Desde Suecia con amor. Día 3 a.C. - El vecino

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QUINTA PARTE


  Descorazonado por la falta de noticias dejé a Inga con el mando del televisor, para que buscara algo con lo que distraerse un poco, y me acerqué a la puerta a ojear el rellano desde la mirilla. La puerta del prostíbulo seguía abierta, pero el zombi —ya había aceptado referirme al pobre diablo usando esa palabra— se había esfumado. El cadáver de la anciana seguía inmóvil en la misma posición exacta que la última vez. Ni respiraba, ni pestañeaba, ni temblaba, ni nada de nada. No había resurrección ni nuevo muerto viviente, confirmando mi hipótesis original: lo muerto, muerto se queda. "Al menos por ahora", anoté para mí mismo. Valoré la posibilidad de salir con cuidado y cerrar la puerta del otro piso, pero no sabía dónde estaba el zombi. Podía estar de pie justo al lado de la puerta, aguardando a que algún incauto asomara la nariz para darle un bocado. Y pese a toda mi perorata científica de hacía un rato seguía vigilando de reojo el cuerpo de la anciana. Habían pasado casi tres horas desde su muerte. Se observaba la palidez en los labios debida a la ausencia de sangre, y manos y pies presentaban ya un claro tono azulado.

  Empezando a sentirme algo descompuesto aparté la mirada y regresé al salón donde Inga estaba viendo una esas películas de sábado tarde que repiten una y otra vez. Revisé el móvil varias veces para comprobar si internet funcionaba o si podía llamar. Derrotado de nuevo, puse el móvil a cargar y salí a mi pequeño balcón con la idea de ver si podía localizar a alguien para dar aviso de lo que había sucedido. La calle estaba desierta. Eso era algo muy extraño para una calle de tránsito como esa. La tienda de congelados de la esquina tenía las persianas bajadas. ¿En sábado? Debería estar abierta y con gente comprando para la cena o la comida del domingo. En la plaza adyacente la terraza estaba vacía, muchas bicis y motos aparcadas, pero ni una sola persona a la vista. Al final de la calle, en la Rambla del Raval, tampoco logré distinguir nada ni a nadie. Decidí gritar ambos lados varias veces con la esperanza de ser escuchado por algún vecino:


—¡¿Hola?! —Esperé unos segundos— ¡¿Hola?! ¡¿Hay alguien?!

  No obtuve respuesta. El barrio tenía muchos pisos antiguos vacíos o en reformas, pisos turísticos y pisos de estudiantes. Sus inquilinos, un sábado por la tarde, debían estar paseando por la ciudad todavía. Esperé un minuto y volví a intentarlo con el mismo nulo resultado.

  Ya estaba a punto de volver dentro y cerrar el balcón cuando escuché un ruido de persiana levantándose. Al rato, dos edificios a mi izquierda, un señor mayor se asomó al balcón de un tercero, mirando a uno y otro lado a través de unas gafas de cristales gruesos. Vestía con un pijama camisero gris y encima llevaba puesto un ajado batín de cuadros en tonos azules. Ambas piezas, deshilachas y con manchas, daban muestra de haber vivido mejores tiempos. Despeinado y sin afeitar era el perfecto prototipo de señor jubilado, viudo y probablemente amargado.

—Aquí... estoy aquí —grité de nuevo.

El señor levantó con una mano la montura de sus gafas y por fin me localizó.

—¿Qué quiere? —respondió él a su vez gritando.

—¿Puede llamar a la policía? Ha pasado algo muy grave en mi edificio.

—¿Y? —dijo sonando indiferente.

—Un crimen —añadí, esperando convencerlo—. Y no nos funciona el teléfono. ¿Puede usted llamar?

—A mí tampoco me funciona el teléfono.

Pensé unos segundos y pregunté:

—¿Puede ir a ver si le funciona a algún vecino?

—No, no puedo. Aquí también ha pasado algo. Se han escuchado golpes y gritos muy fuertes. Yo estoy viejo, enfermo, y no quiero salir de mi piso a mirar nada, y además...

Hizo una pausa dramática, o quizás para tomar aire, y añadió de forma tajante:

—Me importa todo tres mierdas. Métase usted en su casa y ya verá como pronto aparece la autoridad a tocarle los cojones.

  Dicho lo cual regresó al interior de su piso y, mientras cerraba las puertas de su balcón y bajaba de nuevo la persiana, todavía se le escuchaba maldecir. 

  Volví dentro y le expliqué lo qué había sucedido a Inga, que me miraba con cara de pasmada.

  Seguimos viendo la tele con el volumen bajo. A medida que pasaron las horas la programación de todos los canales se me antojó sospechosa y absurda. No emitían ningún programa en directo. Todo eran películas, más o menos antiguas, series y anuncios. No distaba mucho de cualquier sábado normal dicha sea la verdad, pero se me antojó muy sospechoso cuando al recorrer todos los canales no solo no logré encontrar ni una sola emisión en directo del tipo que fuera, sino que encontré varios canales con el mensaje "no hay señal". Definitivamente algo estaba sucediendo. Recordé el comentario de mi padre sobre el gobierno y su incapacidad para gestionar a tiempo cualquier alerta. Ahora, visto lo visto, me pareció que era un juicio muy certero, pero decidí no comentarlo con Inga: Estaba tranquila y no tenía sentido ponerla de nerviosa de nuevo. Eran casi las siete y fuera empezaba a ponerse el sol. Le pregunté a Inga si le apetecía comer algo en plan merienda-cena y entre los dos preparamos unos sándwiches de jamón york y queso, que comimos en silencio viendo un documental sobre naturaleza salvaje.


  Acabado el documental Inga me preguntó si podía tumbarse a dormir en algún sitio pues estaba agotada de todas las emociones del día. El piso es pequeño, pese a tener cocina y salón separados, dispone de una única habitación donde tengo una cama de matrimonio. La acompañé y la dejé sola para que se acomodara. Fue al baño y al rato salió y, deseándome buenas noches, me sonrió y entro en la habitación dejando la puerta entreabierta. Estuve un rato mirando el suelo y el puff y pensando en dónde iba a dormir yo. Supuse que no pasaría nada por tumbarme en el suelo con alguna manta y una almohada. Pero antes quería ver las noticias de las ocho o de las nueve por si se comentaba por fin la situación de Barcelona.

  Mientras esperaba miré fuera por la cristalera del balcón. No se observaba ninguna luz en los edificios cercanos y casi ninguna en los más alejados. Aunque tampoco podía juzgar bien si era algo normal o no, porque en las dos semanas que llevaba instalado en el apartamento no había prestado atención a ese detalle. Fuera como fuera, tenía una mala premonición sobre el hecho de que se vieran tan pocos pisos iluminados en la calle que, hasta donde alcanzaba a ver, seguía totalmente desierta. Revisé un par de veces el móvil con el mismo resultado negativo que todas las veces anteriores y llegaron por fin las noticias. Y de nuevo nada, ni una sola mención. En varias cadenas los presentadores del turno de noche no eran los habituales sino completos desconocidos para la audiencia.

—¿Jacques? —Escuché a Inga llamarme desde la habitación y quité el sonido a la televisión.

—¿Sí?

—Yo dormir sola no. Estoy miedo y asustada ¿Puedes tú venir? —Suplicó Inga, y dulcemente añadió— ¿Por favor?

—Voy —respondí levantándome como un resorte.

El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse)Where stories live. Discover now