Russeth: segunda parte

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LA VUELTA DE LA ESTRELLA


Mientras Russ tocaba por Estados Unidos y después por el resto de Europa, habían pasado dos años. Era 1993 y yo acababa de hacer veintiséis. Veintiséis eran muchos años para seguir soltera viviendo donde vivía. Por suerte, Sullivan también lo estaba a sus veintiocho y como pasaba a recogerme a menudo por el trabajo, las vecinas se habían pensado que nos habíamos prometido. Vecinas, siempre se inventan lo que no saben. Aunque, en defensa de las mismas, diré que Huge y yo nos habíamos dado el lote varias veces en la puerta de mi casa a la vuelta de alguna fiesta. Estábamos muy unidos ahora que la mayoría de nuestros conocidos empezaban a formar familias, y nosotros dos seguíamos viviendo como adolescentes. Nos habíamos enrollado unas cuantas veces y reconozco que me encantaba la manera que tenía de ignorar a las demás si yo aparecía. Sin embargo, teníamos como alergia a la palabra "relación" y nos engañábamos a nosotros mismos haciéndonos creer que no nos necesitábamos tanto. Cuando le veía con otra sufría en silencio, y creo pensar que le sucedía lo mismo si yo hablaba con alguno. Éramos tontos, o teníamos una excusa mayor. O miedo de cambiar más aún, o los dos esperábamos la vuelta de Russ. Supongo que su sombra era alargada en nuestro camino. Manchester había cambiado mucho desde que habíamos empezado a salir en el mismo grupo hacía nueve años. William, el hermano de Russ, también había montado su propia banda a nivel amateur y nuestro gran amigo, que ahora era una estrella de rock, se había instalado en Londres porque era más cómodo para todo. Allí estaban los estudios, las productoras, las radios y su nueva casa. Aunque casi había pisado aquel apartamento lo mismo que nosotros cuando fuimos a visitarle. No habían parado de trabajar casi en dos años. Aunque, también, fueron dos años que se nos pasaron volando. A la banda porque medían tiempo en las semanas en las que un single estaba dentro del Top Five de las emisoras y para nosotros porque los días eran tan iguales que parecían estar pasándose a la velocidad de la luz. Hasta que nos llamó diciendo que volvía de una gira por Australia.

Algo dio un vuelco dentro de mí al enterarme de que vería a Russ después de tanto tiempo. De hecho estuve nerviosa todo el día, era inevitable. La voz de Logan en la radio no era suficiente. No paré de hablar de él en toda la mañana, tanto que mis padres empezaron a creer que había entrado en bucle como el aparato de VHS que se enganchaba continuamente. Mi hermano, que no era el hombre más fino del planeta, me preguntó delante de ellos si me quitaría las bragas al verlo. Mi padre le dio el guantazo que me gustaría haberle dado a mí, aunque... una vez solos le sonreí a mi hermano y dedujo que sí. Aquella noche de viernes, Sulli no vino a recogerme al trabajo así que tardé más en llegar a casa y más en ducharme y vestirme para salir. No podía culparle de estar con su amigo, probablemente hubiesen estado juntos todo el día. Me daba envidia. Pero tenía miedo. No sabía si Russ me vería como algo del pasado o qué. Estaba a punto de comprobarlo. Le pedí a mi padre las llaves del coche, así llegaría antes. Había ahorrado lo suficiente para tener el mío propio, pero me daba pereza inmensa comprarlo porque no entendía. Mi hermano tenía un amigo mecánico que se moría por acompañarme a mirar uno, pero nunca podíamos ir cuando yo quería.

Aparecí en el Pub en Maine Road y vi a los chicos en una mesa al fondo. Todo el local parecía estar pendiente de esa esquina en particular y no era para menos. Todo el mundo les conocía desde chavales, pero ahora eran como un tigre blanco en mitad del Zoo: algo único. Saludé a Marge y a Ruth, mis amigas aun solteras, y luego me acerqué hasta Logan que me abrazó como si de verdad se muriera por mi visita, debía de ir muy colocado. Saludé uno a uno, incluido a Sullivan, que estaba algo nervioso. Me dio la impresión de que quiso besarme en los labios y que a última hora reculó. Fruncí el ceño un momento, pero sentía, a mi derecha, unos ojos puestos en mí que me estaban haciendo bombear sangre a gran velocidad. Lo miré y le encontré con una gran sonrisa y los ojos tan achinados como siempre. Nos contaba tantas anécdotas, de aquella manera tan suya y acompañado por los chicos de la banda, que parecía que habíamos estado en Bélgica, en Roma, en Berlín y en todos los sitios donde los habían adorado. Bebimos sin parar, para celebrar. Entrelazó nuestras manos y me hablaba a mí y sólo a mí, haciéndome volar otra vez a lo más alto. Eso que él conseguía de mí. En un momento determinado me preguntó si había venido en coche y cuando le dije que sí, me dijo que estaba cansado del viaje y que si le podía llevar a casa de su madre. Yo me reí y asentí. Habíamos tomado bastante, pero nos montamos en el coche sin mucho miramiento. A principio de los años noventa aún no eran tan exagerados los anuncios de «Si bebes, no conduzcas». No sé cómo hizo para liarme y hacerme ir por el descampado de Maine Road y luego me dijo que siguiera recto y luego que torciera que quería ver si aún estaba una cosa. Y cuando le pregunté qué cosa, me hizo parar en donde parecía ningún lugar. Abrió la puerta y se bajó del coche. Lo miré a través del cristal y también bajé. Se sentó en el capó y se encendió un cigarro. Yo me encogí de hombros y me senté también. Miramos hacia unos árboles y a mí me pareció ver bajar a las estrellas, aunque quizá sólo eran un montón de luciérnagas.

