Cuando salimos de allí, ellos se sentaron en una plaza a descansar. Hacía calor y agradecimos la sombra de los edificios, así como el agua fresca de la fuente. En Italia conocimos el frío más horroroso en Montecassino, pero también el calor más asfixiante en Roma. Parecía no haber término medio.

—¿No os apetece ver la ciudad? —pregunté.

—Por favor, Luca, concédenos un respiro —dijo Turner.

—No hemos parado en todo el día —siguió Fred—. Y este maldito calor...

—Mañana te acompaño a donde quieras —prometió Toni—, pero ahora necesito descansar.

Intenté relajarme, pero estaba inquieto y me moría de ganas de curiosear. No aguantaba sentado y no hacía más que pasear en círculos. Los estaba poniendo nerviosos y Fred me terminó «mandando a paseo» de una forma poco agradable. Decidí que era lo mejor que podía hacer.

—No hagas caso a este idiota—me avisó Turner—. Te vas a perder. Roma es muy grande.

—No digas tonterías —contesté—. No me iré muy lejos. Además, sé cómo pedir ayuda en caso de no ser capaz de encontrar el camino de vuelta por mi cuenta.

Al final, Turner terminó cediendo y tras sumergir mi cabeza en la fuente para refrescarme, me fui a dar una vuelta por mi cuenta. Disfruté mucho leyendo cada cartel que veía y olisqueando el aire cuando pasaba junto a un restaurante o alguna casa. Era temprano para que los italianos cenasen, pero no tanto para los americanos. Me crucé a varios compatriotas uniformados antes de llegar a la Piazza Navona.

Había poca gente porque mucha todavía se encontraba en el Vaticano o celebrando nuestra llegada. Me fascinaron las fuentes y la iglesia. En Nueva York no había nada igual. Ni siquiera parecido. Eran ciudades completamente diferentes, y sin embargo, me encontraba a gusto. Estaba deseando describirle todo lo que había visto a Tosca en una carta, cosa que, hasta aquel momento, nunca había ocurrido. Se respiraba tanta paz y tranquilidad, que nadie diría que estuviésemos viviendo una guerra. O quizás estaba demasiado extasiado como para reparar en los niños hambrientos y en los edificios dañados por los bombardeos. Fuera como fuese, sentía que había encontrado una parte de mí que nunca había sentido que me faltase. Empezaba a entender muchas cosas.

Un niño que estaba jugando al pilla-pilla con sus amigos se chocó contra mí. Dio un paso hacia atrás, me miró a los ojos, y después salió corriendo, asustado. Aquello me recordó la realidad. Yo era un soldado, y pese a todo, los soldados dan miedo.

—¡Eh! —lo llamé.

El niño dejó de correr y se dio la vuelta con miedo. Saqué un paquete pequeño de galletas de mi bolsillo y se las ofrecí.

—No debes tenerme miedo —dije en italiano—. Ten, seguro que tenéis hambre.

Él y el resto de niños miraron las galletas. Estaban muy delgados y vestían con ropas harapientas. Me veía reflejado en ellos. Yo también había experimentado la pobreza en mis propias carnes. No podía evitar compartir mi comida cada vez que veía a alguien desafortunado, pese a las múltiples regañinas de Turner cada vez que lo hacía.

El más pequeño se acercó a cogerlas, pero el niño al que se las había ofrecido me miró con desconfianza, agarró por el brazo a su amigo y lo obligó a alejarse. Me decepcionó que no las aceptasen, pero en parte era comprensible. Yo era un extraño para ellos, no sé por qué esperaba que aceptasen la comida que les estaba ofreciendo. Suspiré, miré mis galletas y las dejé en el bordillo de la Fuente de Neptuno por si acaso cambiasen de opinión.

Caminé por la plaza y me senté frente a la iglesia en una fuente central coronada por un gran obelisco. Me detuve a observar a mi alrededor. Me llamó la atención la curiosa forma alargada de la plaza, así como el edificio que tenía ante mí. No sabía su nombre ni su antigüedad. Aquella cúpula destacaba sobre el resto de edificios, pero sin romper la perfecta armonía del lugar. Sentía curiosidad por ver su interior, pero seguía sin saber en que punto de mi relación con Dios me encontraba. Tras pensarlo mucho, decidí entrar, aunque fuese solo un instante.

