Atrapados. Día 2 a.C. - Lucecitas

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  "Ni recordaba que estaba esto aquí. Pero servirá", pensé.

—¿Podemos salir ya?

—Solo al descansillo.

—¿Y piso para mío ropa y mío teléfono? —Me miraba con ojos de cordero degollado. No podía negarme a su petición.

  "Y comida" —Añadió mi vigente campeón.

—De acuerdo —dije cediendo a ambos—. Espera, necesitamos algo con que protegernos por si acaso.

  Quince minutos después, me asomaba de nuevo a la improvisada tronera en que había convertido ya la mirilla de mi puerta.

—No hay moros en la costa —Expuse después de valorar el rellano.

  Inga me miro con cara de incomprensión absoluta, pero aparqué con un gesto las posibles explicaciones y procedí a abrir el cerrojo con el máximo cuidado para luego abrir la puerta con el mayor silencio posible. Esfuerzo en vano pues el viejo pasador chirrió quejumbroso como nunca y las bisagras gimieron cual si fueran las de la puerta negra de Mordor.

  Para un observador externo nuestra imagen habría sido bastante cómica. Inga sujetaba una especie de escudo de fabricación casera: A partir de la tapa de plástico de una caja de almacenaje con un cúter había perforado dos cortes para pasar un cinturón de cuero, creando así una sujeción firme para su antebrazo izquierdo. Con su cabeza protegida con un casco de ciclismo y blandiendo en la diestra un cuchillo de cocina de considerables dimensiones por un instante su imagen se me antojó a la de una valquiria vikinga. Yo por mi parte distaba mucho de parecerme al musculoso Thor, legendario dios nórdico que invocaba el trueno con su martillo mágico. Más bien era su versión escuchimizada. Armado con el martillo de carpintero que había usado para montar los muebles y sujetando con una pequeña tapa de olla de acero inoxidable me asemejaba más a algún salvaje aborigen de otras latitudes.

—Espera un momento —dije, dispuesto a tapar el cadáver con la colcha de los Avengers.

—Es mucho mucho apropiado, Jacques —dijo Inga no sin cierta ironía que capté pese a su acento.

  Siempre se ha dicho que el humor es un buen mecanismo de defensa ante situaciones estresantes. Entendí el chiste pero eso no moderó mi nerviosismo, que iba en aumento a cada segundo que pasábamos en el rellano. 

  Aparté sin remilgos las piernas de la anciana para desbloquear el paso y cubrí sus pequeños restos con la colcha de Ironman y el resto de la banda. Revisé hasta donde se veía el tramo de escaleras hacia la segunda planta. Nada a la vista.

—Vamos a dejar nuestra puerta abierta por ahora —dije, y acercándome a la puerta entreabierta del puticlub añadí—: Primero voy a comprobar si el zombi sigue por aquí.

  Revisé ahora el tramo descendiente y tampoco había nada ni nadie a la vista. Solo quedaba el piso contiguo. Propiné varios golpes a la tapa de olla con mi martillo y luego escuché en busca de cualquier voz o ruido delator de la presencia del zombi o de alguna persona.

  Silencio total. Repetí la operación dos veces más calculando medio minuto entre cada secuencia de mi cacerolada.

—No escucha nada. Habrá ido calle—dijo Inga.

  "¿Y como ha bajado las escaleras con los pantalones en los tobillos?" —pensé.

  Me acerqué de nuevo a mi puerta para cerrarla a fin de evitar posibles sorpresas a la vuelta y finalmente entramos en el puticlub con Inga detrás mío dándome indicaciones.

  El recibidor era amplio y estaba iluminado con varias luces indirectas de baja intensidad, que resaltaban los detalles estilo rococó de la decoración del "meublé": Espejo con marco, un amplio sofá de terciopelo rojo al fondo, y a la izquierda tres taburetes altos al lado de una pequeña barra con un par de copas de cóctel. En la pared algunas botellas en estantes de cristal. Detrás de la barra una elegante puerta translúcida de cristal cerrada, y un metro a su lado derecho una puerta opaca con cerradura y un cartelito de "privado" en su centro.

—Cossina —susurró Inga señalando la puerta de cristal, e indicándome la otra puerta añadió—. Habitasión siñora Rosa.

  Revisé detrás de la barra y avanzamos al centro del recibidor. A la derecha se abría un largo pasillo con cuatro puertas demarcadas por una suave iluminación también en rojo. Parecían balizas nocturnas de una pista de aterrizaje. O despegue, a gusto del cliente. La distribución del piso parecía indicar que se había reformado para adaptarlo a la funcionalidad del negocio.

—Suites —Fue la explicación esta vez.

  Avanzamos despacio y en silencio por el pasillo hacia la primera puerta, atentos a cualquier sonido. La estrechez que la pobre iluminación confería al trayecto me hizo pensar en clásicas escenas de película: Las siniestras gemelas de "El resplandor" al final del pasillo, o Ripley correteando por la Nostromo en "Alien" o una más reciente y apropiada Milla Jovovich recorriendo una decadente mansión de Resident Evil plagada de monstruos. ¿Por qué cuando se declara una emergencia en un pasillo, túnel, o nave espacial la iluminación salta a un destellante y enloquecedor parpadeo en rojo? ¿En qué ayuda eso a nadie? ¿Por qué no iluminar todo con unos buenos fluorescentes blancos si es evidente que disponen de electricidad para luces rojas? ¿Qué ingeniero de pacotilla diseñaría un sistema que lejos de tranquilizar aterroriza todavía más al personal? Ya bastante histérico estas por el ataque alienígena; la invasión zombi; los vampiros nazis sedientos de sangre; la inminente explosión del núcleo de la nave o incluso todo junto a la vez; como para encima añadir un posible ataque epiléptico inducido por el veloz parpadeo de las dichosas luces de emergencia. 

  Y ya con mi mano en la manija de la primera puerta a la derecha una última consideración: ¿Cómo podía mi cerebro ponerse siempre a divagar sobre cualquier estupidez en el momento más inoportuno?

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⏰ Last updated: Feb 11, 2020 ⏰

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El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse)Where stories live. Discover now