—¿Qué cosa? —le volví a preguntar.

—¿Me has echado de menos? —me dijo meloso, sentándose pegadito a mí y rozándome el cuello con la punta de su nariz.

—¿Tú qué crees?

—¿Que sí?

Yo me reí mirándole fijamente. La verdad era que, entre que habíamos bebido y que hacía muchísimo que no le veía, me parecía más guapo que nunca. Llevaba el pelo más corto que de costumbre y los ojos azules le resaltaban mucho más bajo sus enormes cejas. Esas cejas tan expresivas que parecían estar pidiéndome besos a gritos. Le sonreí y me puse frente a él encajándome entre sus piernas. Él soltó un bufido en mi cuello y me hizo estremecer aquel aire tan caliente. Lo adoraba. Le besé con prisa y él me abrazó por la cintura enseguida. Como siempre, nos teníamos ganas. Mordió mis labios y me miró fijamente. Era una estrella, pero delante de mí era el mismo Russ de siempre. Yo me mordí los labios con lascivia, no lo pude evitar. Él echó la cabeza hacia atrás soltando un suspiro enorme como si estuviera sintiendo un gran alivio por estar ahí en ese momento. Adoraba su nuez marcada y en esa pose se le notaba un montón, me parecía súper sexy. La besé despacio y luego la lamí lentamente. Al separarme de él, sus labios tardaron segundos en atraparme en un beso lento que acabó en un mordisco leve. Y volvió a preguntarme: «¿Me has echado de menos?». Y le respondí: «Entero». Y no sé por qué, le besé el cuello despacio hasta llegar al borde de la camisa y él gimió en mi oído. Yo cerré los ojos mordiéndome el labio y me agaché hasta su bragueta. Quizá quería sorprenderlo y que me mirara con esa cara de asombro que puso. Quizá quería todo, o quería hacerlo más mío. Quizá era el alcohol, pero cuando le tuve en mi boca sentí que iba a gustarle más que en su vida. Le oía gemir y me resultaba tan familiar que se me había olvidado que hacía muchísimo tiempo que no lo veía. Tenía su mano entre mi pelo y lo miré. Tenía la cabeza hacia atrás, esa nuez. Me gustaba tanto. Me miró, me sentí cohibida por un momento, él me acarició la frente y cerró los ojos. Le gustaba mucho, yo le gustaba mucho y todo lo que yo hacía le iba a gustar. Me llamó Liz; no paraba de repetir mi nombre como sólo él lo pronunciaba. Me gustaba hacérselo, me estaba encantando. Y volvió a nombrarme, me miraba, paré y sonrió. Tiró un poco de mí para incorporarme y fue al levantarme cuando me di cuenta de lo mojada que estaba mi ropa interior. Metió la mano bajo la falda y puso una mueca de aceptación que me llevó a besarle sin control, abrazándome a su cuello, a dejarle que me quitara las bragas. Me giró con una gran habilidad, tumbándome boca arriba en el capó, dejándose caer encima, entrando con decisión. Era tan emocionante y tan perfecto que me encantaba continuamente. Como si pudiera sostenerme durante horas a punto del orgasmo. Era genial, único, era Russ, en medio de un descampado, bajo las estrellas y sobre el coche de mi padre. ¿Podría haber algo tan romántico? Esa noche no.

—Voy a irme, Liz... —me dijo en plan aviso. Yo estaba ahí ahí, pero no terminaba—. No puedo más, nena, me voy. —Me mordí el labio y lo abracé contra mí—. Eres única.

—Juntos, ¿vale? —le dije en un susurro, aferrándome más a él, a su contacto, a su olor, a sus besos. Mi cadera lo buscaba, acompasándose con la suya, recibiéndolo con necesidad. Aquellas palabras que me dijo me estaban atontando muchísimo.

Y él tampoco debió de estar muy avispado cuando se deshacía del todo dentro de mí, terminando exhausto en un suspiro que se mezclaba con un gemido intenso mío. Un gemido que era la huella de haberme transportado al lugar más cálido del mundo. Con él, con Russ. Eran principios de los noventa y deberíamos habernos protegido más.

#MicroWayneOnde histórias criam vida. Descubra agora