La dama de los ojos plateados

By begobr93

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🏆Ganadora #Wattys2021 en la categoría Ficción Histórica 🥇 Ganadora 1º Premio Zeus y Hera Summer HEA Edition... More

Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Nota de la autora
ACTUALIZACIÓN 05/12/2021

Capítulo 2

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By begobr93




Celle, 12 de abril de 1945

Alfred Pierrepoint observaba el paisaje desolador que se hallaba a su alrededor. Muchas veces olvidaba que ellos mismos eran los responsables de aquella situación, pero no se debía a que hubieran desarrollado una afición por destrozar el bucólico paisaje alemán, sino que estaban derrotando a los nazis, sus grandes enemigos y los responsables del gran conflicto que ya duraba casi seis años. Ni la Gran Guerra, aquella que ya vivió de niño podía equipararse a lo que estaba viviendo.

Hacía meses que había sido ascendido a Brigadier y era consciente de la gran responsabilidad de su cargo, ya que era el que tenía el mando más alto de su compañía. Pese a ello, liberar aquella ciudad tan hermosa había sido su primera gran misión. Y todavía quedaba llegar al campo de concentración que habían localizado cerca de allí, en el pequeño pueblo de Bergen. No se creía que Himmler había acordado cederles el campo sin luchar. En principio, su compañía no tenía que ir allí. Tanto mejor, pensaba, ya que había oído historias de los campos polacos y el panorama era espeluznante. Era una ironía que siendo él mismo médico de formación —lo que había influido en su fulgurante ascenso— tuviera reparos en liberar aquel campo del horror. Pero lo más irónico es que justamente ese mismo día cumplía 35 años y no sentía nada.

Era un hombre apuesto, alto y delgado, con el pelo castaño y ojos verdes y cualquiera que lo observara se le venía en la mente la palabra melancolía. Los años en el ejército le habían ayudado a no colapsar mentalmente, pero si se le dejaba a sus anchas, era un hombre atormentado por diversos traumas. La disciplina y las tareas militares apaciguaban su espíritu triste. Tampoco se le consideraba una mala persona, pero sus compañeros le temían porque era frecuente que estallase si algo no salía como él preveía. Se mantenían alejados y él mismo lo prefería así. No tenía tiempo para camaraderías y menos en esos tiempos. La soledad era su mejor amiga y la única que no le decepcionaba, pues siempre estaría allí, acompañándole, incluso en los momentos más duros.

Seguía observando la fachada de aquella casa solariega, manchada de humo negro, pero que seguía en pie pese a la brutalidad de aquel bombardeo. El jardín y el campo que lo rodeaba estaban totalmente calcinados y algunos cadáveres se vislumbraban en los alrededores. Tenía sentimientos contradictorios por los alemanes. Eran un pueblo grande que había sabido levantarse después de la Gran Guerra. Lo malo es que no habían elegido bien al líder de ese levantamiento y los había llevado a otra caída que cada vez era peor, por tanto, eran también un pueblo de ineptos.

Mientras veía aquel grotesco paisaje, oyó unos pasos. Se volvió hacia atrás y puso la palma encima de los ojos para ver mejor. Una mujer con un vestido negro con rayas blancas se acercaba a trompicones acompañada de una niña con dos trenzas rubias. Ya se veía el sol y no pudo apartar la vista hacia ellas, especialmente de la mujer, cuyo cabello parecía de fuego. Por la forma de vestir, supuso que sería la dueña. Se acercó a ella y le ofreció la mano. Era británico, ante todo y los modales estaban por encima de todo, por muy alemanes que fueran.

—¿Es usted la dueña de la casa? —Apenas sabía alemán y lo poco que había aprendido se lo debía a su madre, que falleció en la Guerra cuando apenas tenía 7 años. La mujer del cabello de fuego se mantenía abrazada a la niña y, tras titubear unos segundos, le devolvió el saludo al soldado.

—Sí, vivimos en esta casa —contestó Elmira en inglés. Alfred no pudo evitar sorprenderse. No solo aquella mujer había respondido en inglés, sino que además su entonación era prácticamente perfecta, sin apenas acento, pero con las inflexiones de alguien que no lo practicaba tanto como quisiese. Al menos podría entenderse mejor con ella. Y la verdad es que le llamaba la atención. Examinándola más a fondo, quedó impresionado de su figura: el vestido de lana que la reforzaba y su piel pálida y pecosa. El cabello era lo primero en lo que se había fijado, pero fueron sus ojos los que terminaron por sentir curiosidad por ella. Eran grises, pero un gris claro, casi plateado. No podía dejar de mirarlos. Sintió algo que hacía años no experimentaba y comprobó con satisfacción que esta le devolvía la mirada, sin sumisión ni temor. Un grito interrumpió aquel cruce de miradas.

Otro de los soldados había agarrado a Heike, aprovechando el intercambio de miradas y la había tirado al suelo e intentaba abrirle las piernas. La niña no paraba de gritar y Elmira reaccionó enseguida. Cogió al soldado del brazo e intentó apartarle, pero recibió un sonoro puñetazo que la derribó e hizo que sangrara la nariz. Alfred no tuvo más remedio que poner fin a una situación que no había planeado. Sujetó al aspirante a violador con fuerza y lo apartó de Heike.

—¿Qué dije antes de partir? Está totalmente prohibido tomar a las mujeres como trofeo. Quien incumpla esa regla, se enfrenta no solo a la degradación, sino a la expulsión del ejército y un consejo de guerra. Por otra parte, ¿no ves que es una niña? ¿no te da vergüenza, desgraciado? —Alfred lo hubiera matado allí mismo.

El soldado no agachó la cabeza. Apenas había cumplido los veinte años y se creía con derecho a todo tras haber derrotado a los alemanes. O eso estaban a punto de hacer, ya que quedaba Berlín y los soviéticos también estaban en el otro lado del país. Miró con desafío a Alfred, pese a que era un simple soldado raso. Lo consideraba un prepotente y con la euforia de la edad deseaba ponerlo en su sitio. Algún día él sería el Brigadier y Alfred un simple soldado raso.

—Brigadier —dijo, no sin sorna—. Es una perra alemana y se merece un castigo. Además, no parece tan niña. Seguro que hasta le gusta y todo.

Alfred lo abofeteó sin titubeos. El joven se tambaleó, pero se mantuvo de pie, mirando con asco a su superior.

—Los violadores son los peores perros que existen. Y no importan de donde sean. Esa niña, por muy «perra alemana» que dices que es seguro que vale cien veces más que tú —Alfred conocía lo suficiente a Thomas Holt para haber calado las verdaderas intenciones de este. Era el hijo del Teniente General y su superior, pero incluso su padre despreciaba a su hijo y no era casualidad que lo hubiera colocado en su compañía para enderezarle. El aprecio que el Teniente General profesaba a Alfred incluso más que a Thomas era el principal motivo por el que este lo odiaba y deseaba su caída.

—Maldito hijo de puta —Apenas terminó la frase cuando Alfred esta vez le dio un puñetazo. Algún día pagarás por todo. Seguro que ya quieres a las dos zorras para ti.

—Lárgate de mi vista y piensa en lo que has intentado hacer —siseó Alfred—. Si no fuera por tu padre, te habría expulsado yo mismo del ejército.

A Thomas no le quedó más remedio que alejarse, maldiciendo a su jefe. Heike y Elmira, aprovechando la discusión entre los soldados, habían emprendido el camino a la casa, para esconderse de aquellos ingleses, pero Alfred había advertido también la huida y se aproximó a ellas.

—No he acabado con usted —dijo, dirigiéndose a Elmira—. Por lo que veo, usted habla inglés, ¿verdad?

Elmira había estudiado inglés cuando vivía en la Unión Soviética —ventajas de pertenecer a la élite— y sentía pasión por el idioma, ya que lo consideraba muy fácil, incluso más que el alemán cuando le tocó aprenderlo. Pese a todo lo que había vivido, siempre encontraba textos y libros para seguir leyendo y practicando para no olvidar. Y, viendo el pésimo alemán de aquel hombre, creyó mejor hablarle en su mismo idioma, creyendo que sería más benévolo. Tenía en la consciencia de que los ingleses eran unos egocéntricos imperialistas que adoraban su idioma por encima de todo y cuando alguien lo conocía, se mostraban como pavos reales al abrir sus plumas. Esperaba tal reacción en aquel hombre tan alto.

