6. La sombra de Marianne

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El poderoso clamor del gentío y el estruendo de los fusiles conformaban, si no un ambiente caótico, algo muy semejante al infierno. Sobre las cabezas de la gente ondeaban banderas tricolores rasgadas, animando las almas de aquellos pobres franceses que se dejaban la voz en el asalto.

Sobre un peñasco en medio de la multitud, una figura femenina alzaba con orgullo el estandarte de su bandera, mientras sostenía una bayoneta con la otra mano.

Sylvain, perdido entre aquel barullo de personas y el espeso tufo de la pólvora, oía que los disparos se aproximaban, pero por alguna desconocida razón era incapaz de moverse para ponerse a salvo. Entonces, como si el cielo se abriese sobre la imagen de aquella fiera guerrillera, el Lemierre recordó de pronto el nombre de aquella mujer. Uniéndose al pueblo, pronto se vio coreando su nombre, como si aquella fuese la plegaria que le salvaría de su funesto y predecible final.

¡Marianne! ¡Marianne! Sólo ella podría salvarle. Viendo que la gente se agolpaba en torno a ella, Sylvain se encontró de pronto atrapado en una multitud que, si bien no acabaría por asfixiarle, terminaría con su vida en la más absoluta oscuridad. Mas no fue así.

Al percatarse de que le señalaba con la bandera, Sylvain abrió los ojos, atónito. ¿Le estaba mirando a él? ¿Por qué hacía eso? Antes de recordar cómo el negro cubría su campo de visión, la audaz y firme mirada de la mujer se había clavado en él de repente, mientras le tendía el mástil para que pudiese aferrarse a su gloria eterna, sin éxito...

Aterrorizado, Sylvain abrió los ojos violentamente.

Comprobando aliviado que se hallaba en su habitación y que aquello no había sido más que una pesadilla, se incorporó entre las sábanas de su camastro. Aquella acababa de convertirse en la quinta noche que tenía malos sueños, y todos relacionados con lo mismo. Su estructura variaba, pero el contexto seguía siendo igual. El terror, la muerte, una revolución... Presentía que aquello no era tan sólo una mala pasada por parte de su subconsciente, aunque no podía sacar nada en claro al respecto.

El sudor frío cubría su frente y cuello, acompañado de la taquicardia causada por el brusco salto contra la realidad. Apartando las mantas, Sylvain se levantó y caminó torpemente hacia el ventanal de su alcoba. Estaba envuelto en una semipenumbra que, iluminada escasamente por la luz de la luna llena, no le impedía ver dónde ponía los pies.

Sorprendido por el resplandor de un rayo, fue testigo de cómo se aproximaba una tormenta. Tardó en darse cuenta de que ya estaba lloviendo, y de no ser por ello probablemente habría abierto la ventana para refrescarse un poco y dejar que el aire fresco y húmedo de la noche aliviase su malestar.

Dejando escapar el aire por su boca, se sentó sobre el alféizar interior de la ventana, ensimismado. La imagen de Marianne que tanto gustaba a sus compatriotas, continuaba señalándole con la bandera desde su extenuada conciencia, todavía sin lograr descifrar qué quería de él. Si su destino estaba escrito con el nuevo rumbo de su país, no tendría más remedio que dejarse llevar por la gente y sus voces, luchando por una nueva y brillante era de esplendor. Sin embargo, ni siquiera él mismo estaba seguro de si era eso lo que realmente quería.

A diferencia de Jacques, él prefería el diálogo. No obstante, poco a poco y con las noticias de cada día, sentía que ese espíritu pacífico y mediador se veía reprimido al ver que aquellos en los que había depositado su confianza no eran escuchados. Si algo sabía era que, como bien decía Savary, la violencia no era el mejor método para lograr la paz. La idea de comenzar una guerra para buscar la paz era la más contradictoria y con menos fundamento que había oído en su vida, mas gran parte de los franceses la recogían con fuerza en su puño. Entre ellos, se hallaba Jacques.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora