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La búsqueda para encontrar a México había comenzado, países como España y los latinos caminaban por un enorme bosque. Estaban siendo acompañados por Canadá, Ucrania, Francia, UK, Bielorrusia, Italia, Alemania, China, Japón y cualquier país que amara a México. ONU y la OMS lideraban la exploración.

En cada latino parecía encenderse una chispa de esperanza en sus sombríos rostros dominados por la tristeza. Finalmente volverían a ver a México, luego de esos largos y melancólicos años de desaparición de aquel país tan alegre y brillante.

Las hojas secas se rompían bajo sus pisadas y crujian haciendo eco, nadie hablaba. Comenzaban a separarse para poder abarcar mayor territorio. Una voz masculina comenzó a cantar con tristeza.

De la sierra, morena... Cielito lindo, vienen bajando... Un par de ojitos negros... Cielito lindo de contrabando... —Perú cantaba con lágrimas en los ojos.

De la sierra, morena... Cielito lindo, vienen bajando... Un par de ojitos negros... Cielito lindo de contrabando... —España siguió la canción de su hijo desaparecido.

Ay... Ay... Ay, ay... Canta, y no llores... —Chile continuó el canto.

Y poco a poco, los países se iban uniendo en aquel coro de voces mientras la tristeza les humedecia los ojos y los hacía llorar. Buscaban, entre los árboles, dentro de las cuevas, inspecciona ban trampas de cacería, escalaban pequeñas colinas... Sin dejar de cantar esa canción, con esperanzas de encontrar al mexicano en aquel bosque.

Debía estar ahí, la FBI ya lo había encontrado, sólo debían saber dónde quedaban esas malditas coordenadas. España cantaba rápido mientras buscaba desesperado, había perdido a su hijo y no dejaría que aquel idiota lo escondiera mejor.

Porque cantando se alegran, Cielito lindo los corazones —lloraba desesperado—. Nueva España, por favor... México, por favor déjame verte sólo una vez más, aunque sea para abrazarte y decir que te quiero, hijo mío.

Susurraba mientras comenzaba a correr más rápidamente. Y México estaba ahí, en aquel bosque que parecía ser infinito.

(...)

Habían pasado dos días desde que su secuestrador se había ido, México estaba más que hambriento, comenzaba a delirar. No podía dormir, los rugidos lo mantenían despierto. Trataba de ser optimista, volvería a ver el sol y las estrellas, la luna y las nubes. Tendría la oportunidad de ver la tierra una vez más al morir. El hacha sobre su abdomen le presionaba el estómago, sus muñecas atadas ni siquiera le dejaban retirar las lagañas en sus ojos. Se sentía morir.

Un pequeño susurro se escucho bastante cerca, fue casi imperceptible, pero México lo escucho. Era la voz de su padre, podía escucharlo. Cantaba una canción mexicana que él mismo sabía de memoria. Sonrió y le siguió la letra gritando a todo pulmón.

¡Ay, ay, ay, ay, canta y no llores! ¡Porque cantando se alegran, Cielito lindo, los corazones! —cantaba tan fuerte que lastimaba su garganta—. ¡Papá! ¡Soy México! ¡Ayudame, por favor!

Gritó muchas veces lo mismo, se quedó sin voz. Empezó a llorar, se sentía tan frustrado y desesperado. Escuchó pasos en la parte de arriba, comenzó a alarmarse, tal vez era su secuestrador y había lastimado a su padre y ahora venía por él. No fue hasta que escucho su voz que se tranquilizó.

¡Nueva España! ¡¿Dónde estás?! —España corría de un lado al otro dentro de aquella casa.

A-Aquí estoy... —susurraba con voz ronca.

Los pasos apresurados de su padre se acercaban y alejaban. México sonrió ligeramente, saldría vivo, podría volver a ver el exterior después de tres años. España encontró un librero al fondo de un pasillo, lo derribó y ahí estaba, una puerta hacia el sótano. Esta era metálica y parecía algo pesada.

La movió con toda su fuerza para poder abrirla, del otro lado habían unas enormes escaleras que llevaban a un muy oscuro sótano. España sacó una linterna e iluminó su camino para poder bajar de forma segura, vio una cama con sábanas blancas y cadenas atadas a la pared por encima de la cabecera. Siguió el rastro de las cadenas con la linterna hasta llegar a ver un par de manos atadas con grilletes a estas. Bajo un poco más encontrándose con México, tumbado boca arriba con un hacha sobre su abdomen de forma lateral, bastante cerca de su piel.

Papá... —susurró.

¡México! ¡Estás vivo! —España corrió a su lado para retirarle el hacha con sumo cuidado, analizando el cuerpo de su hijo—. ¿Cómo estás? ¿Cuánto tiempo llevas solo?

—Llevo dos días sin comer ni dormir, papá.

Estaba delgado, muy pálido, su mirada estaba perdida y se veía realmente mal. Con el hacha rompió las cadenas y trató de ayudar a México a levantarse, pero no podía. Caía cada que intentaba levantarlo.

No puedo caminar... Me siento realmente mal...

—Te cargare. Debo sacarte de aquí, no es seguro —España puso una mano detrás de las piernas de su hijo y otra detrás de su espalda, se sorprendió, era tan ligero como un niño—. Esto no está bien, chaval. Debo llevarte a un hospital.

—Estoy bien...

—No es verdad —España se apresuró a sacarlo de ahí.

Subió las escaleras rápidamente y corrió por la cabaña hasta poder salir. México pensaba que todo aquello era un sueño, ¿realmente lograría salir? ¿Volvería a ser libre? Sus ojos se entrecerraron al ver la luz del sol al salir de la cabaña. Entre los brazos de su padre se sentía seguro, se sentía protegido.

Quedate conmigo, México. No te voy a perder —le decía España mientras corría por el bosque.

Pero los ojos de México comenzaban a cerrarse, perdió el conocimiento de nuevo. Estaba tan débil que su cuerpo suplicaba por un descanso. Sabía que todo aquello había terminado, estaba a salvo. Sin embargo, no dejaba de pensar en dónde había quedado su secuestrador.

Síndrome de Estocolmo: 90%

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