Tras las murallas del palacio.

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—¿Qué es la seda? ¿Igual está hecho de eso?

—La seda está hecha a partir de los hilos de un gusano —Shimon hizo un gesto de desagrado, Yugi rió—. No es tan asqueroso, se lo prometo. Los montsuki igual están hechos de eso. Se componen de varias capas, una yukata sencilla, un kosode con su haori , un cinturón sencillo, los hakama, un obi y el haori himo.

La cara del maestro era un poema. No había entendido nada de lo que su pupilo había dicho, parecía que él era el alumno.

Gomen, la yukata es una prenda larga, de mangas no muy anchas pero largas. El kosode es parecido a la yukata pero que se usa especialmente para el montsuki. Haori es parecido a un camisón de manga ancha y larga. El obi es lo que sujeta los hakama, los cuales son los pantalones. Por último, el haori himo son cordones que van a la cintura —haciendo una expresión de sorpresa el viejo se acomodó en su silla. Demasiados nombres para un atuendo—. ¡Oh! los pies se cubren con algo llamado tabi y las sandalias, zori, son de madera.

—Con lo fácil que es usar un cinturón para amarrar tela... —dijo cruzando sus manos en la mesa. Gesto que le recordó a Yugi cómo su abuelo hacía lo mismo cuando se quedaba pensando.

—Mi abuelo, me regaló uno antes de morir... —aquella prenda le tenía mucho cariño. Ese hombre que consideraba un padre le había dicho que lo usara cuando se casara—. Sólo me lo probé una vez.

Un silencio brotó entre los dos. La nostalgia invadía los pensamientos del menor. No tenía mucho que lo había perdido. Poco antes de caer en el pasado se habían cumplido seis meses. Aún podía recordar la calidez de su mano sobando su cabeza cuando terminaban de cepillar un caballo. Y cómo olvidar aquel día donde le enseñó a montar. Las lágrimas empezaban a hacer mella, no lo hablaba con nadie, le daba vergüenza dar pena ajena.

—Yugi, tengo una idea —Shimon, quién estaba recargado en la mesa, habló repentinamente—. ¡Muéstrame cómo es esa prenda!

—¿El montsuki? —los restos de las lágrimas se aglopaban en las orillas, mojando las pestañas oscuras del japonés.

—¡Mandaré a la misma modista del faraón a hacerlo!, no importa si no es seda —el mayor abrió un cuadernillo que reposaba a su lado, el cuál había usado en todas sus sesiones para anotar lo que su pupilo le contaba—. ¿Qué tal si intentas hacer un dibujo de cómo es?

Después de decir eso se levantó rápidamente. Yugi estaba extrañado pero con una sensación de dulzura en el pecho. La acción de su maestro había sido muy generosa, como si quisiera que no extrañara tanto su tierra.
Empezó a dibujar cada una de las prendas, lo más explícito que podía. No tenía idea de dónde podría sacar color negro, o cómo entendería la modista aquellos garabatos. Al cabar lo checó nuevamente. No parecía que su maestro regresara pronto. Levantándose de su asiento caminó entre los pasillos. La luz del Sol daba de lleno, resaltando los frescos en las paredes. Sirvientes yendo de un lado a otro, guardias postrados en las puertas. Poco a poco Yugi se encontró con más y más gente del palacio. Doblando la esquina a la derecha en el pasillo, se topó con una sala no muy grande en donde varias mujeres ordenaban prendas y las lavaban. Al otro lado de la habitación varios sirvientes entraban y salían.

“Debe ser la parte de atrás... Quizá un lateral” pensó el ojiamatista.

Peinando la zona pudo divisar cestos donde ropa un poco más fina estaba doblada, seguramente era de alguno de los Seis. Encima de uno reposaba una capa de color crudo.
Su corazón dió un salto. No. No podía pensar en eso, era peligroso salir. Yugi se aferró a su faldón.

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