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Las personas no estamos educadas para escuchar

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Las personas no estamos educadas para escuchar. La finalidad de todo intercambio de palabras es imponer el criterio propio, considerándonos sublimes vencedores si en un brutal combate, donde los adjetivos se convierten en guantes de boxeo, conseguimos que el rival acabe desplomado sobre el ring.

A menudo veo el mundo como un gran local nocturno donde la música y el barullo se entremezclan en un caos incomprensible, uno en el que los enfrentamientos se suceden con tanta asiduidad que ya casi ni se interviene para tratar de evitarlos. El diálogo se convierte en discusión, y algunos, exhaustos tras tanto ruido gratuito, hemos optado por el destierro. Dos minutos en el exterior son suficientes para darme cuenta de que estaba muy bien dentro de mi cueva.

No comprendo a las personas. Lo intento, pero se me dan fatal. Tal vez sea porque no paran de gritar y de convulsionar cuando alguien osa llevarles la contraria. Semejante exposición tiñe el entorno de desasosiego y hasta de terror, enturbiando cualquier intento de hermandad con preguntas del tipo: ¿Por qué este se ha vuelto tan amable de repente? ¿Qué maldad oculta?

No escuchamos. Y entonces surgen los juicios, uno tras otro, como una marea de pelotas de ping pong que acaba colándose por puertas y ventanas, arrastrando muebles y cachivaches consigo en un tsunami ridículo y estrambótico. 
No escuchamos. Por eso odiamos a cualquiera que salga en las noticias. Y a los artistas, a esos más que nadie, porque ellos no trabajan, porque ellos simplemente hacen lo que saben hacer. Y odiamos al vecino, porque el escote de su mujer ofende y además deja que una bandera extraña ondee en su tejado. ¡Qué desfachatez!

No escuchamos. Y se siente bien, porque es más fácil no enterarnos de los problemas de otros. «¿Y qué culpa tengo yo? El mundo es una jungla», justificamos. Una jungla de sordos y ciegos. Un planetario donde los cuerpos celestes tienen cinta adhesiva en las bocas. El arte de hablar perece al fondo, aburrido y hastiado, entre el añil y los diminutos puntos de luz que simulan ser estrellas. Qué hermosos seremos entonces, cuando dejemos de conjugar verbos; cuando la necesidad de entendernos desaparezca al fin. 

Mis insolencias (Retratos y latidos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora