Capítulo 01

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Desperté con un maldito dolor de cabeza y una sensación de desconcierto. Hubiera preferido no sentir nada y hacer oídos sordos de todo el taladro mental que circulaba dentro mí, al igual que ignorar el sonido que producía aquella habitación.

Todo era confuso en mi mente, un caos. Había demasiado color blanco por los rincones, luminosidad y frío; no tenía fuerzas para ponerme de pie y pronto me di cuenta de mi penosa situación: estaba en una camilla, con tubos en los brazos y una especie de sonda metida en la nariz , era tan incómoda que me la habría arrancado en ese preciso instante de no ser por la intervención de una desconocida mujer vestida con uniforme blanco, una enfermera, quien al verme enseguida me aparcó con sus gélidas manos sin siquiera preguntar.

«Señora atrevida», pensé.

Lo siguiente ocurrió demasiado rápido: hubo mucho movimiento en aquella habitación de hospital, tan hostil y tosca como lo son todas. Tras comprobar que yo había vuelto en "sí", la enfermera salió con pasos rápidos en busca del médico y yo me quedé solo y con una maldita sensación de fatiga en todo el cuerpo. Gruñí.

Es normal que las personas sientan aversión por algún lugar en específico. Hay chicos que detestan ir al colegio, algunos adultos desearían no pisar el sitio donde trabajan aunque deben hacerlo con tal de ganar el dinero suficiente para subsistir; hay quienes no les gustan los baños públicos, las bibliotecas, las filas en la estación del metro, o ser acompañantes de una persona cuando son días de rebajas en Harrods. Personalmente, preferiría ir a cualquiera de esos lugares en vez de estar aquí. Lo preferiría mil veces.

Odio los hospitales. Los detesto como nadie tiene idea. No me gusta el ambiente frío y turtuoso, la resonancia magnética, las enfermeras con rostro amargado, ni ver deambular las camillas que llevan a pacientes a una sala de urgencias mientras sus familiares se quedan en ascuas en la sala de espera. Aborrezco esa sensación de espera interminable en la que no sabes si todo estará bien al final de la jornada, a veces nada sale como uno desearía. Y, en especial... odio venir al hospital, oler y sentirme enfermo, necesitar el cuidado de personas externas y ser el centro de atención. Supongo que tengo motivos suficientes para estar molesto e incómodo de hallarme precisamente aquí.

    Y, como siempre, la parte baja de la pierna izquierda comenzó a dolerme.

—Carajo...

La puerta de la habitación se abrió y enseguida visualicé rostros familiares que me miraron detenidamente, al punto de confundirme un poco más. Uno de ellos, el de bata blanca y espeso cabello oscuro con algunas canas agolpadas por detrás de su oreja, era el doctor Robert Johnson. Un gran médico por excelencia, amigo de los Smith, muy apreciado por la familia, en especial por el difunto tío George. La otra persona era precisamente tía Mimi, quien se acercó a mí presurosa con un atisbo de preocupación y alivio impregnados en el rostro. Se pasó una mano por la espesa cabellera marrón oscuro y se apartó un mechón colocándolo detrás de su oreja.

El doctor Robert llevaba consigo una tablilla que se pasó bajo el brazo izquierdo para realizar su trabajo. Primero habría de revisarme antes de hacer las anotaciones correspondientes, aunque tía Mimi ya le había ganado al ser la primera en ir hacia mí. El rostro del médico era sereno y calmo, miraba los movimientos de Mimi de manera discreta y cuidadosa, como si le trajera paz verla más calmada de lo que seguramente no habría estado antes por mi causa...

Tía Mimi balbuceaba palabras que apenas pude entender. Me cogió una mano y se la pegó a la mejilla derecha cual María Magdalena y se arrinconó cerca de mis piernas. Quise apartar la pierna derecha cuando me percaté de sus intenciones de acariciarla; supongo que se dio cuenta porque enseguida alejó la mano.

The Mirror [McLennon] Where stories live. Discover now