Capitulo 7. Decepción a la carta

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A cada decepción,

un buen día, le llega su olvido.

Anónimo.

Domingo 23 de agosto, 2017.

En un abrir de cerrar de ojos ya nos encontrábamos allí, ambos de pie sin cruzar palabra frente a un imponente edificio de unos diez pisos de alto. La moderna construcción estaba cubierta por finísimos vidrios templados tan relucientes que el astro rey, en su máximo esplendor, disfrutaba reflejarse en su transparencia. A los lados, un par de bellos jardines decorados con arbustos bien recortados y uno que otro colorido rosedal, daban la bienvenida a todo tipo de pacientes, desahuciados o no, acudían presurosos a sus respectivos tratamientos médicos. Algunos en sillas de ruedas, unos pocos en muletas; niños, jóvenes y adultos movían sus piernas con agilidad hacía la puerta de ingreso.

—Que escalofriante debe ser estar enfermo—. Dijo "Muerte" para romper el hielo mientras soltaba mi mano haciendo un gesto nada sutil de asco. Yo la había tomado la suya segundos atrás para "transportarnos", si es que es la palabra correcta, desde los pasillos del purgatorio hacia la clínica central de la ciudad, la misma que dispuso de enviar médicos el día de defunción.

—Lo es, ¿Es que acaso jamás has enfermado? ¿De nada, nada? ¿Ni un sólo resfriado? ¿Ni una fiebre?—. Pregunté.

—¿Alguna vez alguien te contó la historia de la muerte resfriada o con diabetes?—.

—Pues, supongo que no—. Alcé mis hombros dejándolo pasar. No estaba para caer en sus chistes básicos otra vez.

En ese día, el segundo desde mi fallecimiento por si no lo había comentado, lucía como un dibujo animado, con el mismo vestido y el mismo cabello horroroso; sin embargo, tuve la impresión de haber perdido unas libras adicionales en las últimas veinticuatro horas, tal vez por la impresión de todo lo acontecido, o quizás era todo cuestión de la transformación que culminaría con mi promoción al reino de los cielos; ni siquiera pude tomar una buena ducha, tampoco tenía en claro si era posible hacerlo en esta condición de rehabilitación en la que me hallaba desde ayer. "Probablemente los muertos no se bañan". Supuse. Él acomodo su chaqueta y observó la hora en su teléfono móvil. Ser "La Muerte" no era un trabajo tan sencillo como lo pensé al inicio, recibía más llamadas y textos que mi jefe cuando trabajaba en esa deprimente oficina, "Falta esto y aquello", "Reunión aquí y allá", "Necesitamos el informe en diez minutos", con él todo era más bien como "Recoge el alma de ese cadáver en Berlín", "Ayuda a cruzar a tal o cual en Boston", ser el espectador del último aliento de tantas personas al día sonaba agotador.

—Cabeza hueca, ¡Espabila! —. Exclamó casi en el oído. Me jodió el tímpano.

—¿Cómo para cuando controlas tu humor? Necesitas terapia, tío—. Me quejé.

Pero él estaba en lo cierto, necesitábamos apresurarnos. Usualmente, a Muerte no le sobraba el tiempo, ni mucho menos. Muy para mis adentros, sabía que, por alguna razón, bastante extraña, estaba dedicando un par de horas a solucionarme este asuntillo que me ponía en apuros; a lo mejor, era esa clase de seres Workaholic, y lo hacía por puro amor al arte. Supuse que era tan fastidiosa, inclusive para él, que necesitaba hacerme ascender tan rápido como podía. "Está bien, deshazte pronto de mí, porque también me traes hasta los cojones". Pensé.

Nos abrimos paso entre el tumulto de gente, era toda una experiencia alienígena rozar los cuerpos humanos y no sentir el roce de las pieles, podía hacer y deshacer a mi antojo; en otras circunstancias, juguetear por ahí no me hubiera costado mucho. Pero heme aquí, buscando solución al susodicho pendiente. Me comparé con "Hombre invisible" y sonreí a mis anchas; llegué a la conclusión, que morir no era tan terrible. —¡Auch!—. Gruñí al sentir una punzada en el vientre superior, ¡Demonios! Olvidé por unos momentos que el dolorcillo no se esfumaba del todo, estaba conmigo perenne ¡Que cruz!

7 días con la muerteWhere stories live. Discover now