Capítulo 8

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Rebecca estaba sumida en la oscuridad, andando hacia delante. En algún momento, la oscuridad empezó a tener pequeñas perforaciones de una débil luz.
«La luz de la luna» pensó Rebecca. No sabía por qué, pero estaba segura de ello.
Repentinamente, estaba subiendo al vagón de un tren, hacia una nueva oscuridad, más profunda, más... malvada.
La chica no quería entrar allí, sentía un inmenso pavor, pero no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Rebecca avanzaba vagón tras vagón, uno y otro y otro más. Por alguna razón caminaba cada vez más rápido, en una frenética carrera, huyendo de unos monstruos que permanecían escondidos en la oscuridad. No podía más, sus piernas pesaban toneladas, sentía que se iban a romper en pedazos con tan solo una zancada, pero seguía y seguía corriendo, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Miles de ojos la miraban, miles de garras se acercaban, miles de gargantas aullaban, miles de dientes rechinaban, miles de voces reían, miles de cabezas se retorcían, miles de brazos se estiraban, miles de piernas caminaban, miles de cadenas tintineaban, miles de colmillos chasqueaban, miles de cuervos graznaban, miles de serpientes siseaban, miles de insectos se movían, miles de monstruos la rodeaban.
Estaba ahora en una pequeña mansión, el tren chispeaba detrás a causa de las llamas, crujía la madera a causa de las llamas, un espeso humo se extendía a causa de las llamas.
La oscuridad engullía el tren, el fuego ya no se veía, ya no se escuchaba, su calor ya no se sentía.
El frío, el intenso y húmedo frío de la tenebrosa oscuridad se apoderaba de la mansión, en ella solo se alcanzaban a ver los tenues brillos de las bailarinas llamas de las viejas velas de los antiguos candelabros de las carcomidas paredes de la oscura y fría mansión.
Rebecca quería girarse, hacia las grandes puertas de salida, hacia la hermosa luz de la luna, hacia una fresca noche, hacia su perdida libertad, pero no podía, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
La oscuridad le empujaba, escaleras arriba, escaleras abajo, habitaciones adentro, habitaciones afuera, a través de las puertas, de los pasillos, de los muebles, de los corredores. No aguantaba las piernas, ni el peso de su cuerpo, ni los movimientos de sus brazos, ni las vueltas que daba todo a su alrededor. Pero no podía detenerse, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Miles de monstruos la rodeaban, miles de engendros gruñían, miles de bichos pasaban, miles de pasos corrían, miles de dedos arañaban, miles de labios sorbían, miles de espectros gritaban, miles de murciélagos chillaban, miles de cuadros caían, miles de sillas rechinaban, miles de puertas se cerraban, miles de látigos azotaban, miles de animales rascaban las paredes.
Rebecca resolvía un puzzle tras otro, un rompecabezas tras otro, un enigma tras otro. Encontraba una llave, una pieza, una llave una pieza, una llave, una pieza.
¿Es que tendría que resolver y encontrar una y otra y otra y otra vez? ¿Tendría que buscar y pensar, buscar y pensar, buscar y pensar?
La chica leía, un informe, una historia, una nota suicida, macabras inscripciones, tenebrosos rayones, crípticos mensajes.
Por todas partes había «¡Oh, Dios mío!» cuerpos. Miles de cuerpos, millares de cuerpos. Cadáveres. Demacrados, ensangrentados, torturados, despedazados, podridos, golpeados, mordidos, rasguñados, apaleados, acuchillados atravesados, empalados, destrozados, vapuleados, asesinados... Levantados.
Uno a uno se estiraban morbosamente, sonriendo a causa de sus mejillas despellejadas, chorreando una espesa y oscura sangre. Uno a uno subían sus cabezas, adelantaban sus piernas, abrían sus brazos en un terrible y macabro abrazo de putrefacción, de muerte.
Y Rebecca, lentamente, se acercaba, paso a paso, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Llena de pánico, intenso pavor, lloraba y gritaba, suplicaba y rogaba, pero no serviría de nada, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Los monstruos la miraban, con unos ojos blancos, en los que sólo se distinguía... El hambre.
La pobre chica casi podía escucharlos reírse de ella, mientras preparaban sus estómagos para un festín. Los cadáveres se empujaban, se jalaban, se tiraban unos a otros al suelo, para así poder ser los primeros en hincarle el diente.
La oscuridad se cerraba sobre ellos, atrapándolos, atrapándola, hasta que sólo podía distinguir los brillantes ojos de los monstruos, sus quejidos, Sus angustiados gemidos.
Y de nuevo corría, cada vez más rápido, hasta que sus piernas ardían, y ella lloraba, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Cuando por fin se detuvo, pudo mirar hacia atrás, y rápidamente, quiso volver a correr, espantada, pero no podía, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Blancos, llagados y horribles monos gritaban y aullaban, corrían hacia ella, seguidos también por una terrorífica amalgama de sanguijuelas con forma humana, la cual estiraba sus brazos de forma grotesca para apartarlos y así poder llegar hasta ella.
Delante tenía un teleférico, que la llevaría lejos, a salvo, la chica lo sabía, estaba segura de ello.
Un enloquecido, horripilante y desgarrador grito sonó desde todas partes. Una gigantesca criatura asexuada avanzaba lentamente, golpeando a los monos, destrozando al hombre hecho de sanguijuelas, caminaba hacia Rebecca. En una mano tenía una enorme y grotesca masa de carne, con gigantes púas en forma de garras. Su enorme corazón sobresalía de su pecho, de su piel blanca sobresalían todas sus venas, todas sus arterias. Su cara exhibía una enorme y burlona sonrisa, pues no contaba con unos labios que cubrieran sus dientes.
Y detrás de la criatura se arrastraba una monstruosa y colosal sanguijuela, una reina. Rebecca sabía que la reina le temía al sol y eso era lo que más la aterraba, pues ni siquiera un rayo de sol atravesaría la densa, húmeda y absoluta oscuridad.
Cuando las dos monstruosidades estaban a pocos pasos de alcanzarla, algo la empujó dentro del teleférico.
Al mirar hacia arriba, distinguió la hermosa sonrisa de Billy Coen. Mientras las puertas del teleférico se cerraban, con ella dentro, tirada en el suelo, estirada para ver a Billy, él se erguía, con su camiseta sin mangas, su tatuaje en el brazo, sus grilletes colgando de la muñeca derecha, apuntaba con una pequeña y por eso graciosa pistola en dirección a los horripilantes monstruos.
Rebecca quería levantarse, abrir las puertas y llevarle con ella, escapar junto a él, pero no podía, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Y la chica lloraba, desconsolada, gritaba y chillaba, pero nada servía, porque no tenía control sobre sus piernas. No tenía control sobre su cuerpo.
Billy le lanzó una última, triste y melancólica mirada, antes de que el teleférico se alejara, huyera, sin él.
Rebecca por fin podía moverse, y se tiraba contra la puerta, lloraba, gemía, desconsolada, lloraba y lloraba, hasta que la oscuridad, cirniendose sobre ella, le consumía.

Y por fin despertaba, sudando sobresaltada por la horrible pesadilla.
Lentamente, Rebecca se sentó en la pequeña cama, esperando ardorosamente que, donde sea que estuviera Billy Coen, estuviera sano y salvo.

Resident Evil    Devil May CryWhere stories live. Discover now