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28 de diciembre de 1973:

Querido diario:

Me pillaron. Obviamente, me condenaron a muerte, pero antes me encerraron en las mazmorras, en completa soledad, rodeado de oscuridad y escuchando los gritos torturados de los demás presos a lo lejos. Estuve al borde de la locura. Solo las visitas esporádicas de Colette entre los barrotes y la visión de Martín sobre mi lecho me ayudaron a sobrellevarlo.

Mi antigua profesión no me hizo muy popular ni entre los guardias ni entre los demás presos, pero que me encerraran por liberar a uno (y mi fama de pastelero de la muerte, que ha atravesado incluso la tierra y las catacumbas) alivió un poco las cosas, aunque no precisamente hasta el punto de ayudar.

Por eso no he podido volver a escribir en todo este tiempo.

El día que me llevaron ante el nuevo verdugo, un tipo demasiado joven con poca sangre en las retinas y los brazos algo enclenques, nevaba sobre las calles de París, pero ni eso consiguió que la chusma redujera el tamaño.

Creí atisbar entre los rugidos de la multitud la cabellera castaña de Colette y su sonrisa de despedida.

Apoyé la barbilla en el hueco de la madera, con las rodillas abrasadas contra el frío de la piedra de la tarima, preparado para afrontar la caricia del frío acero separando mi piel y mi hueso. Me pregunté por primera vez y después de tantos asesinatos si dolería.

Cuando el verdugo empezó a soltar la cuerda, sin embargo, algo se detuvo. Estaba con los dientes apretados, pero el filo no llegó a rozarme el cuello. Se oyeron unos latigazos de fondo, acompañados de exclamaciones de sorpresa y gritos ahogados, y aunque no podía girarme a ver de dónde provenían, el rostro sorprendido de Colette y el de la multitud me puso sobre aviso.

De repente, los fríos grilletes que me rodeaban las muñecas y me arañaban la piel se soltaron, y los copos de nieve se posaron sobre mis heridas enrojecidas.

—Vámonos, Simon —me susurró la voz de Martín en el oído. La reconocí por los miles de veces que nos habíamos susurrado palabras enredados en la cama o en el suelo de mi piso.

Aprovechando la confusión, salimos corriendo. Huimos, de la guillotina y de París, con otros nombres y otra gente.

Martín me contó la historia de cómo había escapado de camino a un pequeño pueblo en la frontera con España. Cuando le había liberado se había perdido entre las calles nauseabundas de París y los charcos de agua estancada y pis de los adoquines. Rendido, con las piernas al borde de la rotura, sin aliento, hogar, ni fuerzas, fue hallado por un grupo de hombres que se dedicaban a exportar prófugos parisinos lejos de las garras de la justicia. Le habían trasladado a un pueblo en las afueras. Había estado viviendo alejado hasta que uno de los hombres del grupo le había avisado, por petición suya, de que mi nombre, Simon Bergeron, estaba en la lista de próximamente en la guillotina, y mi amado, Martín, había removido cielo y tierra para convencerles de que había que salvarme como yo le había salvado a él.

Ahora estamos a salvo, y vivimos felices y en pecado. Ahora él ya no se marcha antes de que amanezca y mis galletitas de canela se han vuelto populares en este pueblo de la frontera.

Querido diario, creo que ya no te necesito.

***

Fin. :)

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Muac a todos vosotros, mis verduguitos homosexuales ;)

El diario de un verdugoWhere stories live. Discover now