—Sí, señor —alegó ella dudando. No se consideraba una mujer tímida, pero había algo en ese hombre que la hacía sentirse pequeña y no solo porque era mucho más alto que ella. Apenas le sobrepasaba el hombro. La forma en que se había quedado mirándola la había inquietado y más porque sabía qué sentía él mismo. Al final, casi todos los hombres —la excepción era el bueno de Bruno— eran iguales y solo pensaban en lo mismo. No tan explícitamente como el otro soldado que había intentado violar a Heike, pero siempre anhelaban satisfacer sus deseos más internos.

Alfred volvió a ofrecerle la mano. No creía en los enfrentamientos con civiles y, sobre todo, después del incidente con Thomas, no quería causar mala impresión a aquellas dos mujeres. Era verdad en lo que creía acerca de las violaciones y mientras él estuviera al mando, sus hombres no ensuciarían su alma cometiendo tal bajeza. Lástima que muchos de sus compañeros no compartieran su misma reflexión.

—Soy el Brigadier Alfred Pierrepoint y siento mucho lo ocurrido antes. Mis hombres en general no son así, pero ese raso es un dolor de cabeza para mí. No me gustaría que se llevaran ustedes un mal concepto sobre mí. Hemos venido para salvarles, no para hacerles daño.

—Yo me llamo Elmira Bauer y esta es mi hija Heike —dijo esta, devolviéndole el saludo. Parecía sincero y muy afectado, pero decidió mantenerse alerta. La joven Heike, ya más calmada, también le ofreció la mano a Alfred. Él se la estrechó con afecto. Le calculaba unos doce años, la misma edad que habrían tenido sus hijas si hubieran sobrevivido. Pero era un episodio triste que intentaba apartar en lo más profundo de su mente.

—Y más allá —siguió Elmira—, está mi hijo Gustav, que acaba de morir por las bombas. Hizo grandes esfuerzos para no echarse a llorar, pero Heike no tuvo esa fuerza y cayó al suelo entre grandes sollozos. Había intentado mantenerse serena, pero la tristeza y lo que habían intentado hacerle la había sobrepasado. Estaba descargando toda su angustia y miedo. Elmira se agachó junto a ella y la estrechó en sus brazos.

Alfred metió una mano en su mochila y sacó una enorme barra de chocolate. Se la dio a Heike, que dudó en aceptarla. Elmira cogió la barra, la abrió y partió un trozo para dárselo a la niña. Entonces Heike aceptó el chocolate. Le dio calor, pero la pena por la muerte de su hermano era superior.

—El chocolate es para usted también —señaló Alfred. Entiendo que la pena por la pérdida de un ser querido no se arrega con un trozo de chocolate, pero su dulzor ayuda a pensar con más claridad. Se lo digo por experiencia propia. Elmira probó el chocolate. Estaba muy rico y pronto comprobó que Alfred tenía razón. Seguía triste, pero el alimento la hizo reaccionar. Siguió caminando y acudió hacia el cuerpo de Gustav. Por supuesto tendrían que enterrarlo, pero ¿cómo? No estaban en la ciudad y con aquellos soldados rondando parecía imposible. El Brigadier, intuyendo los pensamientos de Elmira, llamó a dos de sus hombres y les ordenó que trajeran una manta enorme, una pala y cal, que siempre llevaban con ellos por si la necesitaban.

—Podemos enterrar aquí a su hijo y podrá traerle flores —añadió—. La ciudad está totalmente destrozada y todo el mundo está enterrando a sus muertos y los cementerios están casi abarrotados. Es más limpio hacerlo aquí, supongo. Elmira le dijo algo en alemán a Heike. Las dos solían hablar ruso para ayudar a Heike a progresar en el idioma, pero pasaban al alemán cuando tenía que contarle algo importante que lo entendiese a la primera. Supongo que estaba traduciendo lo que había dicho, creyó Alfred.

—Gracias, señor —Se atrevió a responder Heike.

Los dos soldados se acercaron con los materiales y procedieron ellos mismos a enterrar al muchacho que, pese a las quemaduras, parecía un querubín dormido. Al aplicarle la cal, las dos mujeres rompieron a llorar. Cada vez era más evidente que nunca volverían a ver a aquel hombrecito que había prometido protegerlas cuando su padre se marchó. Alfred apoyó una mano en el hombro de Elmira que, sorprendida por aquella confianza excesiva, se apartó de él.

—De veras que lo siento mucho. No sabíamos que había una casa en esta zona y no hemos sido mi compañía quienes hemos lanzado las bombas. Es más, yo mismo desaprobaba el bombardeo de hoy. Creo que después del que hubo hace unos días ha sido suficiente.

—Puede sentirlo todo lo que quiera, pero mi hijo está muerto y otros tantos inocentes. Tendría que saber lo que es que muera un ser querido para poder sentirlo de verdad —estalló Elmira. Le pareció una desfachatez lo que había soldado Alfred y estaba harta.

Los ojos verdes de Alfred se intensificaron y sintió deseos de abofetearla por lo que le había respondido. ¿Cómo se atrevía? Maldita zorra, él ya sabía lo que era perder seres queridos, pero hubo algo en la mirada plateada de Elmira que lo hizo refrenarse. Normalmente era presa de sus sentimientos y se dejaba llevar en caliente, pero por primera vez en mucho tiempo, algo había hecho que se detuviera. Y era aquella mujer menuda. El hecho de que fuera una mujer —la encarnación de Eva, o eso él creía— quien fuera capaz de ello no le provocaba furia, sino otra cosa. Notó un leve cosquilleo en su entrepierna. Por otra parte, ¿qué podía saber ella de su pasado?

—Vamos a dejar pasar todo esto y vayamos a su casa —En parte comenzó a hablar para refrenar ese cosquilleo. Tendrá que enseñármela, porque tengo intención de instalar aquí mi cuartel. En Celle no he podido encontrar un edificio lo bastante en pie como para establecerlo y espero que no se oponga. De todas formas, no se puede oponer, porque son órdenes del Mariscal.

—Si cree que va a meterse en mi casa así como así está totalmente equivocado —Elmira había confirmado sus sospechas: todos los hombres eran iguales y ese soldado era como los demás. Menos mal que no había bajado la guardia.

Ambos olvidaron enseguida las formalidades con las que se habían presentado y se quedaron mirando a los ojos. Alfred no podía dejar de mirar aquellos ojos desafiantes. Cada vez se acuciaba más el deseo que empezaba a sentir hacia aquella pelirroja. En esos momentos la hubiera tirado al suelo y la habría hecho suya, pero recordó dónde estaba y tuvo que volver a refrenarse. Él no era así y no iba a ser aquel el día en que cambiara su forma de parecer y mucho menos por esa mujer que acababa de conocer.

—Me he es indiferente lo que usted diga. Me quedo en la casa y no me gustaría discutir con usted. —La idea de quedarse y tenerla cerca cada vez le gustaba más. Hacía apenas unas horas que la conocía, pero su curiosidad hacia ella crecía cada vez más. Iba a ser interesante convivir con aquella criatura.

En esos momentos, apareció un Jeep y aparcó al lado de los tanques. De él bajo una figura que conocía y que a la vez podía temer a la misma vez. Era el Teniente General Robert Holt, padre de Thomas y superior de Alfred. Examinó la casa por fuera y al ver a Alfred, se acercó a él.

—¿Va a quedarse con esta casa? ¿Se ha comportado mi hijo debidamente? No me mienta. Diga la verdad. —Robert no tenía tiempo para irse por las ramas y prefería preguntar directamente todo lo que se le venía a la cabeza.

—Teniente General —reaccionó Alfred, cuadrándose como un autómata—. La casa es perfecta y su hijo no ha dado problemas. Decidió omitir el intento de violación porque en el fondo sentía lástima por aquel infeliz. Saberse ninguneado por su propio padre era algo que solo le deseaba a su peor enemigo. Volvió la vista hacia Heike y Elmira.

—Métanse a la casa, luego hablaré con ustedes.

Las dos le obedecieron sin dudar. Alfred se dirigió a Robert y juntos decidieron tomar un paseo para hacer recuento de los acontecimientos y cómo iban a hacer frente a lo que venía después. Elmira no pudo evitar observarles por la ventana. ¿Qué pasaría con ellas? Pero, sobre todo, ¿qué pasaría entre Alfred y ella? No tenía a dónde ir y no le quedaba más remedio que aceptar la situación.

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