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Elizabeth Thompson. 3 de agosto del 2017, el Olimpo.

—Astra, hija de Atenea, y Elizabeth Thompson —llamó Zeus en una voz imponente—. Al frente.

Ambas caminaron hasta quedar cara a cara con los doce dioses que los veían con seriedad, Zeus y Hera encabezaban la docena.

El paso de Astra fue seguro, su cabello en una apretada coleta alta se balanceaba con el helado viento matutino, su traje de cuero negro de pantalones y blusa de tirantes grueso se ajustaba a su esbelto cuerpo, su apariencia era elegante, ágil y superior. Parecía no tener ni un ápice de frío.

En cambio, Elizabeth parecía lo que siempre había sido: un pequeño cordero asustado caminando a la boca del lobo. Su espalda estaba ligeramente jorobada, sus ojos estaban ligeramente más abiertos que de costumbre y mantenía los puños cerrados para no temblar o jugar con sus uñas. No sabía lo mucho que se notaba.

Se detuvieron, una a lado de la otra con un solo metro de separación, los semidioses en las gradas se mantenían callados, emocionados por la batalla que se daría a continuación, ansiosos de ver un poco de sangre salpicar la tierra.

Elizabeth había optado por una ropa sencilla, no tan holgada para que no interfiriera con sus movimientos, pero tampoco una tan apretada para que no le incomodar. Era una blusa blanca de manga larga ligeramente ajustada, unos pantalones de cuero negro elásticos y unas botas al tobillo de un color marrón oscuro.

Su larga cabellera blanca estaba atada en una trenza apretada de la cual unos cabellos se desprendían por el viento.

—Creo que ya todos saben por qué estamos aquí —habló Hera en voz alta, con sus fríos ojos de un marrón claro sobre Elizabeth—. Hoy, Astra y Elizabeth lucharán a muerte para determinar la posición de la mundana.

Astra no quería estar ahí, sabía de la determinación de Elizabeth, lo había visto en el salón del trono, justo cuando enfrentó a Zeus, pero no sabía que tan buena era con la magia y la espada, a fin de cuentas, no llevaba ni dos años en entrenamiento.

Sabía del repentino interés que Arsen había tomado con Elizabeth cuando la albina había llegado al Olimpo, y también sabía lo muy decepcionado y desilusionado que se pondría si ella matara a Elizabeth.

Sin embargo, ese era su deber, dar todo de sí para probar que Elizabeth se merece su puesto como salvadora del mundo.

—Les diré las reglas —informó Ares—. Tendrán que escoger un máximo de dos armas de esas mesas —señaló aquellas que estaban a cada extremo del campo, repletas con armas de todo tipo—, se vale hacer cortes, golpes, patadas, robo de armas y el uso de sus dones, no se puede hacer corte de extremidades, asesinato de su oponente o usar distracciones, tampoco estar a la defensiva en toda la batalla. La prueba termina cuando una de ustedes quedé en un punto imposible de sobrevivir. Ni un ataque fuera del campo, hacia nadie más que su oponente.

Ambas asintieron, se encaminaron a su respectiva mesa de armas y escogieron.

Mientras que Elizabeth escogió su espada de siempre y su brazalete de serpiente, Astra escogió sus dos dagas gemelas de punta curva y su espada. Todos las miraban, expectantes.

Las armas en sus manos se sentían ligeras, cómodas incluso, Elizabeth optó también por ponerse un par de guantes sin dedos, evitaría que su piel se lastimara y que soltará la espada por accidente.

Bendecida Por Los Dioses (Libro 1) Where stories live. Discover now