Capítulo 1: La revolución de los patos

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En mi cabeza aún suena ese sonido. Sólo suena ese sonido.

Por suerte ya vuelvo a casa. Han sido unos meses agotadores en otra ciudad. Pero ahora dejarán de ser frecuentes las noches en blanco llenas de soledad.

La lluvia golpea contra el cristal de mi pequeño coche, que parece más pequeño con todo lo que lleva, y el atasco es inminente. Los coches se acumulan por todas partes y suena la sinfonía del claxon. Todo está lleno de luces blancas y rojas, como si estuviésemos en las putas navidades, pero sólo son las de los coches frenando y acelerando.

Esto va para largo. Sólo Charlie Parker puede hacerme llevadera esta mierda de tráfico. No hay duda, por aquí todo sigue igual. Todo podría haber cambiado, pero no, Madrid nunca cambia.

Además, aunque la ciudad cambiase, sería difícil que yo lo hiciese. Mi vida es igual vaya donde vaya. A veces me gustaría que lloviese más a menudo, me haría sentirme más conciliado con el mundo. Quizá no debería juntarme con la gente. Supongo que no soy lo que se dice un ser social.

Antes de irme compré una cochera cerca de mi piso para evitar suicidarme tratando de buscar un aparcamiento en la ciudad de la obras. Dejo en el coche todo menos la maleta más grande, donde llevo lo básico, y me voy hacia mi portal. Meto la llave en la cerradura y peleó hasta conseguir abrir. Augusto Figueroa sigue en obras, como cuando la dejé hace algunos meses, pero también sigue siendo mi calle. Detrás de mí entra una de la vecinas del bloque, una de esas señoras mayores que me trata como si fuese de su familia y me pregunta por todo sin disimulo alguno, y yo me limito a abrir la puerta del ascensor para dejarla pasar primero. Vamos primero a su piso y luego al mío, aunque estuviese antes. Inevitablemente hago esas cosas. El respeto a los mayores siempre ha sido importante para mí.

Entrar en casa es volver a estar metido en una rutina sin trabajo. El Madrid de después del verano parece que está reconstruyéndose o, al menos, volviéndose  a habitar. Es como si todo el mundo se hubiese ido y la ciudad también hubiese estado de vacaciones. Por eso en el verano madrileño hay tantas pocas cosas por hacer.

Vuelvo a disfrutar de las paredes de papel que permiten conocer, sin desearlo, la intimidad de los vecinos. Voces, sonidos de televisión, alguien tocando la guitarra, estornudos, conversaciones telefónicas con hijos en la distancia y todo lo que es parte de la vida normal. El paisaje desde mi ventana es muy diferente: mucha ropa tendida, balcones con plantas medio secas y trastos viejos, ventanas con luces dadas y edificios tan cercanos que parecen poder tocarse con la yema de los dedos. Esto vuelve a ser una ciudad.

Sigue lloviendo. No recordaba la grisácea y polvorienta lluvia madrileña. En esta puta ciudad cada poco llueve y quizá eso nos permita respirar entre la polución. Además el agua relaja el estrés, aunque nos haga andar a todos más deprisa. Aquí las distancias difícilmente se resuelven a pie y hay que funcionar con una hora de margen para evitar imprevistos. Aquí siempre hay algo que sale mal y te puede hacer llegar tarde a cualquier cosa, sea importante o no.

Recorro el antiguo piso de mi abuela con sorpresa: no recordaba la potra de tener un piso tan grande en tan buen sitio. Si tuviese que comprarme yo un piso ahora mismo, no me quedaría suficiente vida para pagarlo. Además, trabajaría para él, más que para mí. Desde la cocina se escuchan gritos. Gritos de miedo. No sé si por las paredes o por el patio interior pero hay una mujer gritando.

Deben ser vecinos nuevos. No recuerdo gritos de mujer antes de verano. Debería presentarme. Sólo para que me vayan conociendo. Soy un buen vecino y me gusta que sepan que estoy aquí para lo que necesiten, da igual si es una taza de azúcar o una denuncia a la policía por malos tratos.

No me gustan los problemas, pero creo que yo a los problemas sí que les gusto. Desde las escaleras el sonido es mucho más claro. Es un piso superior al mío y la letra de al lado. Algunos parece que no han crecido y siguen tirando del pelo a las mujeres que aman. Nunca entenderé cómo se puede pegar a lo más bonito del mundo. A lo más mágico.

El cazador de ososWhere stories live. Discover now