2. ¿𝔔𝔲𝔢́ 𝔰𝔢 𝔰𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔰𝔢𝔯 𝔱𝔞𝔫 𝔣𝔯𝔞́𝔤𝔦𝔩?

33 7 5
                                    

Los años pasaron, yo crecí, cambié completamente, ¿para bien? No lo sé, pues personalmente me siento bien, pero mis acciones siempre fueron rechazadas por los demás, viéndolas como algo repugnante.

Debido al estrés que era estar en casa junto al señor que llamaba padre, decidí buscar alternativas para descargar ese inmensa rabia hacia él, pues las ganas de estrangularlo una de las tantas ocasiones que terminaba inconsciente fuera de su habitación estaban muy presentes.

A pesar de tener once años, comencé a experimentar ese odio del que tanto hablaba mi progenitor. Al fin esa interminable llama consumía mis entrañas, provocándome una sensación de tener el poder de realizar cualquier acto con tal de apagar ese fuego interno. Tenía en cuanta la desventaja que llevaba con mi padre al ser un hombre alto con un posible récord criminal; nunca dudé que el señor Kvarforth tuviese sangre ajena en sus manos. Aún no podía asesinarle o siquiera hacerlo sufrir en lo más mínimo.

Él era masoquista, extremadamente masoquista. Las veces que le pillé saliendo de su habitación en pleno ataque, pude observar muchos cortes en su piel, tantos que sus brazos y pecho estaban empapados con ese tinte carmesí; no comprendía el propósito, incluso me daba miedo toparme con él en ese estado, siempre entre sus dedos cargaba un cuchillo de cocina, dándole un aspecto como las mismas películas de terror. Solía encerrarme en mi habitación cuando intuía lo que ocurría detrás de su puerta.

Un día me topé con él de frente en las escaleras, siendo la ocasión donde más miedo me otorgó su presencia. Lo vi de pie, como si me esperara para cuando tuviese que ir a mi alcoba. Su piel era un lienzo rojo, y en su rostro pude ver al mismo Satanás; me miraba con ese cuchillo en su mano, dejándome helado y con la sensación de que lo utilizaría para degollarme. No pude ocultar el terror en mis ojos, no pude resistir ese impulso natural de retroceder mi avance. Verlo de pie sin emitir ningún tipo de sonido, no me dio buena espina.

—¿S-Se te ofrece algo, padre? —Tuve la valentía de preguntar lo más calmado que pude, aunque en mi interior sólo quería huir.

No respondió, simplemente lanzó hacia mí el cuchillo, quedando este a unos cuantos escalones frente a mí.

—Utilízalo cuando quieras apagar la llama. —Tras decir esto, giró sobre sus talones y regresó a su respectivo cuarto.

En primera instancia me negaba a hacerlo, aún quería mantener mi cuerpo intacto, no quería destrozar mi piel... Mi padre era un lienzo completo de cicatrices, no quería ser igual.

Ahora, viéndolo de otra manera, tampoco se ve tan mal; sí, mis tatuajes quedaron prácticamente eliminados, con la tinta escurrida, y en mis brazos yacen decenas de cicatrices, unas tan profundas que sobresaltan entre las demás. No estoy orgulloso realmente, pero si soy sincero, no me afecta en lo más mínimo.

Tomé el cuchillo del suelo, examinándolo por unos segundos, donde mi mente me decía una y otra vez que lo intentara, que pasara ese filoso objeto por mi tierno brazo sin corromper. Él me lo ofreció, el permiso de autodestrucción siempre estaba latente; pero me negué, fui cobarde y rechacé esa oportunidad de extinguir el creciente incendio.

Me estaba quemando, pero decidí resistir como si tuviese fuerza, como si las palabras de mi madre acerca de mi persona fuesen ciertas... Jamás fui valiente, sólo fingía tener una pizca de cordura en mi sistema.

Lavé el cuchillo mientras lloraba como un imbécil, cuidándome de que el Diablo no me viese en esa situación tan humillante, pues cada vez que dejaba salir mis lágrimas, este recalcaba una y otra vez lo débil que era, la vergüenza que representaba tener un hijo tan débil de mente, en lo tanto que me parecía a la zorra de mi madre y en lo cuánto nos odiaba.

KvarforthWhere stories live. Discover now