1 - Invisible Cielo

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Publicada aquí en 2017.

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No podía más.

Aquello era insostenible. No sólo eso, también doloroso e innecesario.

Observó el colorido dibujo que decoraba la pared mientras se perdía en sus pensamientos. Un sol de un tono amarillo intenso decoraba la esquina superior derecha y sus anaranjados rayos bañaban un lindo arcoíris cuyos colores destacaban en un cielo invisible. El verde, el rojo, el amarillo, el violeta, el naranja y un extraño marrón eran los protagonistas de un fondo blanco, en el cual resaltaban más de lo esperado. Debajo de todo, la verde hierba cuyas pinceladas eran perfectamente imperfectas, anclaba las miradas a algo firme, a la realidad.

Quizá fuese justamente eso, ese anclaje, lo que llamaba tanto su atención. Se sentía en calma y sus ojos titilaban perdidos en aquellas tonalidades y en la invisibilidad del cielo. Y allí estaba aquella sensación de estar perdida, de no saber a dónde ir o qué hacer. Allí estaba ella, sentada en la silla, inmóvil, dejando que su mente volase mientras el arcoíris la absorbía.

—Esther —dijo.

Siempre era así. Era como un procedimiento automático, algo mecánico. De perderse en el ausente cielo de la acuarela pasaba al reconocimiento y, de ahí, se ahogaba en un río de penas que no tardaba en manar de sus tristes ojos.

—Esther —repitió, ya en un hilo de voz.

No quedaba mucho, a lo sumo un par de minutos. Desde no hace mucho tiempo colgaba de su silla una bolsita de ganchillo que nos hizo una vecina especialmente, dentro había una caja de pañuelos de papel que se convertía en aliada en la batalla que libraba. Cada vez, yo me acercaba a sacar uno de esos finos pañuelos y le secaba las primeras lágrimas que surcaban sus mejillas. Ella, estresada, comenzaba a alterarse y el llanto la dominaba. Yo le susurraba que todo estaba bien, que no pasaba nada, que debía calmarse. Trataba de relajarla, pero ella se ansiaba y comenzaba a hiperventilar. A fecha de hoy, venía sucediendo varias veces diarias.

Tras lograr acomodar su respiración y pausar la llantera, me dedicaba a acomodarla a ella. La recolocaba en la silla, le erguía la espalda, le ponía bien la ropa, secaba su rostro lo mejor que podía... Era difícil, acostumbraba a dar manotazos, débiles pero manotazos al fin y al cabo, y aquello complicaba las cosas.

Al terminar, le cantaba algo y ella cerraba los ojos, cansada por la congoja que le quedaba tras abandonarse al llanto. El río de penas iba menguando, su respiración se acompasaba del todo, sus ojos se cerraban por completo y, así, como hipnotizada, quedaba dormida.

Y, entonces, yo luchaba con la realidad que ella visitaba únicamente en ese momento de desesperación y lucidez que la destrozaba.

Yo, cansado, debía recoger los húmedos papeles del suelo, llevarlos a la basura y calmarme a mí mismo. Era todo un proceso, creedme.

Después, preparaba algo para cenar y lavaba los cacharros que yo mismo había ensuciado. Cada tarde, a la misma hora, una vez ella despertaba de aquel letargo al que la pena y yo la inducíamos, encendía la radio y ponía una emisora de música nada moderna y alocada. A ella le gustaba la música de nuestra época, con letras respetuosas y sonidos nada estridentes. A mí me gustaba que ella estuviese bien, era lo único que me importaba, y lo único por lo que aún podía luchar. Ya, para ninguno, había nada más.

Me sentaba en el viejo sofá, ya descolorido, y la observaba sin más. Miraba el suelo, después la pared, finalmente los muebles. Después me miraba a mí, sin verme. Volvía a deslizar su mirada y me dejaba con una gran sensación de abandono haciendo mella en mi mente. Ella seguía analizando lo que la rodeaba, sin terminar de reconocer nada. De pronto, llegaba a un cuadro que colgaba de la pared. Un colorido dibujo llamaba su atención, y volvíamos a empezar.

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