Capítulo 30. Quien confía, pierde

197 48 31
                                    

"En uno de sus intentos por ser feliz, ella lo perdió todo. Sí, la dignidad también. Ahora es inmune, y señores, no es por alarmar, pero anda suelta."

Roy Herbach.


—¿Enserio no lo vas a querer de regreso?—. Pregunté pasando de una palma a otra el anillo, este cayó en uno de mis jueguitos estúpidos repicando sobre las escalinatas del pórtico de la catedral frente a Vía Cristal. Mis pupilas siguieron cada movimiento del aro que terminó por detenerse tras unos inestables tamborileos, lo recogí después y se lo extendí esperando que lo recibiera de buena gana.

—Es que te estoy diciendo que no, tía. Si lo que comprado para ti, no tiene ningún caso que lo devuelvas—. Respondió con ambas manos escondidas dentro de los bolsillos de su chaqueta. No hizo ni el mínimo intento por tomar la sortija; llevaba la mirada perdida en el horizonte de la plaza, ni siquiera parpadeaba para lubricar sus ojos, él se mantuvo estático por incontables segundos posteriores.

—¿Pero qué caso tiene que lo lleve yo, hombre?—. Suspiré incómoda. —Podrías venderlo o empeñarlo y comprarte un móvil nuevo, finalmente, no somos nada desde ahora, está clarísimo, y ya está, no importa—. Espeté notando que al exhalar mi aliento se transformaba en humo grisáceo a causa del frío. Al igual que mi opuesto, y tratando de resguardarme del adormecimiento, sumergí mis manos en el abrigo haciendo puños de estas para mantener el calor corporal.

—Quizás ahora no lo seamos más, pero hemos sido todo por mucho tiempo, insisto, deberías conservarlo como un buen recuerdo—. Sugirió juntando sus rodillas y atrayéndolas a su pecho, recostó su mejilla izquierda sobre una de estas. Él no me miraba ni por error, pero yo no podía evitar observarlo de reojo, era ineludible que el corazón me crujiera ante el rompimiento definitivo.

—Ya va, no es momento de ponernos cursis, ya ha pasado Xavi, déjalo ahí—. Respondí tras unos instantes de molesto silencio mientras distraía la mirada en las farolas que enceguecían algo más que mis luceros.

—¿Así de rápido sabes perdonar? Quién lo diría—.

—Que no te he perdonado, es sólo que lo estoy pasando por alto para no perder más la dignidad, creo que ya ha sido suficiente—. Musité con atisbos de desgano y malhumor, nunca en mi vida fui más parca que en esa oportunidad —¿De verdad todo esto es por Ariana?—.

—Es mi mamá, Marggie, de verdad todo esto es por ella—.

Y le creí.

Le creí ciegamente, le creí sin cuestionar, le creí porque dentro de mí confiaba, y porque cuando nos enamoramos hasta los huesos creemos ver en alta calidad aunque llevemos millones de vendas cubriéndonos los ojos. Confiamos hasta que el corazón nos explota de sinceridad y el pecho se nos infla de orgullo, confiamos hasta que nuestros sentimientos se anteponen a nosotros, aunque es necesario precisar que a veces estos se equivocan, y vaya que se equivocan hasta el abismo de lo incierto. «Adiós, hasta nunca», pensé, y en mis más recónditos silencios deseé que fuera un hombre feliz, que algún día, encontrara el amor, ese amor que le faltó para darme y a mí me sobró con creces.

Esa noche recé, recé y recé por él... porque yo ya no le necesitaba.

Pero no sospeché que él tampoco me necesitara más, porque le tenía ella.

—¿Podremos reconstruirlo algún día?—. Quise saber. Era el momento de mantener cierta esperanza o simplemente descartar y moverme.

—Supongo que no, la he jodido, Margaret, ya no lo mereces más ¿No crees?—.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora