8 - Corazonadas Finales

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Publicado aquí en 2014

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Unos decididos dedos dibujaban un corazón, desgarrado y sangrante, colgando de un cordel que pendía de ninguna parte.

El lienzo se manchaba por doquier sin que el pintor lo pretendiera, pero no estaba en sus manos el evitarlo. No titubeaba, desprendía determinación en cada movimiento, sutil o no. Parecía un proceder mecánico pero aquella percepción distaba mucho de la realidad; era calculado mas no algo prefijado. Era una serie de movimientos nacidos del alma de un artista desconocido y abandonados a su suerte tras su creación, pues aquello les brindaba el libre albedrío necesario para tener vida propia.

El último ejemplo era aquel corazón que pendía de un hilo mientras su vida escapaba, gota a gota, ante los ojos del único público que tendría la pintura.

El pintor, dirigió sus dedos, ahora regidos por un leve temblor, hacia la roja pintura que utilizaba en aquella ocasión.

Acarició su pecho y suspiró. Estaba seguro de lo que hacía y, lo más relevante, de por qué lo hacía, pero tenía el pálpito de que algo saldría mal. Ignoraba el qué y tan siquiera se planteaba hacer caso a aquella corazonada, pero le molestaba terriblemente sentirse como perdido en sus decisiones.

Siempre había asegurado que la duda no tenía cabida en su vida y que, ni muerto, titubearía ante decisiones tomadas; y eso justamente odiaba, estar perdiendo en el transcurso de aquella sesión de dibujo el norte de su existencia; su base.

Durante unos segundos, fue presa de las dudas que comenzaban a reinar sus pensamientos y olvidó los motivos que lo habían llevado a crear aquella última obra, la que más de sí mismo tendría de toda su amplia colección. Tomó más tintura carmesí y prosiguió trazando los hilillos sangrientos que abandonaban el corazón ya exhausto. Sonrió levemente al sentir un agradable pero otrora preocupante cosquilleo recorriendo sus dedos. Un pinchazo de dolor lo doblegó y su mano, siguiendo el rápido movimiento que todo su cuerpo realizó, dejó un rastro de líneas rojizas en el lienzo.

Al enderezarse, suspiró. Después, observó con atención los cambios en la pintura y, en silencio, asintió conforme a la nada. «Será mi mejor obra», pensó entre mudas felicitaciones. Y no se estaba equivocando pues, revisando todos los cuadros que invadían el estudio, parecía ser el único que realmente transmitía algo fuerte e intenso.

Comenzó a perder visión paulatinamente, pero permanecía obcecado en finalizar su obra y nada, absolutamente nada, impediría que así fuese. «Ni la misma muerte cargando su guadaña», como acostumbraba a decir cuando se empeñaba en algo.

Sus cansados y algo entrecerrados ojos no se alejaban del lienzo. Cada vez le costaba más centrarse, pues empezaba a sentirse ahogado en un desasosiego que cada segundo que pasaba cobraba más fuerza.

Le pareció escuchar, como en la lejanía, toques en su puerta. No esperaba a nadie, por lo que no le dio mayor importancia, pero, aun así, la creencia de que algo iría mal se tornó más fuerte en su medio adormecida mente, la cual solamente parecía tener claro que era primordial apresurarse y finalizar antes de que alguna intromisión sucediese.

Centró de nuevo su atención en su dibujo, con las yemas de los dedos sobre el pecho una vez más, tratando de ignorar los golpes que azotaban la entrada a su lugar de trabajo.

Casi había terminado; «un poco más de vida extinta aquí, y se acabó», se animó mientras lo que en su cabeza se asimilaba a arremetidas contra la superficie que lo alejaba del resto del mundo no cesaban.

Realizó un par de trazos más, entre tambaleos y punzadas que lo querían doblegar, y sonrió ampliamente dispuesto a dar el último toque a su aún fresco trabajo.

Hundió la mano completa en su pecho, allá donde su líquido vital alcanzaba la libertad, y puso todo su empeño en empapar su extremidad lo máximo posible para, acto seguido, dirigirla al lienzo.

El dolor que lo embargaba era apabullante e indescriptible; no hubiese hallado palabras para definirlo pues su don era gráfico: sus pinturas eran sus pensamientos y su modo de expresarse.

Dudaba de poder finalizar el cuadro porque casi no veía el tejido cubierto de trazos sanguinolentos, pero tenía que hacerlo. Debía hacerlo.

La puerta se abrió de repente, cediendo bajo la fuerza de quien aporreaba ésta desde hacía un rato.

—Llegas... tarde... —balbuceó el pintor, casi sin acertar en la pronunciación.

—No... —murmuró el visitante.

El artista colocó, a duras penas, la mano chorreante sobre el dibujo y le dedicó una inestable sonrisa a aquella persona que le dirigía una mirada horrorizada.

—Ahora —se detuvo mientras sus dedos acariciaban el material en lo que parecía ser una despedida—, seré eterno...

Sin tiempo a más, cayó al suelo derribando el caballete y su todavía húmeda obra, ante los llorosos ojos del aterrorizado visitante.

«Seré eterno»; sus últimas palabras. Unas llenas de esperanzas utópicas que, a pesar de todo, definieron su obra definitiva y el final de su tortuosa carrera.

«Seré eterno». Y así fue.

El cuadro se expuso en un museo, tras un cristal que separaba al público de la sangre ya seca que decoraba el lienzo. Sin duda, su empeño e ilusiones tuvieron sentido ya que vive en aquel lienzo desde su muerte, dentro del palpitante corazón que, aún hoy, parece latir sin cesar mientras simula escapar del poder de la propia vida escondida en los trazos de sus dedos ya inertes.

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