—Oh... Nunca había conocido a uno.

Lo observó con las pupilas resplandecientes de fascinación. Resultaba evidente que se esforzaba por no bombardearlo a preguntas.

—Ahora lo conoces —Señaló la zapatilla—. ¿Puedo seguir?

—Sí, sí, por favor. ¿Necesitas algo más? ¿Una cruz... algún pentagrama... sangre de pollo?

Gene entornó los ojos, las puñaladas que lanzaban esas pupilas eran el motivo por el que sus colegas le daban privacidad cada vez que debía trabajar. Las personas tenían ideas realmente estúpidas acerca de los brujos y los médiums modernos.

Los únicos rituales con sangre que había realizado se trataban de resolver discusiones a puñetazos con sus hermanos cuando eran más inmaduros.

—¿Sangre de alguna virgen? —solicitó con falsa amabilidad.

La muchacha se rascó la mejilla con la uña de su índice, una media sonrisa deshizo parte de la tensión de sus hombros.

—Creo que sería más fácil conseguir pelo de unicornio. ¿Seguro no hay algo que pueda hacer para ayudar?

El joven lo pensó un momento. Muy pocas veces atravesaba un viaje demasiado profundo. En esos casos, había ciertas palabras que tenían poder y lo ayudaban a anclarse.

—Cuando termine, mi mano soltará el objeto de modo natural. Si al pasar diez segundos sigo sin regresar —Levantó la vista hasta encontrar sus ojos— di mi nombre. Eso es todo. Ahora, silencio.

Con cautela, Gene tocó los cordones. Esperó el golpe mental con los ojos abiertos. Tres latidos pasaron.

Nunca llegó.

—No veo nada —admitió.

—¿Qué significa eso?

—Hay dos alternativas. El propietario de esta zapatilla sigue con vida...

—¡Eso sería un alivio especta...!

—... o este objeto no es significativo. Solo aquellas cosas apreciadas, o muy odiadas por sus dueños se cargan de su energía. Esta perdura por muchos años dependiendo del valor sentimental que se le haya otorgado.

Regresó el zapato a su caja. Antes de que pudiera abrir la boca, Kalah le estaba extendiendo la segunda.

Le indicó que la dejara en el suelo, al lado del anterior. En su interior permanecía un calzado ligero de color turquesa, su suela sin tacón y escote redondeado para introducir el pie con facilidad. En la punta, lucía un lazo azul en forma de flor.

—¿Estas son las ballerinas? No parecen muy cómodas para terreno de montaña —comentó.

—Te sorprendería la ropa o accesorios ridículos que algunos turistas traen cuando vienen a escalar. Algunos son muy friolentos pero se aparecen con una miserable chaqueta en pleno invierno.

Gene sintió que esa piedra cayó justo en su frente. Bajó la vista a la única chaqueta que había traído a Piedemonte. Después de una semana sin quitársela más que para lavarla, parecía haberse adherido a su piel.

—Silencio. —Se llevó un índice a los labios.

Cuando consiguió recuperar su concentración, acercó sus dedos desnudos al lazo de la punta. Aferró el pequeño calzado en su puño.

El tiempo se desvaneció. La humedad impregnó sus cabellos, se deslizó por su espalda. Sus oídos se llenaron de agua, cualquier sonido exterior se perdía en las profundidades. Una venda cubría sus ojos. En medio del pánico creciente, intentó arrancarla. Sus manos no respondían. Su cuerpo no le pertenecía, se mantenía sumiso contra la superficie helada y mojada. ¿Mármol? Era demasiado estrecho para ser una piscina.

La montaña de las cenizas azulesWhere stories live. Discover now