Desde Suecia con amor. Día 3 a.C. - Ataque senil

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TERCERA PARTE


 Pronto fue una estimación de tiempo poco acertada respecto a la buena resolución de nada. Estaba masticando una sabrosa tostada con mantequilla y mermelada de fresa cuando llegaron ruidos provenientes del rellano. Inga me miró y guardó silencio. Tragué el bocado y agucé el oído. Parecían escucharse pasos y voces. Despacio y sin hacer ruido, los dos nos acercamos a la puerta y yo giré muy despacio la mirilla para evitar cualquier sonido delator.

  Inclinados ambos sobre la puerta, con los rostros pegados el uno con el otro, observamos a un hombre adulto en el otro piso. Permanecía de pie delante de la puerta abierta del puticlub. Lo identifiqué como un empleado de ILLEA por el logotipo corporativo bordado en azul y amarillo en la pechera de su camisa de vestir blanca, y la corbata azul y amarilla a juego colgando aflojada de su cuello. No recordaba que los machacas de esa empresa llevarán otra cosa que el polo amarillo chillón por vestimenta, por lo que deduje que este era alguien importante, algún jefecillo. Calculé que rondaría los cuarenta y largos, era alto y grandote y se movía de forma muy torpe y rígida debido a que llevaba los pantalones y los calzoncillos bajados hasta las pantorrillas.

—Es él —susurró Inga muy nerviosa tironeándome de la manga de la camiseta—. Quien mordió amiga en pierna antes.

  Tanto camisa como corbata estaban salpicadas de gotas de sangre, y en su barbilla la coloración roja indicaba que también por allí había goteado desde su boca. Por debajo del faldón de la camisa, abriéndose paso al menos un palmo hacia el exterior, asomaba un descomunal miembro en plena erección. Imaginé que se habría tomado un par de pastillitas azules. Parecía estar murmurando palabras inconexas. Movía la cabeza de forma errática y su mirada estaba perdida, como un loco o alguien que estuviera bajo los efectos de una crisis psicodélica, producto de un mal viaje de drogas. Recordé entonces lo que había comentado mi madre en su última llamada sobre pacientes ingresados con alguna enfermedad desconocida, mentalmente idos, balbuceando y tratando de morder al personal del hospital. Este hombre estaba infectado. Era incapaz de fijar su atención en nada concreto, hasta que un ruido de algo metálico golpeando mármol llegó de la segunda planta. Se detuvo y orientó todo su cuerpo hacía las escaleras que bajaban.


  La entrañable ancianita viuda que vivía en el segundo B, medio ciega y sorda como una tapia, estaba bajando peldaño a peldaño con extrema cautela, apoyándose en dos patas de su andador. En cada peldaño realizaba la misma maniobra: colocar el andador, bajar un pie hasta el peldaño inferior, luego bajar el otro pie al mismo peldaño y volver a colocar el andador en el siguiente peldaño. Para subir, como había comprobado un par de veces en esas dos semanas, realizaba una maniobra similar, bloqueando el ancho de la escalera por completo. Con el ascensor fuera de servicio, vete tú a saber desde cuando, coincidir con ella en la escalera implicaba un lento viaje de ascenso escuchando batallitas de su marido, o un repaso completo a su historial de achaques y enfermedades. Coincidir durante un descenso era más de lo mismo pero con el aliciente de imaginarme dándole el empujón definitivo que pusiera fin a su agonía y a la mía. Colgando de la barra central del andador llevaba atada un bolsita de apestosos restos de comida para la mafia de gatos asilvestrados que controlaba los portales del barrio. —"mis queridos mininos", según me había explicado durante uno de esos eternos descensos que habíamos compartido—. Al percatarse de la presencia del hombre le saludó muy educada.


—Buenas días, joven. —Y sonrió mostrando una ristra de encías vacías, salpicada con algún solitario diente a buen seguro ya en precaria situación.

  Por toda respuesta, el infectado vendemuebles se volteó y, levantando los brazos hacia la anciana, orientó su procesión de la virgen del nabo hacia ella, al tiempo que emitía un gruñido de ultratumba similar al que yo recordaba haberle escuchado al cabeza de chorlito que me había encontrado en el parquing de ILLEA:

—¡¿Gudmuuurgeeen?!

  La anciana detuvo sorprendida su avance ya al pie del último peldaño y se afianzó sobre el andador.

  Descubriendo nuestra posición grité advirtiéndola:

—¡Corra, señora! ¡corra! —Y de inmediato me di cuenta de la total absurdez de mi advertencia: ¿Cómo una señora que necesita un andador va arrancar a correr?

  Sus cansados ojos, acuosos debido a las cataratas, lograron por fin enfocar la escena completa.

—¡Pervertidoooo! —gritó desgañitándose.

  Inga se agarró a mí con fuerza y mi antebrazo derecho se hundió profundamente entre sus enormes ánforas siliconadas.

  El tiempo pareció ralentizarse y me quedé congelado, observando como el descomunal mascarón de proa enhiesto embestía a paso lento y firme hacia la anciana, que primero amagó con virar a sotavento y subir de nuevo, pero finalmente se parapetó tras el andador, preparándose para repeler el abordaje. El inevitable embiste se produjo y en mitad del forcejeo la anciana fue desprovista del andador, perdió pie y se desplomó, para hundirse finalmente en el abismo de la inconsciencia. El vendemuebles infectado se lanzó a su captura y pronto el rellano se convirtió en una almadraba sangrienta.

  Inga apartó su mirada y ahogó su llanto en mi pecho tratando de evitar llamar la atención.


  Yo volvía a sentir una fuerte presión en el calzoncillo y la firme convicción de no ver más el Discovery Channel.

El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse)Where stories live. Discover now