𝟥. ℭ𝔞𝔪𝔟𝔦𝔬𝔰

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Crecí, amplié mis horizontes en cuanto más cerca del precipicio me encontraba. Mi mente comprendió que los demás debían sufrir, porque la vida sin dolor no es la misma, incluso la muerte sin esa pizca de sufrimiento sería tan básica que a mí mismo me daría vergüenza llegar a perecer de esa manera.

Sé que mi rumbo es definitivo, la muerte llega en algún momento; la mía ya está por llegar, por eso ando recordando y reflexionando cada cosa que llegó a mi vida.

El incidente del gato me trajo la llave al camino sin retorno.

Cualquier objeto punzo-cortante que encontraba, así estuviese en mal estado o nuevo, debía ser probado por mi piel, debía sentir el cómo su filo pasaba suavemente por mi lienzo o debía presionar más. No importaba, el dolor me daba satisfacción, la sangre de alguna manera logró otorgarme excitación y el probar tal sustancia me hacía sentir más vivo que nunca.

A partir de ese día, cada animal que me topaba sufría en mis manos, desde lanzarles piedras, apuñalarles con navajas, ahorcarlos, quemarlos vivos hasta que sus gritos de dolor cesaran y el olor a piel chamuscada comenzara a impregnar el ambiente. Cada uno de esos seres tuvo una muerte dolorosa, perecían de la forma más ruin que se me ocurría en ese momento, porque siempre tenía en mente otorgar el sufrimiento como liberación a su posible tormentosa existencia; en cierta parte, ejercí el rol del depredador.

A raíz de no saber qué hacer con cada animal que mataba, decidí enterrarlos en el jardín de mi madre; y como si la vida me diera un mensaje, aquellas plantas muertas volvieron a renacer en un hermoso entorno lleno de colores. El aroma me recordó por un segundo a lo que era, a lo que en un momento fui junto a ella, a lo feliz que fingía ser.

La muerte es necesaria para crear cosas nuevas, de eso me di cuenta. Cada cuerpo bajo tierra valió la pena para mantener la esencia de mi madre aunque fuese por unos instantes... Y si soy sincero, aún sigo cuidando ese jardín; hoy se encuentra seco porque es invierno, y es una lástima, porque tal vez ese paisaje sea lo último que vea.

Cuando estoy tenso, reflexivo o con unas cuantas sustancias encima, acercarme a ese lugar de la casa me trae una paz que no puedo explicar con palabras, como si ella estuviese ahí, arropándome con su esencia.

A veces la extraño. Cuando mis momentos de lucidez opacan el caos en mi mente, cuando la cordura y el arrepentimiento chocan contra mi interior y el frío desciende hasta cierta calidez anormal, es cuando pienso en ella.

Es curioso el contraste que hacen en mí unas cuantas pastillas, es como si apagaran en interruptor del odio y lo encapsularan en algún rincón desconocido. Por suerte, ya me deshice de ellas; ya no tengo por qué ocultar lo que mi interior pide a gritos.

Recuerdo que mi padre siempre dejaba salir a la bestia; sus gritos de agonía, su cuerpo cubierto de sangre, las marcas en su piel... No puedo olvidar su rostro empapado de rojo cuando, sin venir a cuento, estrelló su cabeza contra la pared de la cocina, dejando un pequeño desperfecto que todavía sigue ahí. Nunca he llegado a esos extremos de golpear mi cabeza contra algo.

El tiempo pasó, y conforme crecía, las heridas se fueron agravando, cortándome seguido los brazos, empezando a fumar y tomar de las drogas que mi padre tenía en su habitación. A los quince ya era un adicto al cigarrillo y a la cocaína, mi estado demacrado dejaba ver que algo no andaba bien en casa.

Llamaron a mi padre varias veces al colegio, fingía ser un hombre de bien para ese asunto, pero al llegar a casa lo único que hacía era marcar su mano en mi mejilla. Ya no dolía como solía hacerlo, así que sólo bajaba la mirada al suelo y esperaba su reclamo.

—No sé por qué me mandan a hablar una y otra vez por tu jodida culpa. Si fuera por mí, ni irías a clases, que no sirve para nada esa porquería. —Inhalaba profundo, para después marcar mi otra mejilla, ejerciendo más fuerza que vez la anterior.

KvarforthWhere stories live. Discover now