejor se ha hecho amigo de las ovejas con cuernos"

"O de las gallinitas"

"Qué horror, Agoney contesta por favor."

"Sí, he llegado. No, no me he acercado más de la cuenta a ningún bicho, y creo que un secuestro sería mejor que esto."

Mirando la pantalla, y sabiendo que el mensaje aún tardaría en llegar, decidió decirle a su familia que estaba bien e irse directamente a dormir.

Lo iba a necesitar.

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