Abrí la puerta con cuidado para no hacer mucho ruido, pero allí no parecía haber nadie. Lo primero que noté, fue el cambio de temperatura. La iglesia era un refugio del calor asfixiante de la calle. Alcé la cabeza para contemplar los frescos del techo y el interior de la cúpula. Sentí como me tiraba la herida del cuello, aquella provocada por el disparo en Cisterna, pero no me importó. Estaba maravillado por aquellos colores azules y dorados. Una vez más, no había nada comparable en Nueva York.

Había varios altares con esculturas de mármol. Me acerqué al principal y acaricié uno de sus candelabros dorados. El metal estaba frío.

—No deberías hacer eso —dijo una voz femenina.

Aparté inmediatamente mi mano del candelabro y me giré hacia la voz. Había una chica joven sentada en uno de los bancos. Con la emoción, no la había visto al entrar. Parecía algo menor que yo y llevaba un vestido azul claro muy gastado con un lazo en la cintura. Estaba sola y parecía algo triste.

—Lo siento. Pensaba que estaba solo.

—Hablas mi idioma —dijo con una tímida sonrisa.

Asentí y me acerqué a ella. Le pedí permiso con la mirada para sentarme y ella se hizo a un lado, dándome a entender que aceptaba mi compañía.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Laura.

—Como mi madre... —Sonreí—. Yo soy Luca, Luca Costa.

—Un placer.

Aprovechando mi situación en el banco, alcé la vista de nuevo para contemplar una vez más aquellos frescos.

—Es maravillosa —comenté—. En Nueva York no hay nada igual.

—Sí que lo es. —Sonrió—. Aquí se conocieron mis padres. Por eso llamaron a mi hermana Agnese. Esto es lo único que me queda de ellos... —Suspiró.

—Lo lamento —dije al comprender que habían fallecido.

—Han pasado dos años y no logro hacerme a su ausencia. A veces es tan difícil seguir adelante, tan agotador... Pero alguien tiene que cuidar de Agnese. Ella es lo que me da fuerzas cuando todo parece perdido.

—Yo también perdí a mi padre cuando era niño.

—¿Qué le ocurrió?

No sabía cómo contestar a esa pregunta. Mentir era más fácil, pero ella me había contado algo muy personal y quise corresponder diciéndole la verdad, pese a que pudiese resultar chocante.

—Fue asesinado.

—Vaya...

Ninguno de los dos quería continuar con aquel tema. Era demasiado doloroso. Pensé en mencionarle el calor que hacía en el exterior, pero no quería que la conversación cayese en la trivialidad. Comentarle lo mucho que me dolían los pies me pareció superficial, y volver a mencionar la iglesia, repetitivo. No es que fuese un silencio incómodo, pero Laura tenía algo atrayente y deseaba descubrir más cosas acerca de ella.

—Así que Nueva York... —dijo, haciéndome suspirar de alivio.

—Sí. Pero mi familia es de Italia.

—¿Ya habías estado aquí antes?

—No, qué va. —Sonreí—. Esta es mi primera vez.

—Ojalá hubieses venido en mejores circunstancias.

Por casualidad, nuestras miradas se cruzaron. Tenía los ojos de un color castaño oscuro. Desprendían tristeza, pero también mucha fuerza. Era la expresión de una luchadora. Por algún motivo, me entró la vergüenza y tuve que apartar la vista.

Una niña de unos diez años entró corriendo en la iglesia. La reconocí. La había visto jugando al pilla-pilla con el niño que se había chocado conmigo. Le sangraba el codo y estaba a punto de llorar.

—¡Laura, Pietro me ha tirado al suelo y...!

Al verme, se detuvo en seco. Sonreí, pero ella se encogió más todavía. Me pregunté si el problema sería yo o el uniforme. Esperaba que fuese el uniforme. Laura se puso en pie.

—Me tengo que ir. Ha sido un placer conocerte, Luca.

—Lo mismo digo.

Las observé marcharse de la iglesia. Antes de salir por la puerta, Laura se giró a verme una última vez y se despidió con una leve sonrisa.

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