Capítulo 6. El ángel Mariza

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Las sonrisas de los ángeles,

no pueden ocultar los demonios de sus miradas.

Perfectly Unic.


Dos horas pasaron en dos minutos.

Estuve dándole vueltas al asunto una, otra y otra vez como Cubo Rubik, ninguno de los colores que estaba tomando esta historia me sabían bien, eran más como una escala de grises y en la cúspide un negro azabache temible que carcomía mis confines. La sarta de sucesos irracionales que me martillaban el cerebro no encajaba bajo ningún escenario, pero lo afronté.

La aflicción en el cuerpo y el fastidio muscular que me tenía hasta los cojones cedió poco rato luego de que Muerte se hubiera esfumado; sin embargo, el dolorcillo en el vientre se quedó a joderme la existencia. En reiteradas ocasiones me puse de pie y avancé hasta el ventanal, esperando, quizás, ver fuera de la habitación almas vagar y rogar por perdón en un ambiente hostil y sombrío, probablemente esperando que las plegarias de sus deudos las ayudaran a cruzar hacia la tierra prometida. Supuse también que fuera de esas cuatro paredes la temperatura descendería hasta formar estalagmitas de hielo en ramas resecas y que el viento soplaría tan enérgico que derrumbaría los cuerpos enclenques que habitaran la zona. Y es que así lo caracterizaban las películas y así, mi cerebro, carente de imaginación, me lo había pintado toda la vida.

Grave error.

—Qué expectativas altas, Marggie—. Me dije a mi misma. —Con que las praderas de Heidi, ¿Eh?—. Cité a la famosísima cantautora de "Abuelito dime tú".

En el exterior se visualizaba una pradera extensa, tanto, que incluso no podía observar que había más allá de ella. Lucía como un matorral mediterráneo, lleno de pequeñas flores amarillas y violetas que decoraban cada montículo de pasto que crecía en desorden. Uno que otro árbol de mediano tamaño rodeando un dibujado arrollo que divisaba a lo lejos, el cause era calmo y las aguas se movían apenas bailando con la brisa. Alcé la vista y observé la quebrada donde éste iniciaba, eran una seguidilla de montañas cubiertas del mismo verde y cada hoja plagada del rocío más fresco. El sol brillaba y sus destellos se filtraban entre las ramas crecientes de los arces y las nubes, cual algodón, adoraban el firmamento. El olor era exquisito, entre tierra húmeda y clavel. Inhalé hondo. Así debió sentirse Simba cuando el gran Mufasa le mostró su territorio.

Y claro, por un instante, esta versión cobarde y aburrida de Simba quiso quedarse en la zona de confort, observando.

¿Qué clase de ser humano tan desgraciado nos había vendido una historia tan básica y cliché? Peor aún ¿Por qué nos la habíamos creído? El purgatorio era bellísimo. Pero también, era una especie de hospital clásico de suburbio, un centro de rehabilitación de esos que están a las afueras las grandes ciudades, en los campos o espacios rurales para aislar a los pacientes del mundanal ruido de una sociedad cada vez menos humanizada y más prejuiciosa. Me sentía como en "Alcohólicos Anónimos" para muertos. Y no para cualquier muerto, sino para muertos problema, como yo, claro está.

Y eso lo descubriría cuando la vi.

Sus bucles perfectos caían por sus hombros casi hasta la altura de su abdomen, el tono de su cabello era un grisáceo mucho más claro que el mío asumí que quizás en vida fue una de esas rubias despampanantes con las que todos ansían tener una cita. Sus labios se mantenían rosados pese a la transformación, en tiempos pasados debieron haber sido carmesís. Estaba tan delgada como yo, incluso un poco más, no obstante, todo quedaba de lado, cuando observabas sus ojos azules agatados y enormes, enmarcados en pestañas abundantes y rizadas.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora