Epílogo

1.2K 128 74
                                    

París, 1794
Cinco años después

—¡Léonore! ¡No seas tan bruta con tu primo Alain! —exclamó Sylvain, preocupado— Me van a matar un día del disgusto. ¡Suelta ese palo!

—Te alarmas por nada, querido. Deja que jueguen como quieran.

Con un terrible suspiro, Sylvain se giró para contemplar a Darrell. Éste había cerrado el libro que estaba leyendo y, con una sonrisa, le tendió una mano. Sylvain aceptó su gesto no sin antes asegurarse de que los dos niños permanecían en su campo de visión.

—Permítete relajarte un poco. No les va a pasar nada —dijo Darrell, besando su mano con cariño—. ¿No eras tú uno de esos críos que también jugaba con un palo creyendo que era una espada?

—Sí, pero yo no iba buscando atizar a nadie con eso. Además, imagínate la que nos puede caer encima si se hacen daño para cuando vuelvan Charles o Evelyn.

—No se harán daño, confía en mí.

Torciendo el gesto en una mueca, descontento, Sylvain acabó por volver a sentarse en su taburete bajo el frondoso roble de su infancia. Descansó la cabeza por unos momentos contra la silla de ruedas a su lado y, cerrando los ojos, espiró ruidosamente. Pronto, el piar de los gorriones sobre su colina lo sedó suavemente. Un estilizado y crecido Mefistófeles dormía apaciblemente a los pies de su dueño, de vez en cuando levantando una larga oreja si oía las risas de los niños.

—Pareciera que fue ayer cuando acogimos a Alain... —dijo, parpadeando un poco antes de contemplar al niño que ahora se había sentado en la hierba— No me quiero ni imaginar qué habría sido de él si Celine hubiera querido abandonarlo también.

—Probablemente nunca lo habríamos sabido, mi bien.

—Eso es lo que me aterra.

El niño, de cabellos castaños como los de su difunto padre, parecía no querer involucrarse demasiado en los alocados juegos de Léonore. Sylvain se sonrió al verlo negarse a jugar con el palo, algo más tranquilo. Dudaba que el pequeño fuera consciente de que, aquel preciso día, se cumplían cinco años del fallecimiento de su padre en las revueltas siguientes al asalto de la Bastilla. Celine Chardin se vio completamente sola e incapaz de criar al bebé y, poco antes de seguir a su marido por una febril gripe, les pidió que por favor cuidaran del niño y le dieran la vida que ella no había podido darle.

—Al menos no ha heredado la fuerza bruta de Jacques —dijo el Lemierre, indicándole al niño que se acercara con un gesto de su mano—. No sé qué habría hecho con otro pequeño diablo además de Léonore.

—Bueno, tendrías una jauría de diablillos que criar.

—Eso no me tranquiliza en absoluto. ¡Ah! Ven, ven aquí, Alain.

Sylvain lo recibió con los brazos abiertos y una gran sonrisa, aunque no perdió el tiempo y atusó un poco su casaca hecha a medida. Limpió una manchita de tierra en su mejilla con su dedo pulgar, arrancándole una protesta a Alain.

—Estate quietecito y papá terminará pronto, ¿vale? —dijo Sylvain.

—¡Pero quiero seguir jugando!

—Lo harás en menos de un minuto.

—Sylvain, deja que se manche un poco con lo que quiera —se rió Darrell, contemplándoles con cariño.

—Ni hablar. ¿Sabes lo difícil que es quitar después las manchas de tierra y césped? —replicó Sylvain, apurado— ¡Listo! Ya puedes volver. ¿Ves como no iba a tardar?

Habiéndose acercado con curiosidad, Léonore vio lo que estaban haciendo antes de estirar sus brazos en el aire frente a Darrell. Sus enormes ojos azules brillaron con impaciencia bajo aquella espesa melena castaña que, lejos de estar peinada, era prácticamente indomable.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora