Capítulo 12

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Para alegría de su anfitriona, una familia de turistas apareció en la entrada buscando habitaciones. Como una actriz que subía al escenario, Kalah enterró sus temores bajo la alfombra, acomodó su cabello y compuso su mejor sonrisa.

«Si dirigir una casa de hospedaje no funciona, debería considerar triunfar en Hollywood», había pensado Gene antes de tomarse el resto del día para continuar con sus prioridades.

Llegando a un callejón sin salida, la sombra que perseguía a Celinda Monterrey fue puesta en segundo plano. En ese momento Gene deseaba haber hecho algún curso de criminología en lugar de tanta parapsicología.

—No estoy haciendo las preguntas correctas —reflexionó en voz alta.

Levantó la vista al cielo ceniciento, plagado de nubes oscuras que auguraban otra tormenta. El transporte público escaseaba, había descubierto. Los piedemonteses estaban habituados a caminar largas distancias. Era una buena oportunidad para poner en orden sus ideas, pensaba mientras seguía el mapa de su celular.

Sus pies se detuvieron a la entrada de unos campos verdes inmensos, con sus pasajes bordeados por piedras decorativas. Leyó el cartel en mármol con la leyenda Parque de Descanso de Piedemonte. El césped poseía un tono oscuro, reseco en algunas partes, cubierto por parches de hielo en otras. Algo le dijo que en unas semanas todo el suelo se volvería blanco. Los árboles plantados alrededor de las calles de ese micropueblo le hicieron sonreír. Le recordaban que siempre podía crecer la vida donde abundaba la muerte.

Rodeó a un hombre que se encontraba de rodillas, hablando a una lápida de piedra. Por un momento consideró decirle que el ser que buscaba había seguido su camino hacía mucho tiempo. Descartó la idea con rapidez. No era su derecho destruir las esperanzas que las personas ponían en estos santuarios.

En contra de lo que muchos pensaban, había más espíritus rondando las iglesias que los cementerios. Un alma errante tendía a aferrarse al lugar que la marcó. Ese no necesariamente sería el sitio de su muerte o sepultura.

Se detuvo ante la lápida de mármol oscuro que vino a buscar. Se puso en cuclillas y estudió las letras en perfectas condiciones.

Petro Monterrey. La luz de nuestros corazones será el faro que te guiará hacia la paz eterna —leyó despacio. No era común un epitafio tan largo. Debía haber tenido muchos amigos dispuestos a pagar algo tan costoso. Sus ojos se entornaron al sacar cálculos—. Solo tenías treinta y siete años cuando dejaste este plano hace ocho.

Contempló el jarrón metálico instalado a un lado de la lápida. Las flores eran frescas, pequeños pétalos azul claro con el interior amarillo. Se preguntó de dónde habrían sacado nomeolvides, una flor de verano, en pleno invierno. Siguiendo un impulso, tocó el pétalo más cercano con un dedo enguantado.

Plástico. Se trataba de flores artificiales tan realistas que se volvían obras de arte.

—Es difícil competir con Petro, pero tu casita también está bonita, ¿ya ves? —una voz rasposa irrumpió sus pensamientos—. Pero esto no es una competencia, ya sabemos.

Le tomó un instante reconocer a la anciana de aspecto cansado. Era la mujer que vio en la cafetería en su primer día en Piedemonte. Con una manta pequeña en sus manos, se agachó y envolvió una lápida de la siguiente línea.

Los instintos de Gene despertaron. La muchacha del traje blanco seguía a la anciana, cabizbaja.

—¿Conoció a Petro Monterrey? —indagó Gene con suavidad.

—Todos los montañistas se conocen —respondió la anciana sin mirarlo, sus palabras pausadas como si le costara hilar dos ideas—. Petro era famoso entre los suyos. Su tumba siempre está limpita... invierno o verano, otoño o primavera... alguien viene todas las semanas a cuidarlo... Yo también cuido a mi hija... o lo hacía... pero un día no pude protegerla...

La montaña de las cenizas azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora