Su hermano no contestó mientras examinaba el pez unos segundos más.

—¿Lo enterramos junto a los otro Apolo? —le propuso finalmente.

La chica clavó su mirada en él: —Lo tiramos por el váter.

Isaac asintió con solemnidad.

Después del quinto Apolo muerto habían dejado de enterrarlos entre los geranios de su padre. Ese era el decimotercero, pero su hermana seguía decidida a tener un pez naranja y no había persona en la tierra que no sucumbiera a su carita de pena cuando pedía un pececito naranja.

Sin demasiadas dilaciones procedieron a la vaterción. Ninguno de los dos sabía ya que palabras dedicarle a Apolo, que parecía empeñado en morir una y otra vez irremediablemente, así que en silencio observaron como desaparecía engullido por el agua.

Al menos el váter estaba limpio y desprendía un agradable olor a pinos y limón. Así no parecía un acto tan frío y cruel.

Después de la ceremonia, y de haberle prometido a Elia que el próximo Apolo sería diferente (Isaac no acababa de entender por qué se empeñaba siempre en ponerle el mismo nombre), volvieron a su estudiada rutina.

Con el cielo adquiriendo ya poco a poco cálidas tonalidades, se instalaron en la barra de la cocina para desayunar mientras acababan de ver el capítulo de CSI que habían empezado la mañana anterior. Iban ya por la novena temporada.

—¡Elia! ¡Cómo tardes más te dejo aquí! —gritaba el mayor media hora después. Su hermana bajó galopando las escaleras mientras se acababa de colocar la mochila.

—¡Ya estoy! ¡Ya estoy! No seas tan gruñón.

—Ja ja. Muy graciosa. Pero gruñón se pondrá papá cuando se entere de que has vuelto a llegar tarde —la chinchó con las cejas levantadas.

Su hermana le sacó la lengua al pasar por la puerta. Cada día apuraban más.

Isaac soltó un suspiro divertido antes de emprender la marcha hacia el instituto. A paso rápido anduvieron las calles que tanto se conocían, que los habían visto crecer, jugar, caer y volver a levantarse de nuevo para seguir jugando.

La señora de la 3226 los saludó desde su sillón de cuadros en el porche.

Era el epíteto de la vida americana, solo faltaba el autobús amarillo, pero vivían demasiado cerca del instituto como para tomarlo.

«Y andar es sano» siempre repetía su madre.

Ambos saludaron a la mujer antes de girar en la esquina donde un impaciente Áleix los esperaba con una bufanda rodeándole el cuello, la nariz bien roja y el pelo castaño claro bailándole alrededor de la cabeza al son de la brisa matutina.

Consultaba la hora en el móvil cada veinte segundos, o puede que cada diez, como si así el tiempo fuera a pasar más deprisa. Acababa siendo todo lo contrario.

Ni siquiera los saludó.

—¿Ha pasado Apolo a mejor vida? —les preguntó con los ojos algo más abiertos de lo normal. Siempre que lo hacía la respuesta era afirmativa.

Isaac asintió con resignación mientras su amigo se sumaba un punto más. Había sentido la muerte de Apolo ya trece veces. Era... bastante siniestro.

Por suerte o por desgracia, no tardaron mucho en olvidarse del tema y, a paso rápido para no llegar tarde, empezar a conversar animadamente.

Cuando a un par de calles del instituto el autobús escolar los adelantó fue cuando se dieron cuenta de que tenían de empezar a correr. No llegaban.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now