Capítulo 8. Un mordisco a la manzana

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¡Qué fácil era morirse para algunos!

Bastaba con que viniera un tren, y listo.

¡Y qué difícil era ir al cielo para mí! Todos me sujetaban las piernas,

y no me dejaban ir.

Jose M. De Vasconcelos.


A veces, ciertas cosas suceden porque sí, porque debieron pasar en su debido momento, en un determinado espacio. No hay que darle tantas vueltas, ni buscar culpables, después de todo, en la historia de cada quien es imposible pausar la vida y retroceder; hay que asumir que no somos un casette pregrabado por fuerzas superiores, que no nos giraran hacia el lado B y comenzaremos nuevamente a cantar nuestra propia melodía. Es inevitable que los momentos terrenales discurran agresivos con el paso de los años y los días, que solían ser una eternidad cuando niños, se tornen escuetos frente a un computador, atrapados en un semáforo de la principal o en el beber apresurado de un café rumbo al metro. En un suspiro el alma se nos escapa; y con ello, la vida, que a duras penas disfrutamos, se torna cenizas, recordemos que "La vida es sueño, y los sueños, sueños son." y que la inevitabilidad del término es inminente para todos, sin lugar a excepción.

Sentí el tacto gélido de Muerte sobre mis hombros, que esta vez llevaban el peso más consistente que en vida hubiera tenido, como queriendo sacarme del trance con la temperatura de su piel contra la mía. Hice un sonidillo con los dientes, involuntario, claro está, ante el contraste de sensaciones térmicas y le clavé las pupilas por unos segundos; en silencio, le supliqué por ayuda, le grité que no me abandonara. Mis ojos se humedecieron y la visión se me nubló, cortesía de unas gotas enormes que luchaban ansiosas por rodar al vacío de mis prominentes pómulos; sin embargo, las contuve, me las tragué con la poca decisión que me quedaba. No quería lucir como una estúpida frente a él, que ya bastante había hecho por tratar de socorrerme, pero he de confesar, que quise llorar con todas mis fuerzas, parar todo y dejarme caer por enésima vez. Sus luceros oscuros se perdieron en los míos al tiempo, y en esa oportunidad no tuvo palabra que decir, no hubo sarcasmo, no hubo frase reconfortante; nada fue necesario cuando una caricia ligera atravesó rauda mis cabellos alborotados, no parecía premeditado, por el contrario, se percibía espontáneo, natural. Liado mi corazón, liada mi alma, ya todo estaba consumado.

Muerte me gustaba, y mucho.

Casi por inercia, o quizás sin pensar en conclusiones de mayor índole, me alcé sobre mis puntas, esforzándome más de lo debido, pues la diferencia de altura era evidente; renuente a dejar pasar la condenada oportunidad, correspondí ante tal inesperada muestra de afecto con un beso pequeño, casi imperceptible, sobre las comisuras de sus definidos labios. Pudo haber sido un amistoso gracias; pero, en ese instante, ni siquiera yo, entendí la dimensión de mis actos, siempre impulsivos, siempre retrogradas. Y probablemente, él tampoco.

—Margaret... ¡Cabeza hueca! ¿Puedes parar con tu intento de seducirme?—. Sí, y ahí estaba Muerte siendo él. Las mejillas se me colorearon de mil tonalidades hasta llegar al carmesí más intenso. Él esbozó una media sonrisilla con sorna digna de su persona, y yo, apenas si atiné a responder.

—Venga tío, el ser más feliz sobre la tierra serías si yo intentará seducirte—. Bufé.

—Pues esas mejillas regordetas dicen lo contrario—. Respondió.

—Ex regordetas...—. Corregí, haciendo alusión a mi drástico cambio de aspecto físico. Ahora me miraba, más bien, cual adolescente con problemas de anorexia severa.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora