Capítulo 9: El salón del trono

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−Te he traído aquí porque es el mejor sitio de este pueblo−dijo Cecilia.

Mateo echó un vistazo alrededor. Era una peluquería abandonada cuyos espejos estaban hechos trizas y desparramados por el suelo. Uno no podía dar un paso sin oír los crujidos, temiendo que algún cristal se clavara en las deportivas o que, incluso, alcanzara un pie.

Cecilia se acomodó en una silla giratoria.

−Abre ese armario y trae aquí lo que hay dentro.

A Mateo no le hacía mucha gracia ese tono autoritario habitual en ella, pero no pudo evitar hacerle caso.

−Pon las velas en esa repisa y enciéndelas. No, ahí no. En ese lado. Un poco más separadas. ¡Pero tienes que quemar la base con el mechero o se caerán! Vale, ahora, enciéndelas.

Cuando las llamas dejaron de ser tímidas lucecitas y crecieron hasta su tamaño máximo, la peluquería se convirtió en un lugar mágico. Cecilia, allí sentada, rodeada de reflejos plateados, parecía la princesa de un reino lejano. Una princesa que dejaba al descubierto unas piernas larguísimas y cuyos ojos temblaban con aquellas luces vibrantes.

−¿Cómo sabías que esas velas estaban ahí?

−Las traje yo. Tengo muchas cosas aquí guardadas. Lo malo es que no puedo venir muy a menudo.

−¿Y no tienes miedo de que te las roben?

−Le hice algo a la cerradura y ahora nadie más puede abrirla. Esos imbéciles que entraban aquí a destrozar todo se han tenido que buscar otro sitio. No te acerques a ese rincón. ¡Hay hasta jeringuillas usadas!

Mateo vio un manchurrón negro en la pared, señal clara de que se había encendido un fuego. A pesar de las velas y los reflejos, el rincón parecía un lugar bastante siniestro.

−¿Por qué te gusta tanto este sitio? −preguntó.

−Era de mi madre. ¡Vamos! Elige una −dijo Cecilia señalando las otras sillas.

Mateo arrastró una para ponerla a su lado y se sentó de manera que los dos parecían presidir un salón del trono. Tenía frío por culpa de lo empapado que estaba y, con toda seguridad, ella debía de tenerlo también.

−¿Alguna vez has besado a una chica?

−¿Qué? ¿Por qué?

En lugar de una respuesta, Mateo se encontró con Cecilia sentada en sus rodillas.

−No estaba segura de que fueras a estar en el bar −dijo ella. −¡Todo el mundo iba a estar en el bar, pero tú no eres como los otros!

Ella le tomó los brazos y se rodeó la cintura con ellos.

−Ahora tienes que besarme.

Mateo estaba tan paralizado que no sabía que hacer. De pronto se encontró con sus labios pegados a los de ella. Eran cálidos y sabían a zumo de piña y pensó que ninguna sensación en el mundo era tan agradable como aquella. Los dos entreabrieron la boca y sus lenguas se rozaron. De inmediato se separaron, un poco avergonzados.

−Es un poco raro a veces. ¿Te ha gustado? −preguntó Cecilia.

Mateo asintió sin ser capaz de emitir un sonido que se pareciera a "sí".

−¿Lo hacemos otra vez? −dijo ella.

Mateo volvió a asentir.

−¡Mira quién está aquí! ¡El pasmao y la pasmá!

La cabeza de Rodri asomaba por el hueco de la puerta y antes de que nadie más dijera una palabra, su balón ya se había colado dentro.

−¡Nos estás interrumpiendo! ¡Lárgate de aquí! −gritó Cecilia.

−¿No decías que nadie más podía abrir la puerta? −preguntó Mateo.

−Yo que sé cómo lo habrá hecho. ¡Que te vayas! −volvió a gritar Cecilia dirigiéndose a Rodri.

−¿Y qué es lo que estoy interrumpiendo, si puede saberse?

−¡Que te largues he dicho!

Cecilia se bajó de la silla y agarró un trozo de espejo del suelo.

−Ey, ey, ey... ¿de qué vas, tía? ¡Baja eso! −dijo Rodri, un poco asustado−. ¿Sabes, pasmao? Una vez me trajo aquí y también me besó.

La imagen de Cecilia, la niña rica del pueblo, la perfecta alumna de clase, besando a Rodri se le hizo amarga a Mateo. En parte por celos y, en parte, porque aquellos dos no pegaban ni con cola. Claro que... ¿acaso pegaba él con Cecilia?

−A lo mejor tu padre tiene razón −dijo Rodri.

−¡Cállate! ¡Vete de aquí!

La voz de Cecilia se rasgó y avanzó con el cristal en la mano. Mateo se bajó de la silla y la sujetó por los hombros.

−Ceci, cálmate, anda.

−¡No me llames Ceci! ¿Por qué me llamas Ceci? Así es como me llama mi padre. ¿Es que os habéis empeñado los dos en fastidiarme?

Rompió a llorar y se escurrió de las manos de Mateo para acabar de rodillas.

−Levántate, vas a cortarte −dijo Mateo.

−Yo no he venido a fastidiar. He venido a avisarte −dijo Rodri. −Tu padre te está buscando y se ha puesto como loco. Ya sabes las burradas que dice de ti y no le importa quién esté delante. Pensé que estarías aquí y es mejor que él no descubra este sitio. Más vale que te encuentre en otra parte.

Cecilia seguía llorando sin consuelo. Deshizo su coleta y se empezó a revolver el pelo mientras refunfuñaba con rabia. Cuando pareció que ya no podía revolverlo más, se levantó y fue hasta un armario desvencijado del que sacó unas tijeras. Se plantó frente a un único trozo de espejo que sobrevivía pegado a la pared. La imagen era terrible: aquella chica con unas tijeras, cara de loca y pelo enmarañado a la luz de las velas y la tormenta.

−Pero, ¿qué vas a hacer? −preguntó Mateo.

−Te juro que mi padre no me vuelve a hacer una coleta en su vida.

Y dicho esto, empezó a cortarse el pelo.

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Pero, ¿qué le pasa a esta chica? ¿Te has quedado tan desconcertado/a como Mateo y Rodri? Encuentra la respuesta en el próximo capítulo. :)

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