Russeth: primera parte

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por Elisabeth Sullivan


EL PRINCIPIO


—Mánchester, septiembre de 1993

Era una mierda que, acabada la jornada, apenas me quedaba tiempo de pegarme una ducha, cenar y meterme en la cama. Era lo más aburrido de las semanas en las que hacía turno de tarde. Trabajaba en un almacén de telas en el centro de la ciudad, súper lejos de casa en tranvía. Luego tenía toda la mañana libre, que apenas sabía qué hacer. Estaba por apuntarme a un curso de francés y así perfeccionar el que se me olvidaba de los años del instituto, pero mi padre me decía que si no me bastaba ya con haber hecho aquellos dos años de secretariado cuando tenía veintiuno y que no me habían servido para nada porque ni siquiera trabajaba en una oficina. Mi padre era así. Bueno, todos los padres de South Manchester de ascendencia irlandesa eran un poco así; católicos, tradicionales y recordando los desencadenantes de la guerra mundial cada vez que podían. Había dos tipos diferenciados: los que estaban orgullosos de ser irlandeses y se comportaban como tal y los que, según yo, habían evolucionado y eran un poco más ingleses. Aquello era motivo de riñas en todos los pubs del Sur pasadas las nueve de la noche. Todos los días del año excepto Navidad, donde las riñas las tenían con judíos y protestantes.

El caso era que a mis veintiséis años, aún tenía una cama en casa. La cama y mis cosas, yo procuraba pasar el mayor tiempo posible fuera. Eso a mi padre le ponía negro pero yo no podía comportarme como mi hermana Ida, la mayor, que hacía ya cinco años que se había casado y se había ido a vivir a Cork porque a su marido le había salido un buen trabajo. Yo sabía que ella prefería vivir en Tramore, porque allí nos habíamos criado y adoraba la playa, no tardaría en convencer a su marido, sobre todo quedándose embarazada. Mi hermano pequeño, Sonny, por aquel entonces tenía veintitrés y también vivía en casa. Era peor aún que yo, así que eso servía para mantenerme neutral. Ni tan puritana ni tan desastre, por eso mi padre hacía la vista gorda. Por eso y porque no quería que me casara con ningún gilipollas, palabras textuales de mi madre años después. Creo que le di un disgusto, entonces, pero eso es otra historia.

Acababan de acabar los años ochenta y aún algunos llevaban el pelo de colores y pantalones de pitillo rasgados, mientras que otros se habían sumado a una moda más amplia. Lo llamaban baggy y cuanto más grande te quedara la sudadera, mejor. Yo recuerdo que le había quitado dos sudaderas a uno de mis amigos y me encantaba lo gorditas que eran. Algunos de mis amigos cambiaron el punk de los Ramones por una movida llamada Rap. Yo seguía prefiriendo las guitarras eléctricas, aunque tenía mucho que ver con alguien y con el hecho de querer agradarle. La música siempre ha sido algo muy importante en toda mi vida y entre mis amigos y yo. Quizá haya sido lo que nos haya mantenido unidos a lo largo de todo este tiempo. Quizá lo admiraba porque yo era incapaz de hacer mucho más que tocar la pandereta, pero mis amigos siempre vivían en una especie de nebulosa fantástica en la que de verdad querían ser estrellas de rock. Aquello me daba la vida y me hacía pensar que mi futuro estaba mucho más allá de colocar kilos de tela por colores y estampados. A mis veintiséis no me resignaba a ese futuro de mierda. Es verdad que tenía menos fuelle que con veinte, pero lo que estaba pasando a mi alrededor me devolvió las ganas de ser lo que quisiera ser. A mí y a todos.

Otra de las razones por las que con veintiséis no me había casado, para desgracia de mi padre, era porque aún estaba enamorada hasta las trancas del chico más inestable del sur de Mánchester. Bueno, no lo era, los había peores, pero él, enigmáticamente, era el chico más complicado que he podido cruzarme. Y estaba loca por él desde el instituto. Lo que tenía Russ de diferente a todos es que de verdad había nacido para triunfar e irradiaba genialidad por los cuatro costados desde el colegio. Recuerdo que mi madre siempre decía que los Donovan estaban tocados del ala, sobre todo William, el pequeño, que se pasaba las tardes sentado en la puerta de su casa insultando a todo el que pasaba. Nunca hizo la vista gorda conmigo, yo también era víctima de sus improperios. Con los años se hizo un chaval muy popular, pero a base de ganarse una tremenda reputación de pesado en su infancia. Russell era un niño callado que sólo montaba escándalo si su equipo perdía el juego. Gritaba que jamás volvería a jugar con unos patanes como aquellos y que prefería irse a casa; aunque no era verdad, sólo lo hacía por montar espectáculo porque detestaba que no le hicieran caso. Tenía miles de amigos para diferentes cosas, quizá siempre ha sido algo interesado, es un pecado por ser inteligente, sabía a quién arrimarse. Y odiaba perder. No sé cómo es posible que sea del ManCity y no del United, con esa mentalidad. Fue por eso que conoció a Huge Sullivan, que tenía dos años más que Russell y vivía una calle detrás. En realidad se llamaba Hugh pero de pequeño era muy larguirucho y le apodaron como Huge desde antes de ponerse a caminar. La verdad es que aquel mote le vino al pelo a futuro en muchos sentidos. Era otro que detestaba con todas sus fuerzas perder, así que procuraba ser el mejor en todo. Russell supo caerles bien a él y a sus amigos y jugaba al fútbol en su equipo. Como eran más mayores, difícilmente perdían. Además, de Sullivan y sus amigos se decía que eran bastante abusones y daban codazos y patadas en la espinilla, cosa que Russ nunca hacía. Él sólo agarraba el balón y corría ligero hasta la portería. Pero por aquel entonces yo jugaba con muñecas y ni me importaba Russ, ni me importaba Sullivan. Los ochenta fueron otra movida.

#MicroWayneWhere stories live. Discover now