Capítulo 7; Quemaduras de tercer grado (Alex)

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— Creo que no te entendí bien. — Exclamó Carter el tiempo que achinaba los ojos. — A ver, repítelo, ¿Vamos a hacer qué?

Tomé una bocanada de aire, no sabía cómo decirlo sin que sonara descabellado.

— Vamos a robarnos un perro.

Carter frenó en seco y me miró anonadado. Abrió y cerró la boca varias veces, quizá buscando en el aire las palabras adecuadas. No creí que las encontrara pronto, así que lo tomé de la muñeca y lo obligué a reanudar la marcha. Escuché su respiración agitada tras de mí, pero yo no podía calmarme. Ya estábamos cerca, tan sólo faltaban unas cuantas cuadras para llegar a nuestro destino. Con cada paso que dábamos, el miedo escalaba dos centímetros más hacia mi pecho.

— Pero es que tú estás loco.

Hace algunas semanas había conseguido que mi madre me inscribiera en unas clases particulares de guitarra. Fue difícil hacerla cambiar de opinión respecto a lo que era o no bueno para mí, pues ella permanecía firme en su posición de la música sólo sería un distractor que me alejaría de lo que realmente importa en la vida. Por más que quise, no la contradije. Al contrario, le seguí el juego lo mejor que pude. Asentí a cada palabra que dijo, sin enojarme o refutar cuando soltaba algo que me parecía de lo más erróneo. Tuve que amarrarme la boca tantas veces que pensé que la mandíbula se me quebraría por la fuerza con la que apretaba los tientes.

No obstante, después de una larga conversación que duró más o menos un día y medio, ella terminó por acceder. No se veía muy convencida cuando me dio su permiso, posiblemente no lo estuviera. En lo que a mi respecta, creo que mi madre sólo quería deshacerse de mi arrebato lo antes posible. Fue la primera vez que aquel comportamiento suyo jugó a mi favor.

— Más te vale no hacerme gastar plata en vano. — Sus ojos negros lo decían todo, confiada en que el tiempo regresaría todo a la normalidad.  — ¿Me escuchaste, Alex? Donde yo llegue a ver esa guitarra por ahí tirada, la vendo y mando a arreglar el comedor. Te lo advierto.

Guardé silencio el resto del día por miedo a que cambiara de opinión. Ni siquiera dije nada cuando la vi telefonear a una amiga suya para preguntarle si su hijo estaría dispuesto a darme clases particulares de guitarra. Ese fue el cómo conocí a la primera persona que realmente me enseñó lo que era tocar un instrumento con el alma. 

Juan Diego trabajaba dando clases de guitarra para pagar parte de sus gastos diarios. No tenía mucha gente, así que se daba el lujo de personalizar un poco cada una de sus lecciones. Acordamos vernos cada martes y jueves. Como el horario no me representaba una dificultad y el costo no era tan elevado, Jonatan también estuvo de acuerdo. 

— ¿Por qué decidiste dejar las clases que dan en el colegio? — Fue lo único que me preguntó. Yo traté de ocultar mi emoción. 

— Porque siento que no me están ayudando a tocar de verdad. 

No sólo había encontrado algo en lo que no era miserablemente malo, había dado con la luz al final del túnel. En cuanto mis dedos se armonizaban en conjunto con la guitarra, el ruido de afuera se desvanecía. Sentía que sólo tenía hacer que el Sol y el Min vibraran de la manera en que yo quería para que el mundo por fin tuviera un orden ante mis ojos. Entonces, una tarde en la que estaba buscando la púa en el fondo de mi maletín, lo tuve más claro que nunca. 

Que ellos podían decir cuánto quisieran, cuanto se les viniera en gana. Yo jamás dejaría de vivir a través de las cuerdas.

— Alex, una cosa es robarse un perro pequeño, y otra muy diferente es robarse esa cosa. Dios mío, es que de sólo mirarlo me pesa, es inmenso. Parece un potro, o un ternero de dos semanas. — Miró de nuevo al perro por entre las hojas del arbusto y se acomodó los lentes. — O tres, no sé ¿Cómo mierda nos lo vamos a llevar sin que se den cuenta?

Cuando El Sol No Brilla (Gay 🏳️‍🌈)Where stories live. Discover now