Capítulo 6. El ángel Mariza

Comenzar desde el principio
                                    

—¿Hola?—. Pregunté girándome al escuchar la puerta de mi habitación crujir y unos pasitos débiles avanzar.

—¿Doce?—. Inquirió con cierta timidez temiendo molestarme, pero mostrando una sonrisa refulgente.

—Supongo que esa soy yo—. Resolví alzándome de hombros. Reí para mis adentros y asentí invitándola a pasar, asumí que aquí todo el mundo se codificaba, me alegraba saber que no estaba sola. Fue ahí que deduje que, así como el dormitorio en el que había despertado, debía haber muchos fuera de donde me encontraba. ¡Quizás era un edifico enorme! Después de todo ¿Cuántas personas morían al día? Peor aún ¿Cuántas en la semana? ¿En el mes? Nunca había pensado en la cifra.

Ella se acercó sin dudarlo y suelta de huesos tomó su lugar a mi derecha, se sentó sobre la cama y estiró su vestido dejándolo sin ninguna arruga antes de articular palabra.

—Es una visita breve, sólo vengo a despedirme, todos hablaban de ti, fuiste la que más demoró en despertar—. Comentó acomodando hacia atrás sus rizados cabellos.

Ah, Marggie siempre tan proactiva. Pensé.

—Soy una dormilona empedernida desde el vientre de mi madre—. Respondí acomodándome a su lado pues sentí que la charla se iba a extender.

—Eres graciosa—. Rio y palmeó mi hombro con elocuencia, la mujer frente a mí parecía ser de esas que tomaban confianza muy rápido, y aunque yo era terrible intentando socializar, mi nueva amiga me simplificaba la tarea.

—O aburrida y este encierro te está volviendo tan loca que todo te parece gracioso—. Refuté haciéndome justicia.

—Bueno, en vista de ello, ¡El encierro acabó! ¡Mañana es mi último día!—. Exclamó como una niña de nueve saliendo al recreo, revoloteando cual mariposa batiendo sus alas a mi alrededor.

—¿Qué fue lo que te pasó?—. Cuestioné. Tenía curiosidad de saber cómo lo había logrado. Pueda ser que lo suyo no había sido una muerte compleja y que su ascenso haya sido de esperarse. —¿Cómo moriste? ¿Cómo solucionaste tu pendiente?—. Ataqué con esa avalancha de preguntas que afloraron desde mi garganta sin contención.

—¡Chica, hablas mucho!—. Concluyó sin conocerme en realidad. —Te mirabas tan callada durmiendo, todos vinimos a espiarte—. Me avergoncé tan pronto como la frase terminó, lo supe porque los pómulos ardían cual brasas, tanto que apreté mis mejillas de inmediato con mis palmas para acallar las flamas invisibles. Ella lo notó, por lo que atinó a aclarar la garganta y continuar.

—Soy Mariza y cuando morí tenía treinta y cinco años—. Inició. Caí en su acento típico de Barcelona, me hablaba casi cantando por lo que sonreír se me hizo inevitable. —Me casé joven, como a los veinte, Vasco era el amor de mi vida, salimos juntos del bachillerato, quisimos escribir nuestra propia novela juvenil y ser felices para siempre—. Ella hizo comillas con sus dedos y enfatizó la última frase adelantándome que el final no había sido tan feliz.

—¡Vaya inicio!—. Interrumpí. —Las historias que comienzan así nunca terminan bien y menos en pleno siglo XXI, un clásico de todos los tiempos—.

—Ojalá alguien me lo hubiera dicho antes—. Torció los labios en un gesto de tristeza asimilada, Mariza lucía como una mujer que había sido golpeada por el destino incontables veces, pese a ello, era sorprendente verla sin decaimientos. —Mamá murió cuando tenía dieciséis y a mi papá, jamás lo conocí. Era la edad en la que necesitaba más consejos, pero no se dio—.

—Lo siento—. Siempre Margaret metiendo las cuatro patas.

—Descuida—. Mariza esbozó la sonrisa enorme, una de las más hermosas que vi a lo largo de mis treinta años, después de la de Rafael, claro está. Su voz sonaba a nobleza, a buena mujer. Sus gestos eran lentos pero gráciles y exudaba ternura por los poros, casi como una madre hablándole a su bebé. Tenía todo el prospecto de ángel camino al cielo.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora